«La magia opera así mientras tanto: el estudiante limeño de veintiún años que en la primera entrada dice tener “unas ganas enormes de abandonarlo todo, de perderlo todo”, termina siendo al final un parisino adoptivo que tres décadas después se recupera de un cáncer de esófago y que empieza a darle vueltas a la idea de publicar su diario»

POR RODRIGO HASBÚN

Fuente: wikicommons

«Escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar,
marginal, intimista, pulcro, lúcido: he allí algunos de los calificativos
que me ha dado la crítica. Nadie me ha llamado nunca gran escritor.
Porque seguramente no soy un gran escritor»
Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso

Una certidumbre inicial

Escrito a lo largo de veintiocho años, entre 1950 y 1978, el diario del peruano Julio Ramón Ribeyro es muchas cosas a la vez: un conmovedor relato de formación, un álbum de instantáneas de una generación de escritores latinoamericanos perdidos en Europa, una radiografía involuntaria de la vida en el exilio, un laboratorio literario a puertas abiertas y una audaz colección de micro ensayos y textos críticos.

La tentación del fracaso amalgama esos libros posibles, los entreteje de manera sutil, ofreciendo en el camino una experiencia única. Tras releerlo por tercera o cuarta vez a mí no me cabe duda: se trata de uno de los diarios más bellos y memorables que se hayan publicado en nuestro idioma, o cualquier otro.

Pequeñas y grandes transformaciones

La lectura de La tentación del fracaso no depende de cuánto sepamos del autor o sus demás libros. Lo que ofrece es suficiente en sí mismo. El diarista se enfrenta a peripecias y amores y a una enfermedad que lo acecha, frecuenta a personajes singulares y experimenta desencantos y desidias, se queja y fantasea y duda. Nosotros, del otro lado, nos intrigamos por su destino pero además disfrutamos de su sensibilidad y lucidez con la mayor de las dichas.

La magia opera así mientras tanto: el estudiante limeño de veintiún años que en la primera entrada dice tener «unas ganas enormes de abandonarlo todo, de perderlo todo», termina siendo al final un parisino adoptivo que tres décadas después se recupera de un cáncer de esófago y que empieza a darle vueltas a la idea de publicar su diario. Esa mutación paulatina es exacerbada por el hecho de que la escritura diarística opera por acumulación, de que se trata de un tipo de escritura que solo se constituye en el tiempo. Debajo del casi cincuentón persisten muchos de los que fue siendo antes, a todas sus edades. Son decenas de variaciones de Ribeyro que resquebrajan y humanizan al personaje, acercándolo aún más.

Ahora bien, en medio de la errancia y de las pequeñas y grandes transformaciones, las entradas van evidenciando algunas constancias (el despilfarro y la enfermedad, los amores desafortunados, la dificultad de escribir), de las que emerge quizá el retrato más verdadero del diarista. A su alrededor, a su vez, se articulan dilemas y suspensos que intensifican la lectura. ¿Al fin se casará con la enigmática C. o terminará al lado de Mimí? Años después, ¿podrá completar tal libro o vencer tal pudor? ¿Y volverá a Lima o se quedará para siempre en París?

Cuando Ribeyro se decide a publicar su diario a principios de los noventa, cuenta con la distancia suficiente para descifrar las figuras relevantes de ese viejo entramado y obedece al impulso de realzarlas y hacerlas más evidentes. Fanático de los diarios, conoce el género mejor que nadie y quiere despojar al suyo de cualquier ingenuidad. Así, lo interviene y, quitando entradas, cambiándolas de lugar o contextualizándolas retrospectivamente, dramatiza el texto. Es una movida significativa, que sitúa a su diario no en los vecindarios de lo testimonial (en los que a menudo los rastros son publicados de manera póstuma por otros) sino en el reino de lo literario, donde el mismo autor se ocupó de darle forma al material.

Siguiendo esa metodología, llegó a editar los primeros tres tomos, que Seix Barral reuniría luego en un solo volumen. La muerte sucedió entonces, en media labor. Para bien y para mal, dieciséis años de escritura aún permanecen inéditos.

