«Quienes lo trataron recuerdan con unanimidad el llamativo contraste entre la pomposidad del nombre Augusto y la talla de la persona que ostentaba esa onomástica de emperador romano, más propia de toda una cantera de mármol que de una página, apenas interrumpido su blanco por unas líneas de tinta que en él son tan excelentes que se convierten en vetas sobre el de Carrara»

POR ANTONIO RIVERO TARAVILLO

Fotografía de Cuartoscuro

El éxito de la obra de un autor es algo que depende de cada texto y tiene mucho que ver con las apreciaciones de los lectores y los dictámenes que la crítica le adhiere o evacúa sobre él. En la importancia de esa obra en la historia de la literatura, sin embargo, intervienen además otros factores que guardan más relación con el antes y el después; sobre todo, con la influencia que ejerce sobre los contemporáneos y, aún más, sobre los escritores y lectores del futuro. En las páginas de Augusto Monterroso (1921-2003) se halla el placer intrínseco de la lectura pero también una huella indeleble en los libros que, desde el primero suyo, habría que adjudicar al porvenir por más que este ya sea, hoy, pasado. Porque ni corto ni perezoso (en realidad, bastante corto en estatura y obra, además de tímido, y poco diligente en el escribir), Monterroso sembró las semillas de mucha de la cuentística que lo sucedió.

Nacido en Tegucigalpa (Honduras) pero adolescente y joven en Guatemala, exiliado por causas políticas una temporada en Chile y la mayor parte de su vida en México, el México acogedor de tantos trasterrados de procedencias muy diversas, Monterroso publicó su primer libro Obras completas (y otros cuentos) en 1959. Ya aquí en este estreno literario una de las características del escritor: la elegante ironía. Que el libro con el que se estrena un autor sea el aparentemente recopilatorio Obras completas, más el aditamento y otros cuentos, ya indica un talante humorístico. A lo que se suma, además, que ese volumen no sea en absoluto grueso, como correspondería a unas obras completas al uso, sino fino, breve, como todo lo que publicara.

Diez años tardó Monterroso, que tampoco se había dado prisa en publicar el primero, en dar a la estampa un segundo libro, impugnación a la totalidad de esas obras completas tan ilusorias y si se toman al pie de la letra prematuras, aquel comenzar la casa por el tejado, un libro por el colofón, un almuerzo por el postre. Lo que vino entonces fue también un título bimembre en cuya segunda parte se declara, igualmente, el género: La oveja negra y demás fábulas. Entre cuentos y fábulas se movió esencialmente el universo creador de Monterroso, más alrededor de un puñado de ensayos libérrimos, una novela hecha de retales, y poco más; en todos los casos, como cumple en un autor de valía, buscando un sesgo distinto, rebasando los linderos de sus convenciones o comprimiendo sus fronteras hasta la mínima expresión. Pero ello sin aspavientos vanguardistas ni afán de revolucionar nada, tampoco poniendo su obra como altavoz de causas sociales o políticas, porque sin menoscabo de sus ideas Monterroso es un cuentista y un fabulador sutil que sugiere y no afirma, que esboza y no emborrona sus páginas con proclamas. Pues aunque de joven hiciera pintadas en los muros, el escritor adulto sabe que la literatura, la mejor literatura no está hecha de graves libelos que aplastan, sino de leves libélulas (dragonflies en inglés, es decir remotas primas del dinosaurio).

Quienes lo trataron recuerdan con unanimidad el llamativo contraste entre la pomposidad del nombre Augusto y la talla de la persona que ostentaba esa onomástica de emperador romano, más propia de toda una cantera de mármol que de una página, apenas interrumpido su blanco por unas líneas de tinta que en él son tan excelentes que se convierten en vetas sobre el de Carrara. Lo grandilocuente y lo parvo, lo magno y lo enjuto, el Augusto y el Tito por el que lo llamaban familiarmente todos.

