«En el acto de inventar se suspende la estúpida necesidad humana de afirmar. Se puede decir que algo no es como es. La ficción es la otra cara de la afirmación. Y ese es el juego infinito de César Aira»

POR MARINA CLOSS

Fotografía de Lisbeth Salas

Tengo un problema privado que va tomando ciertos rasgos preocupantes. Me gusta mucho leer. Y el problema viene ahora: parece que odio a los escritores. Entonces, cada vez que voy a comenzar un libro, sé que, a la primera frase, probablemente voy a odiarlo. Y voy a odiarlo a la segunda y así, es posible que termine la primera página casi ofendida, quizá (solo difícilmente) llegue a la segunda. Y lea.

Después trato de representarme más claramente el objeto de mi odio y veo que nunca es solamente el texto, no es el libro, ni el género. Es estrictamente el escritor. Pero no la persona, sino el escritor en la persona. Lo que hace esa persona cuando se convierte en escritora. Se comprende entonces que siempre comience a leer con cierta incomodidad, como si los libros me acercaran a la parte que menos me gusta de la gente.

Algo así me pasó con César Aira, a quien yo, al menos, venía preparada para odiar (y ya tenía dos libros a mi favor: Parménides y El error, que leí solo de mala gana). Yo venía encaminándome a odiarlo, además, un poco también porque es un alivio cobarde pensar que un libro no va a gustarme tanto. Cuando sí me gusta, es casi contraproducente. Enseguida me paso de entusiasmo (hay libros que me dan incluso una especie de taquicardia). Así sucedió finalmente en el caso de Yo era una chica moderna. No duró mucho el disgusto. El esplendor fue brusco: casi como caer enredada bajo el hechizo de un mago.

Hechizo, del latín facticius, no natural, fingido, artificioso. Semejante al hecho, semejante al acto, el hechizo es poco natural (como los escritores demasiado buenos). Es semejante a artificial (como los escritores demasiado buenos): aunque artificiosos, los escritores demasiado buenos tienen el poder de hacer que sus invenciones broten de la naturaleza.

El hechizo es «fingido» como la ficción. La escritura es el receptáculo. ¿O es al revés? ¿la ficción es el receptáculo? Quien recibe a quién quizá sea el misterio. Pero ahí están las dos como brotadas de un mismo fondo: la capacidad humana de escribir y la capacidad humana de inventar. Como si en la escritura ya hubiese, de por sí, algo de ficticio. Y, demos un paso atrás, de hechicero.

Inventar es mejor que respirar aire puro, que comer comida sana, que bailar música fea, inventar es mejor que mejorar. En el acto de inventar se suspende la estúpida necesidad humana de afirmar. Se puede decir que algo no es como es. La ficción es la otra cara de la afirmación. Y ese es el juego infinito de César Aira.

Aceptarse como pura ficción es la ocupación de Aira. Porque la invención es su materia prima. Él se transforma en lo mejor de sí mismo pasándose por alto. En general, al menos yo, lo prefiero convertido en otra cosa, por ejemplo: en muchacha. En Yo era una chica moderna, la chica moderna sueña con el escritor César Aira, mientras en la ficción es esa especie de boluda inolvidable. Ella es, para mí: la cara inmóvil, la esfinge que cuida la entrada a la Argentina entre el 2000 y los noventa.

Y no los menciono anti-cronológicamente por puro desorden, sino porque la esfinge está sentada justo en la entrada al pasado más remoto. La esfinge está en el 2000, cuidando la entrada de los noventa: necesitó de los noventa para existir. Después, necesitó del escritor César Aira para tomar una especie de halo: de idealidad, digamos.

Pienso que lo máximo a lo que puede aspirar un escritor es crear a su pequeña mujer. Todos los grandes escritores lo saben. O muchos, al menos, lo intentan. Porque las mujeres cuidan los abismos ¿no? Y las pequeñas mujeres: ¿no están paradas por encima de la vida y de la muerte? En Yo era una chica moderna Aira creó a su pequeña mujer: su hembrúscula. Y a partir de la esfinge, crear el abismo fue casi una consecuencia.

