«La rebeldía de María Eugenia ante las soporíferas y crueles limitaciones que la sociedad patriarcal imponía a las mujeres provocaron una reacción conservadora entre diversos críticos que detectaron en ese libro una fuerza incendiaria que iba mucho más allá de la aparente inocuidad de su subtítulo: “Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba”»
POR RODRIGO BLANCO CALDERÓN
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Cuando se habla de las virtudes de un personaje literario se suele decir que es «completo» o «redondo» para denotar su construcción eficaz y su perfecto funcionamiento dentro de la trama novelesca (básicamente, que cumple con la triple función de entretener, seducir e intrigar). Sin embargo, pienso que es precisamente en razón de su incompletitud, de su opacidad, de su inconsistencia, que un personaje literario puede trascender en el tiempo y ver pasar las generaciones de lectores. Los grandes personajes son misterios inagotables. ¿Quién entiende al Quijote? ¿Quién entiende a Hamlet? ¿Quién entiende a Emma Bovary? Nadie. Ni siquiera sus más fieles lectores, porque estos no son detectives, ni psicólogos: son sus amantes.
De María Eugenia Alonso, la protagonista de Ifigenia (1924), de Teresa de la Parra (1889-1936), dice la narradora y ensayista Ana Teresa Torres que es «el personaje mejor creado de la literatura venezolana». La afirmación no parece exagerada en vista de que ya han transcurrido cien años de la primera edición de la novela, tiempo suficiente para hacer un balance meditado, y de que los artículos, ensayos, tesis, libros y congresos que se le han dedicado a esta obra no paran de acumularse. Una abundancia bibliográfica que habla tanto de la maleable condición especular de Ifigenia, cuya andadura sigue reflejando el móvil presente, como de la resistencia de su personaje protagonista a una lectura definitiva, esclarecedora.
Anclada desde su título en una dimensión mitológica, Ifigenia fue una novela que desde su aparición vino acompañada con la aureola de la leyenda y la polémica. Al igual que varias de las obras fundamentales de la literatura venezolana, como Las lanzas coloradas (1931), de Arturo Uslar Pietri, Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos, o La mano junto al muro (1951), de Guillermo Meneses, la primera novela de Teresa de la Parra fue publicada originalmente fuera de Venezuela. Específicamente, en Francia, al obtener en 1924 el premio de 10.000 francos que otorgaba cada año la Casa Editora Franco-Iberoamericana de París.
La rebeldía de María Eugenia ante las soporíferas y crueles limitaciones que la sociedad patriarcal imponía a las mujeres provocaron una reacción conservadora entre diversos críticos que detectaron en ese libro una fuerza incendiaria que iba mucho más allá de la aparente inocuidad de su subtítulo: «Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba». La persistencia de las injusticias de las sociedades machistas, en paralelo a las sucesivas conquistas del feminismo a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, le han otorgado a Ifigenia una condición precursora en la historia cultural de Hispanoamérica en la lucha por los derechos de la mujer.
No obstante, dos obstáculos principales han impedido la total instrumentalización social y política tanto de la obra como de la autora. Esos dos obstáculos son la propia Teresa de la Parra y su personaje María Eugenia Alonso.
En el caso de Teresa de la Parra, varios factores han influido. Además de la distancia temporal y la falta de documentación sobre largos periodos de su corta biografía, pues moriría en Madrid a los 46 años, concurren circunstancias como el haber vivido la mayor parte de su vida en el extranjero, así como la brevedad de su obra pública (dos novelas y algunos cuentos) y el modo en que su obra privada ha sido tendenciosamente editada, cuando no directamente mutilada (me refiero a su correspondencia y sus diarios). Lo cual, en ocasiones ha forzado una lectura entrelíneas de las novelas para encontrar pistas vivenciales o corroborar intuiciones biográficas que ayuden a completar el retrato de la autora. Principalmente, algunas lecturas que quieren destacar rasgos queer en la historia de María Eugenia Alonso. O, de manera más frontal, como lo ha hecho Sylvia Molloy al desmontar el trabajo editorial y crítico de Velia Bosch, quien habría borrado ciertas marcas textuales que pudieran «delatar» el lesbianismo en Teresa de la Parra y la naturaleza amorosa de su relación con la escritora cubana Lydia Cabrera.