Vinieron más libros, que a veces se hicieron esperar y tardaron lo que va de higos a breves (no es errata), pero maduros como brevas, y bravos, magníficos en su constante pequeñez. Solo una vez incurrió en la novela, y esta posee un carácter fragmentario, de cajón de sastre. Para llenar los esbeltos tomos de, esas sí, sus hipotéticas obras completas, la reunión de ellas, Monterroso llegó incluso a repetir páginas que hizo pasar de algunos libros a otros. El resto de su bibliografía después de los volúmenes de 1959 y 1969 se compone de Movimiento perpetuo (1972), la mencionada novela Lo demás es silencio (1978), Viaje al centro de la fábula (1981), La palabra mágica (1983), los diarios de La letra e (1987), las memorias de infancia y juventud Los buscadores de oro (1993), La vaca (1998) y las semblanzas y apuntes de Pájaros de Hispanoamérica (2002), donde canibaliza textos suyos anteriores bajo la intención de su editorial de ofrecer un nuevo libro (que en realidad tiene poco de tal) firmado por el Premio Cervantes del año 2000, galardón que sumó a otros tan importantes como el Juan Rulfo de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el Xavier Villaurrutia o la condecoración del Águila Azteca. En colaboración con su esposa Bárbara Jacobs preparó la Antología del cuento triste. No es contradicción que se ocupara de la acedía quien impregnó de humor su obra, porque es sabido que este es con frecuencia la coraza del melancólico.

Auspiciado por el centenario del nacimiento de Monterroso, la editorial Avenauta ha publicado una reedición de Obras completas (y otros cuentos) con admirables ilustraciones de Neus Caamaño (a quien se deben entre otros estupendos trabajos el celebrado cartel de la última Feria del Libro de Sevilla). Fue, como se apuntaba al principio de estas líneas un libro muy influyente, aunque solo fuera por el carácter seminal de la hiperbrevedad de uno de sus cuentos, «El dinosaurio», que preparó el camino al auge de los microrrelatos, en una carrera por la escalada de la cumbre más sucinta, el relato más microscópico. Pero este libro inicial es mucho más que ese cuento de solo siete palabras, una coma y un punto cuya transcripción completa poco socorrerá al reseñista que cobre por palabras o caracteres y que, al igual que ha servido para largos debates acerca de su interpretación, podría dar para un seminario sobre derechos de autor acerca de la licitud de reproducir, acogiéndose al derecho de cita, un cuento completo aunque este no ocupe ni siquiera una línea: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». No importa qué o quién fue el dinosaurio, si un conocido, como se ha especulado, o si la primera esposa de Monterroso, según declaración de este a los amigos.

Los otros cuentos de la colección tratan asuntos muy distintos, pero tienen como denominador común cierta guasa y una mirada crítica, dulcificada por ese humor, sobre la realidad hispanoamericana. Sucede así con el primero de ellos, «Míster Taylor» (cuya tilde en el tratamiento de respeto ya indica el trato con hispanohablantes del yanqui del título, trasunto del expolio de la United Fruit Company en Centroamérica). «Primera Dama» es igualmente un afilado varapalo a los dobleces de la buena sociedad criolla, y visto desde hoy un buen retrato de la compartimentación estereotipada de los sexos desde un ángulo feminista. Aquí es la esposa de un Presidente de la República quien toma la palabra y nos muestra, sin quererlo, las contradicciones e hipocresías que la rodean y de las que ella misma es parte y en el fondo víctima. Otro rasgo de algunas de estas páginas de Monterroso es la reflexión, bien que a menudo cáustica, sobre la necesidad de comunicación, la a menudo patológica cháchara (que él contrarrestó con su parquedad) y el oficio de la escritura (tan presente en sus obras y tema de Lo demás es silencio, con un tonto listo o listo tonto que hace, tan estrambótico, las delicias del lector). Es ese también el eje de «Leopoldo (sus trabajos)», octava pieza de la colección y la más extensa de ellas (veintidós páginas). Un escritor bisoño, aficionado, se obsesiona hasta caer en el insomnio. Sus allegados se preocupan al verlo tan desmejorado y le aconsejan que vaya al médico, que repose. Leopoldo contesta abatido, queriendo tranquilizarlos: «Estoy escribiendo un cuento; no es nada».

