«Sin embargo, Negra espalda del tiempo tiene un lugar crucial en su obra. Por una razón: sin esta falsa novela, acaso no habría tomado cuerpo la enorme novela verdadera que es Tu rostro mañana, la casa en la que Marías viviría durante una década»

POR JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Fotografía de Lisbeth Salas

Desde su publicación, hace puntualmente un cuarto de siglo, Negra espalda del tiempo tuvo para Javier Marías un lugar especial, pero no siempre por buenas razones. Sentía de alguna manera que la novela –la «falsa novela», como la llamó desde el principio– había provocado más malentendidos de los deseables, o que no había sido recibida como él hubiera querido que lo fuera, o que no había contado con el favor de los lectores como lo hicieron las dos novelas precedentes: Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. «Yo lo aprecio especialmente», me dijo en cierta ocasión, durante una conversación pública, «pero es un libro quizá menos leído de lo que a mí me habría gustado».

Es posible que tuviera razón. Los deslindes delicados entre ficción y realidad, la utilización de la novela para ajustar cuentas o debatir agravios, la renuncia a cualquier forma de trama, incluso la utilización deliberadamente ambigua de ilustraciones o documentos o fotografías que parecen aparecer como material probatorio, pero a veces llevan intenciones más inescrutables: sí, varios elementos de la novela pudieron desorientar a los lectores. (Yo recuerdo bien la maravillosa impresión de desconcierto que sentí ante esas imágenes. Se repitió al año siguiente, cuando leí Vértigo, de WG Sebald, en la traducción inglesa. Entre los híbridos maravillosos de Sebald y la novela de Marías hay un parentesco remoto, pero eso es tema de otra reflexión). Con el tiempo he llegado a la tímida convicción de que Marías fue el primer desorientado por su criatura impredecible, o el primero en conceder que se había adentrado en territorios nuevos y pantanosos, y su desorientación o su extrañeza se manifestaron de formas diversas. Los memoriosos recordarán, por ejemplo, que Marías les pidió disculpas a los periodistas por la decisión de no dar entrevistas sobre el libro: en Negra espalda del tiempo, explicó, se hablaba de cosas que el pudor aconsejaba escribir, pero no comentar en público. Los más memoriosos recordarán además que Marías llegó a entrever la posibilidad de que la novela tuviera más de un volumen: una segunda parte, como anunció en la novela misma, e incluso una tercera. Nada de eso ocurrió. Marías ya no volvió por estos terrenos.

Sin embargo, Negra espalda del tiempo tiene un lugar crucial en su obra. Por una razón: sin esta falsa novela, acaso no habría tomado cuerpo la enorme novela verdadera que es Tu rostro mañana, la casa en la que Marías viviría durante una década. Hay misteriosas identidades entre las dos obras, o misteriosos lugares de contacto, o descubrimientos que hizo Marías en la primera y acabaron encarnando en el gran proyecto siguiente. No puedo no pensar, por ejemplo, en la preocupación esencial de Negra espalda del tiempo, columna vertebral de esta novela desvertebrada: la meditación constante sobre la influencia que tienen las historias contadas en las vidas vividas. Como bien saben sus lectores, Negra espalda del tiempo nace de Todas las almas, y su objetivo es explorar una serie de sucesos que tuvieron lugar como consecuencia de ese libro, pero la novela se abre cuestionando desde su segundo párrafo la posibilidad misma de hacerlo: la posibilidad de contar lo que ha pasado. Dice el narrador Javier Marías, que haremos bien en no identificar –o por lo menos no siempre– con el autor:

«La vieja aspiración de cualquier cronista o superviviente, relatar lo ocurrido, dar cuenta de lo acaecido, dejar constancia de los hechos y delitos y hazañas, es una mera ilusión o quimera, o mejor dicho, la propia frase, ese propio concepto, son ya metafóricos y forman parte de la ficción. ‘Relatar lo ocurrido’ es inconcebible y vano, o bien sólo es posible como invención».