Además de lo no dicho, con Teresa de la Parra tiene mucho peso también lo que sí dijo. Por ejemplo, en su conferencia «Influencia de las mujeres en la formación del alma americana», primera de tres intervenciones que leería respectivamente en Bogotá, Barranquilla y La Habana en 1930. Allí, su opinión sobre el sufragismo, movimiento precursor del feminismo en el siglo XIX y que en la misma época de las conferencias estaba dando al fin sus primeros frutos, puede desconcertar a los lectores y, sobre todo, a las lectoras contemporáneas:
«No quisiera, que como consecuencia del tono y argumento de lo dicho, se me creyera defensora del sufragismo. No soy ni defensora ni detractora del sufragismo por la sencilla razón de que no lo conozco. El hecho de saber, que levanta la voz para conseguir que las mujeres tengan las mismas atribuciones y responsabilidades políticas que los hombres, me asusta y me aturde tanto, que nunca he llegado a oír hasta el fin lo que esa voz propone. Y es porque creo en general, a la inversa de las sufragistas, que las mujeres debemos agradecerles mucho a los hombres el que hayan tenido la abnegación de acaparar de un todo para ellos el oficio de políticos. Me parece, que junto con el de los mineros de carbón, es uno de los más duros y menos limpios que existen. ¿A qué reclamarlo?
La frase, de un conservadurismo risueño, hubiera encantado a G. K. Chesterton, quien también opinaba algo parecido al respecto. Es un ejemplo de ese feminismo sui generis, o «moderado», como le gustaba llamarlo a la propia Teresa de la Parra, que neutraliza los encasillamientos y erosiona el logos masculino: «Yo creo que mientras los políticos, los militares, los periodistas y los historiadores pasan la vida poniendo etiquetas de antagonismos sobre las cosas, los jóvenes, el pueblo y sobre todo las mujeres, que somos numerosas y muy desordenadas, nos encargamos de barajar las etiquetas estableciendo de nuevo la cordial confusión».
Esta cordial confusión, que vuelve por sus fueros, remitiría a la gracia y a un estado de gracia, entendidos como un instinto de armonía cotidiano y a la vez arquetipal, un resabio de naturaleza que la vida urbana, moderna y racional no ha logrado extirpar del todo. De allí que Teresa de la Parra apueste por un feminismo en el que la lucha por los derechos de la mujer se alcance «no por revolución brusca y destructora, sino por evolución noble que conquista educando y aprovechando las fuerzas del pasado». ¿Cuáles serían estas «fuerzas del pasado»? Creo no errar el tiro si digo que serían, por una parte, la abnegación, y, por otra, la coquetería. De ambas fuerzas dan prueba la totalidad de la obra de Teresa de la Parra.
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La abnegación está presente en sus conferencias de 1930 como el principio visible que las articula. Teresa de la Parra explica que, con ellas, había concebido «una especie de ojeada histórica sobre la abnegación femenina en nuestros países, o sea la influencia oculta y feliz que ejercieron las mujeres durante la Conquista, la Colonia y la Independencia». Este abordaje sería completado durante el propio viaje que la llevaría a Colombia, con escalas en Nueva York y La Habana, donde creyó que podía recoger impresiones sobre las mujeres modernas. Sin embargo, esta parte del proyecto se vio frustrada porque las circunstancias no fueron propicias para la escritura. «Me he quedado, pues, por todo haber con mis mujeres abnegadas. Hablando con franqueza les diré que allá en el fondo de mi alma las prefiero: tienen la gracia del pasado y la poesía infinita del sacrificio voluntario y sincero», confiesa.