Variaciones de Ribeyro

El que se siente disminuido en la arena de los fuertes y concluye a sus veintiún años: «Estoy inferiormente dotado para la lucha por la existencia». El que a sus veinticuatro insiste: «Hay algo que anda mal en mí y que me hace inepto para la felicidad». El que mira por una ventana que da a Lima o Amberes, a Múnich o Madrid, a Berlín o Hamburgo, sobre todo a esa París que se vuelve cada vez más suya. El que no sabe administrar su pobreza y despilfarra cualquier dinero inesperado («En cuatro días he gastado íntegramente el dinero que recibí de Lima, ese dinero que he esperado durante tantos meses y cuya sabia administración me había tantas veces jurado»). El que no tiene plata para mandar las cartas en las que le pide plata a familiares o amigos. El que aun a la distancia lucha contra algunas expectativas de su linaje («¿Cómo me resignaría a ser un profesor mediocre en una universidad donde dos de mis antepasados fueron rectores?»). El que se sorprende haciendo «muecas de cólera, de asco, de frío» en el espejo del café Petit Cluny donde escribe a veces. El que considera que escribir es un acto complementario al placer de fumar. El que oficia una variedad de trabajos para subsistir: de conserje en un hotelito de ocho habitaciones (en una se hospeda Blanca Varela) a recogedor de bultos en una estación de trenes, de improvisado profesor de español a periodista de la agencia France-Press (donde comparte sala de redacción con Mario Vargas Llosa y Luis Loayza), de agregado cultural en la embajada peruana a delegado adjunto en la UNESCO. El que se pone plazos para demostrar su valía como escritor: los treinta años, los cuarenta, los cincuenta y así. El que sale desfavorecido ante cualquier comparación en la que se involucra, el que sospecha que se ha equivocado de siglo, el que «huye de aquello que ama». El que a menudo se promete dejar de escribir en el diario (para intentar vivir más hacia fuera) pero siempre termina regresando con la urgencia intacta. El que contrae matrimonio y se vuelve padre, el que a veces escribe en francés para ocultarse mejor, el que pelea con su gato. El que presiente la enfermedad años antes de que aparezca, el que luego la padece pero rehúye hablar sobre ella. El que no deja de fumar o tomar vino ni siquiera en los días más dolientes, el que llega a pesar 46 kilos, el que se aísla. El que sufre por sus pequeños esfuerzos bajo la sombra de los monumentos del Boom («Todos o casi todos los escritores de mi generación han escrito su gran libro narrativo, que condensa su saber, su experiencia, su técnica, su concepción del mundo y la literatura. Vargas Llosa La casa verde, Roa Bastos Yo el supremo, Carlos Fuentes Terra nostra, Goytisolo Recuento, García Márquez Cien años de soledad, Donoso El obsceno pájaro de la noche, etc. Sólo yo no he producido un libro equivalente y a los 48 años no creo que lo pueda producir. La obra vasta y compleja, densa y sinfónica, está fuera de mis posibilidades»). El que se entretiene inventando palabras («magus entulemia zotimos argentilo saler trapemio carnígeno ampulario per tulimo cántimo galerio»), el que evita entrar a la cocina para no enfrentarse a la vajilla sucia, el que compra un auto sin saber manejar. El que para darse aliento revisa las cuatro o cinco novelas iniciadas, los diez o veinte cuentos a medio hacer. El que se juzga duramente, el que se ríe de sí mismo. El que cuestiona su exilio mientras la nostalgia crece, el que fantasea con regresar al lugar del que solo ansiaba irse. Como decía antes, el personaje entrañable que envejece ante nosotros página tras página.

La escritura inamovible

Durante años Ribeyro duda de su diario y se avergüenza de él. Lo llama «enano maléfico y devorador», le echa la culpa de su imposibilidad de tomarse más en serio los cuentos y novelas que no logra acabar. El anuncio de la enfermedad lo empuja a reevaluar sus prioridades, a examinarse bajo esa nueva luz.

