En aquella Barcelona, que era entonces la capital cultural de España, vivían cinco de los poetas que descubrió y presentó José María Castellet en 1970. En el centro del grupo se encontraba Ana María Moix, que era como el hada Campanilla de la historia de Peter Pan, rodeada por tres Niños Perdidos, Pedro Gimferrer, Leopoldo Panero y yo. Y personas inolvidables como Carmen Balcells, Carlos Barral e Yvonne, José María Castellet e Isabel, Cuca y Jorge de Cominges, José Donoso y Pilar, Gabriel Ferrater, Jaime Gil, José Agustín y Luis Goytisolo, Jorge Herralde y Lali, José-Carlos Mainer y Lola, Joaquim Marco, Juan Marsé, Ramón Moix (antes de ser Terenci), Beatriz de Moura, Jordi Nadal, Rosa Regàs, Margarita Rivière, Eugenio Trías, Mario Vargas Llosa y muchos más.

La Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central es para mí un lugar rodeado de la aureola del mito y de los sueños. En ella se decidió en buena parte mi vocación literaria gracias a José Manuel Blecua, a quien tuve de profesor. A Blecua, que era un gran experto en el Barroco, es natural que el grupo Cántico de Córdoba le interesara, especialmente, la obra de Pablo García Baena. Me prestó ejemplares de la revista y me sugirió y dirigió la memoria de licenciatura sobre el grupo Cántico que presenté en 1975 y publiqué en 1976. La asociación de Cántico con Desolación de la Quimera, de Luis Cernuda, fue inmediata. Poco después, compré en la Librería Francesa de Barcelona la antología bilingüe de Cavafis, en traducción francesa; y con Rubén Darío, Cernuda, Cavafis y García Baena tuve la inspiración básica para mi primer libro de poemas, que se escribió desde el verano de 1965 al de 1966, y se publicó en febrero de 1967, cuando tenía diecinueve años, y no veinte, como se dice y escribe.

Aquella Barcelona de hace cincuenta años evoca también las ilusiones que todos poníamos en el inminente fin de la dictadura. He contado, en un reciente artículo (de mayo de 2018, en Revista de Libros), mi participación en la Caputxinada, el encierro que se produjo, entre el 9 y el 11 de marzo de 1966, para fundar el Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona, en el convento de capuchinos de Sarriá. Aquel acto de desafío y resistencia estaba destinado a desprestigiar y reemplazar el oficial Sindicato Español Universitario (SEU), y recuerdo parte de la canción que con ese motivo, y adoptando la melodía de la de Hervé Vilard, entonces muy en boga, Capri, c’est fini, se cantaba, y cuyo estribillo era: «Ya matamos el SEU [al «suyo», en catalán], / ya tenemos el nuestro». La asamblea finalizó con el allanamiento del convento por las fuerzas de orden público el día 11. A quienes nos encontrábamos en el interior se nos exigió la entrega del dni y fuimos objeto de una ficha policial.

En la Caputxinada participó Manuel Sacristán, notorio miembro del Partido Comunista de Cataluña, profesor de la Facultad de Económicas, donde yo estudiaba, y muy querido por sus alumnos. El contrato como profesor interino no le fue renovado el curso siguiente al mío y ocupó su lugar un hombrecillo tímido e insustancial que le iba muy a la zaga. Corrió el rumor de que era miembro del Opus Dei y unos cuantos estudiantes, uno de los cuales era yo, irrumpió, un mes después de la Caputxinada, en el aula, y uno tras otro le arrojamos a la cara huevos y monedas de una peseta. Con el antecedente del convento de Sarriá, me abrieron un expediente académico en abril de 1966, con la intención de expulsarme de la Universidad y del colegio mayor. De lo segundo no pude zafarme, pero de lo primero sí, gracias a la falsa coartada que me proporcionaron, entre otros, Joan Hortalà y Julio Busquets, que me conocían y apreciaban por haber sido mis profesores en Económicas.

El acontecimiento más importante para mí de los años de estancia en Barcelona fue, naturalmente, la antología de José María Castellet, aparecida en 1970. Castellet, el ideólogo oficial del compromiso literario en los años sesenta, realizó con ella una insólita pirueta ideológica y estética, responsable, sin duda, de su notoriedad hasta hoy. Se ha dicho y repetido que la antología marcó la emergencia de una generación que pretendía dar la puntilla a la poesía social, lo cual no es toda la verdad. Primero, porque se trataba, en realidad, de dar una alternativa a la poesía confesional primaria, tanto si la confesión era un mensaje doctrinario como autobiográfico neorromántico. Segundo, porque la poesía social había fallecido ya y su defunción había sido certificada por la vanguardia de quienes la habían practicado, proclamando que la coartada ideológica para escribir con torpeza había caducado. Por eso, Castellet, Gil de Biedma y Barral nos comprendieron y apoyaron.