Por supuesto, esta visión cándida de la historia americana y sus resultados puede que tenga poco que ver con la realidad. De la Parra es consciente de ello, pero elige creer en esta interpretación del pasado, así como pacta con la versión del Padre Bartolomé de Las Casas sobre la historia Doña Marina, la indígena que fue vendida por su propia familia para despojarla de su herencia y que terminó convertida en esposa del conquistador Hernán Cortés, dejando su huella en el devenir del continente con su prole, su inteligencia y su don para las lenguas y la diplomacia
¿Por qué esta preferencia? Pienso que, por su sola pertenencia al pasado, ya el sacrificio de sus «abnegadas» porta una forma acabada, que es un principio de belleza. No obstante, creo que tan importante como el hallazgo de un objeto antiguo, cuyas formas persisten y permiten la contemplación, es el hecho de que las mujeres que contribuyeron a la formación de la sociedad americana, y que «son innumerables, son todas», no cuentan con una historia propia, con un testimonio verbal de esa gesta civil que Teresa de la Parra llama «la concordia». Esta sería una «obra casi siempre de mujeres, es anónima; carece de elementos trágicos; no ofrece material para hacer epopeyas y la felicidad que es poco brillante, no se perpetúa en los libros, sino en los hijos, en la fusión fraternal de las razas y en la bondad humilde de la costumbre que va limando las asperezas de la vida hasta hacerla sonriente y grata».
Por supuesto, esta visión cándida de la historia americana y sus resultados puede que tenga poco que ver con la realidad. De la Parra es consciente de ello, pero elige creer en esta interpretación del pasado, así como pacta con la versión del Padre Bartolomé de Las Casas sobre la historia Doña Marina, la indígena que fue vendida por su propia familia para despojarla de su herencia y que terminó convertida en esposa del conquistador Hernán Cortés, dejando su huella en el devenir del continente con su prole, su inteligencia y su don para las lenguas y la diplomacia. Se trataría de una mentira, quizás, pero una mentira solidaria como la que defiende María Eugenia, esa que «tiende un ala protectora sobre los oprimidos [y que] concilia el despotismo con la libertad».
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Si en las conferencias la abnegación es el tema visible, en Ifigenia esta será la fuerza subyacente, mítica, de la trama. Al igual que la indígena Doña Marina, la huérfana María Eugenia Alonso regresa a Venezuela, después de una larga estadía en París, para descubrir que su tío Eduardo, a través de una serie de triquiñuelas jurídicas, le ha despojado de su herencia, la Hacienda San Nicolás que pertenecía a su padre. A partir de ese momento, su único patrimonio serán su innegable belleza, su encanto, su inteligencia y la colección de vestidos y sombreros elegantes que se trajo de París. Atributos que, junto a su marcada coquetería, de inmediato la hacen destacar en aquella Caracas pueblerina, pacata y aburrida de las primeras décadas del siglo pasado, que ella compara, por cierto, con una ciudad andaluza: «de una Andalucía melancólica, sin mantón de Manila ni castañuelas, sin guitarras ni coplas, sin macetas y sin flores en las rejas… ¡una Andalucía soñolienta que se había adormecido bajo el bochorno de los trópicos!».
La coquetería, para María Eugenia, será una declaración de principios y posteriormente un mecanismo de sobrevivencia. Cuando conoce a Mercedes Galindo, mezcla de madre sustituta y amiga íntima, con quien comparte el culto de París, el glamour y la concupiscencia, la coquetería se convertirá en una manera de diferenciarse de la mediocridad del entorno caraqueño y de las yermas costumbres de la casa familiar, donde reinan la Abuelita y la tía Clara, paradigmas de la mujer abnegada, sumisa y religiosa. La casa de Mercedes Galindo es un oasis de disipación y buen gusto, en el que la coquetería es un espectáculo privado, entre esas dos mujeres, cuyos adornos, formas de hablar e ideas hacen de lo femenino encarnado en ellas un atisbo de los tiempos modernos que no llegarán a disfrutar.