No: relatar lo ocurrido, lo que todos creemos hacer todo el tiempo y sin descanso, no es en el fondo posible. Pero eso es, no obstante, lo que el narrador de la novela tratará de hacer: «Voy a relatar lo ocurrido o averiguado o tan sólo sabido –lo ocurrido en mi experiencia, o en mi fabulación, o en mi conocimiento, o es todo sólo conciencia que nunca cesa– a raíz de la escritura y divulgación de una novela, de una obra de ficción».

Por supuesto, no se trata solamente de que el libro entero nazca de otro libro, ni de que los libros escritos tengan consecuencias en el mundo no escrito; se trata también de las muchas maneras en que narrar tiene consecuencias imprevisibles y a veces indeseables sobre lo narrado. Lo que sugiere Negra espalda del tiempo es que narrar es un acto de intervención (y, lo cual resulta más aterrador, de modificación) de lo narrado. No puedo evitarlo: Tu rostro mañana no me parece nada menos que la exacerbación de esta intuición bella y peligrosa. ¿Quién es Jacobo Deza, el narrador esforzado que está a cargo de las 1.600 páginas de la novela? Es un hombre que ha sido contratado por los servicios secretos británicos debido a su talento para observar a los demás y adivinar de qué serán capaces en el futuro. Cada persona cuenta una historia o la representa; cada persona es como un libro que Jacobo Deza debe leer e interpretar. Sus superiores le hacen preguntas acerca de la persona en cuestión, y él contesta como puede, a pesar de «lo que todos sabemos: que nadie puede estar seguro de nada, a no ser que haya hecho o haya tomado parte o haya sido testigo». Pero ésas no son respuestas que Deza se permita: nunca dice no lo sé, o cómo puedo saberlo.

«Algo aventuraba siempre tratando de ser sincero, esto es, tratando de ver algo antes de decirlo, y evitando hablar por hablar tan sólo, o sólo porque de mí se esperase que hablara. Procuraba ponerme al menos en la situación o hipótesis a que me arrojaba cada pregunta de mis superiores o mis compañeros. Y lo más curioso o lo más aterrador era que en todas las ocasiones acababa por ver algo o por vislumbrarlo (quiero decir que no lo inventaba, no eran visiones ni astutas fábulas)».

Su labor era insistir, seguir mirando, ir más allá, sostener la indagación, no detenerse donde otros se hubieran detenido, continuar observando y escuchando los relatos ajenos a pesar de que hacerlo sea a menudo perder el tiempo. Porque lo importante «está siempre ahí, en el tiempo perdido». Así lo dice Tupra, y remata con una frase que para Marías era la síntesis de muchas cosas: lo importante suele estar «allí donde uno diría que ya no puede haber nada».

En 1996, dos años antes de la publicación de la falsa novela, apareció en la prensa de Alemania y de España un breve artículo titulado «La negra espalda de lo no venido». Era un encargo: se trataba de que un puñado de novelistas escogiera un verso predilecto, o una línea de prosa, e hiciera un comentario al respecto. Marías escogió, para sorpresa de nadie, un verso de Shakespeare: las palabras herméticas de Próspero en La tempestad: «What seest thou else in the dark backward and abysm of time?» O bien, en traducción libre: «¿Qué otra cosa ves en la negra espalda o abismo del tiempo?» Marías se pregunta en su artículo qué significa ese verso difícil. Y encuentra la clave, o una clave posible, en unos versos de Jorge Manrique:

«Pues si vemos lo presente
Cómo en un punto se es ido y acabado,
Si juzgamos sabiamente,
Daremos lo no venido
Por pasado».

«Lo que dice Manrique es bastante insólito», escribe Marías. «Lo no venido, esto es, lo no llegado, lo no sucedido, lo no existido, no debemos seguirlo esperando sino darlo ya por pasado. No dice que debamos darlo por imposible, ni tampoco descartarlo u olvidarlo, no dice que no contemos con ello sino que lo demos por pasado, o lo que es lo mismo, por incorporado a nuestra vida y nuestro saber y nuestra experiencia. En otras palabras, por recordado. Y se me ocurre que quizá sea eso, lo que no viene y sin embargo es pasado, lo que discurra por aquella negra espalda y abismo del tiempo».