El abismo es el sitio en donde la novela coloca su boca de alimaña y succiona la savia de la realidad. El punto ciego en el que la novela mata la realidad para reformarla. En este caso, el abismo son los años noventa. La pequeña mujer es una fantasía de la masculinidad (¿cierto?), puede estar semi-dada en la realidad, pero su concreción artística es fruto de una cierta cualidad masculina: la ignorancia. Lo que quiero decir es que la pequeña mujer tiene que ser inventada. ¿Por un varón? No exactamente. Algunas escritoras mujeres también crean pequeñas mujeres. Marcel Schwob escribió el evangelio de la pequeña mujer en El libro de Monelle. En La hora de la estrella, Lispector inventó al escritor (Rodrigo S. M.) que, a su vez, inventó a una pequeña mujer: la nordestina. ¿Para qué? Para que Clarice pudiese tener también una. Era necesario que su reina de la pequeñez saliese de la oscura pluma de un escritor frustrado. A Zazie la inventó Raymond Queneau, a Mardou, Jack Kerouac. A Alicia… y así hasta el infinito.

En el personaje de la pequeña mujer, hay algo demasiado tentador: la posibilidad de hablar desde las profundidades de la belleza. ¿Quién no quisiera pararse a mirar desde donde todo, en comparación, parece mucho más feo? La felicidad de la mirada de la pequeña (que, en Yo era una chica moderna, llega a provocar un aborto sangriento sin perder un gramo de proverbial alegría y espontaneidad) es lo ideal (lo que la realidad nunca ofrecerá en ningún lado). La pequeña mujer alumbra la crisis: en medio del derrumbe total, ella casi no siente. Su belleza y su felicidad la envuelven como una cáscara.

Por eso, por anti-real, es esfinge. Por más boluda que se precie: es esfinge. Porque nadie sabe cómo hace ¿o cómo hizo Aira? Para que ella fuera así. La pequeña mujer está siempre esperando el día en que se casa. Ese día, será feliz. Mientras tanto, también es feliz, porque la esperanza alcanza. Y no estar casándose, en el fondo, es tan divertido como casarse. En La hora de la estrella, un príncipe azul extranjero pisa con su auto a la pequeña mujer y fin de la historia. En Yo era una chica moderna, en cambio, al final de una noche de fiesta, la pequeña se acuesta, rodeada de amigos, en una plaza. Ahí, un feto saltarín toma el cuerpo de un joven fornido y deseable pero, así como se transforma en príncipe azul, decide ir a drogarse. Desaparece entre la multitud. La hembrúscula de Aira ¿qué va a hacer? Se ríe. Se casará más tarde. En algún momento tendrá que casarse ¿no? Y ese momento llegará, como todos.

Este es entonces el personaje mítico con el que Aira dio en Yo era una chica moderna: ¿qué vamos a hacer con ella? No es real, pero existe. En donde sea que esté, la reconocemos. Porque es la silueta sin fondo de la fantasía, puede estar ahí o en cualquier otra parte. Nunca está de más: es bienvenida para el resto de la eternidad, aunque solo sea por feliz y hermosa.

Este es entonces el personaje mítico con el que Aira dio en Yo era una chica moderna: ¿qué vamos a hacer con ella? No es real, pero existe. En donde sea que esté, la reconocemos. Porque es la silueta sin fondo de la fantasía, puede estar ahí o en cualquier otra parte. Nunca está de más: es bienvenida para el resto de la eternidad, aunque solo sea por feliz y hermosa

¿Qué dice de una mujer real Yo era una chica moderna? ¿Que Aira estaba hablando de otra cosa? O quizá hasta pensaba que hablaba de una mujer real, y en cambio, se le escapó el fantasma eterno de la fantasía, la hechicera por excelencia:

Servidor del tiempo, amo del presente, esclavo de la libertad, criatura del trabajo, el novelista crea los destinos. Hablar es rápido y fugaz; escribir es lento y difícil. Llegar a tener una voz con la que hablar es mucho más lento: se mide con lapsos de vidas enteras.

¿Podría agregarse: con lapsos de amor pasajero? ¿de amor imposible, quizá? ¿Se tiene que leer el final del primer capítulo de Yo era una chica moderna como una preciosa fantasía de amor entre el escritor y su personaje?

O, para qué generar incomodidades, ¿no será todo puro amor nacional? Y la pequeña, entonces, ¿no sería la patria loca o medio tarada, digna de que alguien se atreva a amarla? ¿A inventarla como se inventan entre sí los amantes? La pequeña mujer es ridícula y fantástica, la Argentina de Aira ¿no es exactamente así?