Escribe el 16 de enero de 1975: «Debo recordar esta fecha: hoy me enteré de que fue de cáncer de lo que me operaron dos veces en 1973. Secreto celosamente guardado por Alida y unos pocos amigos. (…) Desde hoy todo cambia para mí, pues el malestar que he sentido en los últimos meses –hemoturia, náuseas, acidez, bilis– se inscribe en la más sombría de las perspectivas: la reaparición de este mal y probablemente en varios lugares. (…) ¿Qué hacer?».

Tan pronto como es nombrado el mal que venía atormentándolo, el diarista recurre a su diario cada vez más. La señal de acabamiento también impulsa la necesidad de consolidar su obra. «Confío en que saldré adelante, por un puro esfuerzo de mi voluntad. Por no dejarle a mi mujer y a mi hijo otra cosa que deudas y porque ya es tiempo realmente de que escriba lo que debo escribir», había anotado mientras esperaba ser sometido a su segunda cirugía. Tras enterarse que era cáncer lo que tenía y no un tumor, anota a su vez: «Lo que quedará de mí será lo que escribo y todo lo demás –eficacia en mi trabajo oficinesco, brillantez en las reuniones sociales, etc.– carece completamente de importancia. Debo hacer lo único que sé hacer más o menos bien, lo que me agrada hacer y lo que otros no pueden hacer en mi lugar: escribir mis historias boludas o sutiles, hasta reventar».

Ribeyro coquetea entonces con una novela de ovnis que testimonie la experiencia de un amigo, se propone escribir un policial y delinea minuciosamente el argumento, desea embarcarse en la reelaboración de episodios históricos, planea armar volúmenes de cuentos que giren en torno a técnicas diversas y fantasea con una autobiografía. Quiere hacer algo distinto, recorrer las vías menos transitadas, buscarse un lugar propio. Al cabo de días, meses o años, todos los proyectos son abandonados.

En el desplazamiento no hacia su realización sino hacia su fracaso, la escritura inamovible es la del diario. Esta, inicialmente una práctica subsidiaria a la construcción de la obra, casi un lastre, «lo inorgánico, lo discontinuo, la negación de lo que quiero hacer, en suma, el testimonio de la no obra, de la sequedad y la pequeñez», deja de ser un espacio mirado a menos y Ribeyro al fin empieza a asumir esa vieja sospecha de que será lo que más perdure de sí mismo. Lo dice así, sin alivio: «creo haber encontrado el estilo del diario íntimo: un estilo apretado, expresivo que interesa no solamente como testimonio sino también como literatura. Si continúo por el mismo camino creo que mi diario, de aquí a algunos años, será probablemente la más importante de mis obras. Esto no me alegra, ciertamente».

Entre las varias trayectorias del libro (la del exiliado melancólico, la del enfermo distraído, la del bohemio aburguesado, la del narrador medio mudo), sin duda una de las más sentidas es la del diarista que reniega de su diario y solo muy de a poco, casi a pesar suyo, va dándose cuenta de su valor.

Regar una maceta

«En la rue Bargue: una vieja sigue regando las flores de su ventana en una casa que va a ser demolida dentro de unos días», anota Ribeyro el 24 de abril de 1975. En Los dichos de Luder, involucrando a su alter ego, escribe a su vez: «–Lo que diferencia a los escritores franceses de los norteamericanos –dice Luder– es que los primeros se limitan a cultivar un jardín, mientras los segundos se lanzan a roturar un bosque. –¿Y tú? –Ah, yo sólo riego una maceta».

Con la persistencia que siempre se negó pero sin la cual hubiera sido incapaz de escribir La tentación del fracaso, a pesar del anuncio de demolición de su vida, Ribeyro nunca dejó de regar su maceta. Lo llamaron escritor laborioso y pulcro, lúcido y honesto, discreto, ejemplar. Con su diario en mente, pero pensando también en sus prosas apátridas y sus cuentos, a estas alturas no cuesta nada afirmar que la suma de esos rasgos, así como su delicadeza y hondura, hacen de él un escritor sin igual, un escritor al que nos toca seguir leyendo, un gran escritor.

Total
191
Shares