Sin embargo, este oasis se revela pronto como un espejismo, pues Mercedes, en conciliábulo con el tío Pancho, empezará a mover los hilos para que María Eugenia se case con Gabriel Olmedo, un joven médico y libre pensador. Esta parte de la trama marca el comienzo del descenso de las aspiraciones de libertad de María Eugenia, la progresiva mutilación de sus alas. En principio, Gabriel Olmedo solo le interesa como estímulo a su propia vanidad, como público selecto del espectáculo de su coquetería. Sin embargo, una discusión familiar hará estallar la burbuja fantasiosa en la que ha vivido desde su regreso. La Abuelita es quien, después de reprocharle su amistad con Mercedes Galindo, le dice: «Y en cuanto a Gabriel Olmedo, ese necio, ese petulante […]. No se casará nunca contigo, no; no es hombre que se casa con nadie, y mucho menos con una mujer tan pobre como eres tú… Si acaso, después de divertirse un tiempo se burlará de ti: ¡ya lo verás!».
El recordatorio de su pobreza llevará a María Eugenia a ver con buenos ojos a Gabriel Olmedo y a entusiasmarse con el futuro que le dibuja Mercedes Galindo con sus artes de celestina. Este convencimiento, paradójicamente, se reforzará en una de las escenas más conmovedoras de la novela, cuando la apariencia de felicidad de Mercedes se resquebraja y esta le revela el martirio de su vida de casada. En su desgarrada confesión están algunas de las imágenes más duraderas, lúcidas y valientes, de esta obra. Frases que apuntan al horror y al misterio de esa especie de vocación de servidumbre que atenazaba a las mujeres a los maridos:
«no sé si es la fuerza de la costumbre, como decías tú antes, si es miedo, si es debilidad, si es sumisión de esclava, o si es compasión… Yo creo que será compasión, pero no lo sé bien. Hay algo, María Eugenia, que amarra mucho más que el mismo amor, y es el saber que somos indispensables a la vida de otro, como la madre es indispensable a la vida del hijo que no ha nacido todavía. ¡La conciencia de sabernos indispensables nos lleva hasta el heroísmo de dar poco a poco nuestra existencia toda, sin dejar nada de ella para nosotras mismas!».
Tanto el reproche de la Abuelita como la confesión de Mercedes serán como oráculos que predecirán el destino de María Eugenia. Gabriel Olmedo terminará casándose con otra mujer, y el novio con el que finalmente María Eugenia va a contraer matrimonio, César Leal, da muestras suficientes de ser un sojuzgador de la misma calaña que Alberto, el marido de Mercedes. Al final, faltando pocas semanas para que se consume el matrimonio, Olmedo reaparece para resarcir la incumplida promesa de amor y le pide a María Eugenia que se fugen juntos. Esos hombres son las dos opciones que le plantea la vida. Existe un drama en la elección, por supuesto, pero lo que desconcierta es ver cómo María Eugenia, a lo largo de la novela, parece caminar hacia el cadalso de una u otra celda, de uno u otro hombre, oscilando entre el llanto y la voluptuosidad. Una coquetería menguante pasa a ser el único rasgo que permite identificar a la María Eugenia de la primera parte con la María Eugenia del final de la novela. Ella misma es consciente de lo indescifrable de sus motivos, eso que llama «el enigma obsesionante de mí misma». Quizás lo que hace de María Eugenia Alonso un personaje fascinante es que en ella la coquetería es abnegación. Es esa «simultaneidad del sí y del no» que es, para George Simmel, la fórmula de la coquetería. Fuerza entrañable de caos, terrorismo grácil de lo femenino, llamado a establecer al final de los tiempos el reino de la cordial confusión.