Esta es la definición última con la que yo trabajo: la literatura es el medio por el que un brasileño se hace brasileño, un argentino argentino. (…) No se trata solo de ser argentino o brasileño, sino de inventar el dispositivo por el que valga la pena serlo, y vivir una vida siéndolo. (…) No puede negarse que países como los nuestros, históricamente nuevos, ofrecen mejores condiciones para poner en marcha este mecanismo, en tanto conservan un quantum de no inventado.

Aira dice quantum: lo no inventado toma el lugar de la porción, porque la totalidad siempre es un invento, pero ¿quién ha visto un quantum? Se puede inventar dirigiendo la mirada a lo parcial, a lo individual, ahí está lo menos inventado de la tierra: una y otra vez se puede empezar a escribir una novela tomando la voz del personaje principal como quantum: porción infinitamente inventable.

De ella (de la pequeña mujer, en este caso), brotará una atmósfera; de la atmósfera, (una fiesta, una plaza, una calle) brotará un país; de la pequeña mujer tendida en una plaza brotará, de pronto, una época.

No sé si tiene sentido tratar de explicarlo. Al leer Yo era una chica moderna, a mí simplemente me sucedió. Creo que yo no entendía Buenos Aires, por ejemplo. Y durante la lectura me ocurrió lo impensable: entendí. Empezó a existir así, arrugándose, hurgándose, hurtándose: toda la ciudad con sus fiestas, sus calles, sus plazas, sus terrazas, sus balcones. Dándose a entender en su forma de pequeña mujer histriónica.

La pesadilla, el entuerto febril, la mente en su enfermo juicio: despabilándose. La ciudad y su extraña belleza. La ciudad y su extraña felicidad.

La felicidad de hacer metástasis en un cuerpo feliz: ¿la ficción es un tumor en un cuerpo feliz? ¿De los escritores? ¿de las sociedades? Digo que es un tumor porque tiene siempre algo de ajena y peligrosa. También algo de innecesaria. Y el cuerpo feliz puede convivir con ella sin verla (de lo contrario, enseguida suele aparecer la afición a controlarla, que es exactamente lo que nos pasa en esta época). La ficción puede resultar benigna o maligna, en función de la conservación del cuerpo en que se injerta. Pero ella misma no es ninguna de las dos cosas: un especie de afuera, aunque esté metida adentro; una suerte de otra cosa, aunque esté incrustada en un interior.

Y aun así, la ficción es de origen social, por más antisociales que resulten los escritores. Quizá también por eso es un afuera (incluso de quien la crea). Volviendo a la metáfora del tumor, la ficción es de origen sistémico: hace sistema con el cuerpo de todas las demás ficciones, aunque todas juntas se introduzcan en un cuerpo ajeno. Y entonces sí: lo acosen y lo ataquen.

En Yo era una chica moderna pasa lo contrario que en esos libros que está de moda describir como «necesarios». Es la ficción en lo que tiene de innecesaria, redundante, inexplicada, inexplicable. Es la ficción en lo que tiene de certera. Si estos libros «necesarios» piden una cierta lectura seria y moral (serial), Aira es la contracara sonriente. Y como contra-cara, es también contra-poder.

No tomar el lugar de la necesidad, abominar de la necesidad. Dejarse llevar, dejarse arruinar, a veces. Esa es la lección de Aira: se puede escribir sin que sea estrictamente necesario. Se puede escribir porque siempre hay algo que no puede ser (la belleza y la felicidad, por ejemplo, ¿todavía pueden ser?). Y esa es su enseñanza, estar siempre en donde no se puede, en donde todo más bien puede perderse. Descubriendo el centro inmóvil del hechizo (la invención del quantum), Aira se queda con la clave del abismo: la única totalidad. Como todo adorador de lo ficticio, Aira despilfarra realidad: no quiere hablar de una mujer real (ni, menos que menos, de una patria). Pero tampoco quiere perdérselas: las chupa y comulga. Se come, en cierta forma, el cuerpo de su amada. Y termina diciendo lo mismo que Fellini: «no debemos lamentar nada, nada en absoluto». ¿Quizá porque en el fondo la realidad es también su única esperanza?

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