De tan solo dos páginas no muy bien despachadas en cantidad, pero de inmejorable calidad, sin nada prescindible, «El eclipse» es muy mencionado como ejemplo de contraste entre la visión de los indígenas y de los primeros españoles que llegaron a América. Su párrafo final es verdaderamente impactante, con una vuelta de tuerca magistral. «El eclipse» no evita trasladar las viejas crueldades de los sacrificios humanos, pero tampoco muestra superioridad alguna europea. Como todo artefacto literario que se precie, invita a meditar. Habría que prescribirlo para quienes a la ligera se ponen a pontificar sobre buenos y malos o salvajes y genocidas, derriban estatuas o las erigen. En 2021, su lección (como tiene que ser, una pregunta) es más vigente si cabe que en 1959.

«Diógenes también» es un prodigio de perspectivismo, de percepción distorsionada, de lo que podríamos llamar una sinestesia de los sujetos y los objetos, donde las voces tienen mucho de los murmullos –¿de quién– que se oyen en la Comala de Rulfo (sobre quien Monterroso escribe en La vaca y en Pájaros de Hispanoamérica). Esa fusión y confusión de las voces se produce asimismo en «Vaca».

«Vaca», sus trece líneas como trece son los cuentos de estas Obras completas, es una obra maestra de la insinuación y la elipsis. Hay un tren que se mueve campo a través, un viajero que es el narrador, y un suceso extraño tras los aspavientos y molinetes que este hace al ver algo que los demás pasajeros no ven. No solo hay algo ilógico, imposible, en lo que cuenta: «acababa de ver alejarse lentamente a la orilla del camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que el mundo en general y el tren en particular siguieran su marcha». ¿Quién es el narrador, un alucinado, un loco? ¿Es «Vaca», como dice Macbeth, un cuento narrado por un idiota, que no significa nada?

«Obras completas» es el último de los cuentos y su aparición, curiosamente a continuación de esas obras completas que nadie publicará a la vaca muerta, revela el sentido del título del libro: Obras completas (y otros cuentos). En él hallamos uno de los predilectos temas de Monterroso, la erudición a veces ridícula. El escritor abandonó sus estudios pronto y no llegó a tener título universitario (tampoco lo tuvieron, ojo, ni Jorge Luis Borges ni, a falta de un último trámite, Octavio Paz). Desfilan por este cuento Quintiliano, Unamuno, Sartre, Bataillon… El protagonista entrega su vida al saber, «Pero de nuevo volvió la vieja duda a atormentarlo. Se preguntó otra vez si sus traducciones, monografías, prólogos y conferencias –que constituirían, en caso dado, una preciosa memoria de cuanto de valor se había escrito en el mundo– bastarían a compensarlo de la primavera que sólo vio a través de otros y del verso que no se atrevió nunca a decir».

Quedan sin reseñar cuentos no menos brillantes como «Uno de cada tres», «Sinfonía concluida», «El concierto» o «El centenario», pero todos tienen elementos que gratifican al lector inteligente. Porque Monterroso sabe que la distancia corta, como la que luego empleará en su no menos estupendas fábulas, exige concentración y el más meticuloso empleo de todas las dotes de escritor. Una vez, participando en una mesa redonda en una universidad anglosajona junto a Bryce Echenique, este declaró que escribía sin apenas corregir. Monterroso, que se quedó bloqueado, solo acertó a decir lo que por otra parte tiene menos de boutade que de testimonio: que él solo corregía, sin apenas escribir.

Reales, inventadas, o mejor aún ambas cosas a un tiempo, el escritor sabe que como en una anotación de La letra e, el ideal literario es «fijar escenas para preservarlas de la destrucción del tiempo». Monterroso fijó escenas pero por ambas caras, la faz y el envés, y transmitió el asombro de la paradoja. Que el dinosaurio, animal gigantesco, sea en él un cuento minúsculo, no es la menor de ellas. 

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