Pensar en lo que hubiera podido suceder como si ya hubiera sucedido y formara parte de nuestro pasado: ¿no es eso lo que hacemos cuando escribimos ficciones, o aun cuando las leemos? A Marías nunca le gustó el uso del presente del indicativo como tiempo para narrar, pues le parecía que esa prosa conseguía difícilmente alzar el vuelo, pero a veces se me ocurre que la razón podía ser acaso distinta o por lo menos múltiple: el contrato tan extraño por el cual aceptamos que lo narrado le ocurrió al narrador (forma parte de su experiencia y su saber, y por lo tanto tiene la autoridad del testimonio), la convención del tiempo pretérito a la cual nos hemos acostumbrado aunque no sea más artificiosa que las alternativas, era inseparable para Marías de su concepción del hecho mismo de narrar, tan frágil, tan vulnerable. «Sobre la dificultad de contar»: así se titula su discurso de ingreso a la Real Academia Española. La ficción de Marías está orientada toda hacia el enfrentamiento con esas dificultades, esos retos; hacia la construcción de un espacio donde las cosas se puedan contar efectivamente y asuman una forma definitiva. «El novelista que inventa es el único facultado para contar cabalmente», dice Marías. Por eso son imprescindibles las ficciones: porque «necesitamos saber algo enteramente de vez en cuando, para fijarlo en la memoria sin peligro de rectificación». Me gusta que hable de fijar en la memoria asuntos que no han sucedido, hechos y personajes que pertenecen a la imaginación, pues no de otra cosa trata el poema de Manrique. Las ficciones, que fijan en la memoria lo no sucedido, nos permiten acaso conocerlo mejor de lo que conocemos lo sucedido en realidad.

Escribir ficción (o leerla) es una pérdida de tiempo, una actividad redundante o superflua, a menos que en ella encontremos algo que no podamos encontrar en ninguna otra parte: si admitimos este reclamo sin duda excesivo, algún esfuerzo habremos de hacer por identificar el ingrediente único, eso que Hermann Broch tenía en mente cuando decía que la única razón de ser de la novela es decir lo que sólo la novela puede decir. ¿Por qué es realmente necesaria la ficción? Vuelvo al discurso de Marías en la RAE:

«Suele hablarse –yo mismo lo he hecho en otras ocasiones– de la parvedad de nuestras existencias reales, de la insuficiencia de limitarse a una sola vida y de cómo la literatura nos permite asomarnos a otras o incluso vivirlas vicariamente, o atisbar las nuestras posibles que descartamos o que quedaron fuera de nuestro alcance o no nos atrevimos a emprender. Como si precisáramos conocer lo improbable además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo remoto, lo negado y lo que pudo ser, además de lo que fue o lo que es; y, por supuesto, dialogar con los muertos».

Lo improbable, lo conjetural, lo hipotético, lo que nunca ocurrió: todo eso forma parte de nuestra experiencia, y necesitamos conocerlo igual que necesitamos conocer lo probado y lo ocurrido. Y sólo las ficciones pueden visitar el lugar donde todo aquello existe: la ficción es la memoria de lo que no ha ocurrido y sin embargo seguirá ocurriendo para siempre. «Es una maldición, el presente, no nos deja ver ni apreciar nada», dice Peter Wheeler en Fiebre y lanza. «A quién se le ocurriría que vivamos en él, nos jugó una mala pasada». Para Javier Marías, me atrevo a decir, la ficción es acaso la única forma de remediar esta broma cruel que nos han jugado. Ver lo que no ha ocurrido todavía, como Jacobo Deza, o dar lo no venido por pasado, como sugiere Jorge Manrique, son formas de abrir un espacio para que en él exista lo que no admite nuestro cruel presente, y la negra espalda del tiempo es el lugar donde dialogamos con nuestros muertos. Sólo por eso es imprescindible: ¿dónde más conseguiríamos algo semejante?

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