*

Todo lo dicho hasta ahora corresponde a esa época de iniciación, en el pensamiento, el amor y la literatura, que se llama juventud y deja un recuerdo grato, el de la felicidad que nos dibuja sin querer una sonrisa. He de terminar volviendo a mi pregunta inicial: cómo veo la Barcelona de 2018 en comparación con la de 1968. Aquí el recuerdo amable deja paso a una zona gris que no lo es sólo en Barcelona y Cataluña, sino en España toda y en la misma Europa.

Antes les decía que fuimos devoradores de libros. Libros y cine nos encandilaban con grandes pasiones y sombríos destinos y, así, nos proporcionaban una educación sentimental; pero, al ser una forma de rebelión contra la dictadura y la censura, también un pensamiento propio, que nos hizo inmunes a la propaganda. Creo que lo uno y lo otro han desaparecido hoy o se mantienen sólo de forma residual, por obra de la manipulación y la oligofrenia de la escuela y los medios y canales de comunicación de masas. El grotesco y cotidiano espectáculo de tantísimas personas incapaces de manejar el léxico y la sintaxis deja de tener gracia cuando recordamos que no se puede pensar al margen del lenguaje. Y los que no piensan están indefensos ante el eslogan que les vende un electrodoméstico, un héroe deportivo o un agitador populista. El peligro de degradación de la democracia está servido.

Europeísmo, cosmopolitismo, tolerancia y apertura sin límites eran hace cincuenta años una ilusión juvenil, el espejismo de un paraíso que se ha esfumado. En la Unión Europea falta el mínimo respeto de cada uno de sus miembros a la soberanía jurídica de los demás, como han demostrado los recientes desacatos de Alemania y Bélgica a España. No se afronta con el debido rigor el hecho de que no todas las culturas son igualmente respetables, ni la incompatibilidad entre la occidental y las que vulneran los derechos humanos fundamentales, en especial, los de las mujeres. No se tiene el valor de asumir que la democracia es un club en el que no deben ser admitidos quienes se aprovechen de sus ventajas para destruirla. El legítimo sentido de la tolerancia es que no haya ni un ápice de ella para los intolerantes.

La tan ansiada Constitución, recibida como agua de mayo, ha resultado ser un engendro contradictorio que proclama una igualdad de todos los españoles inherentemente incompatible con el fraccionamiento autonómico; debería ser reformulada hacia la recuperación de competencias por el Estado central y no hacia su mayor dispersión. Sufrimos un ecosistema en el que partidos e instituciones, cuya finalidad declarada es destruir el orden constitucional, o disfrutar de privilegios dentro de él, no son inmediatamente prohibidos y disueltos, al mismo tiempo que sobre los tradicionales se cierne una sombra de corrupción y de sospecha.

En cuanto a Barcelona, se ha perdido algo que hacía de esta ciudad la capital cultural de España y una de las primeras de Europa: además de su plantel de editoriales, la convivencia pacífica de lo diverso y lo plural. Durante los años que pasé en ella, no observé la menor fricción entre el castellano o español y el catalán. Era una sociedad perfectamente bilingüe, que practicaba espontáneamente y avant la lettre lo que la Constitución de 1978 vino a acuñar como cooficialidad, algo que pasó ipso facto, y gracias a la misma Constitución, de la cuna a la sepultura, diciéndolo en palabras de Quevedo.

Habría que recordar más a menudo el artículo tercero del título preliminar de la Constitución: tenemos el deber de conocer y el derecho a usar el castellano en todo el territorio nacional y también en cada comunidad, la correspondiente lengua propia. El deber lo es siempre de conocer, nunca de usar. Es decir, que, en una comunidad con lengua propia, junto con la común y nacional, cada cual escoge con libertad de cuál de ellas quiere ser usuario activo (hablarla y escribirla), lo que implica automáticamente que, si escoge sólo una, lo es pasivo de la otra (la entiende, sin más). Ello no impide que lo sea activo de las dos si quiere y sabe, pero sí que sea obligado a convertirse en usuario activo de una cualquiera de las dos. Dicho de otro modo, tiene el deber de entender las dos y el derecho a usar una de ellas, o las dos, aunque no el deber de usar ninguna en concreto.

El bilingüismo pacífico, que por sentido común los territorios con lengua propia han practicado de forma espontánea durante siglos, desapareció tan pronto lo consagró nominalmente la Constitución, para dar paso a los abusos del pensamiento totalitario, que son secuela y escuela del nacionalismo regional cuando detenta las competencias en educación: la llamada inmersión (palabra ominosa, que implica muerte por asfixia), la interposición de barreras lingüísticas artificiales en el mundo laboral y en el funcionariado y el lavado de cerebro y el adoctrinamiento en la escuela. Esas prácticas, además de vulnerar la Constitución, son caldo de cultivo del enfrentamiento y del colapso social y una pérdida de tiempo y esfuerzo para buena parte de los residentes, los inmigrantes y los estudiantes extranjeros. Hay en el mundo unas siete mil lenguas; cabe preguntarse cuántas merecen ser enseñadas a quienes no las tienen como lenguas maternas y, especialmente, cuántas merecen serlo por la fuerza.

Hemos visto utilizar bebés como escudos humanos en los cortes de autopistas, acosar a hijos de guardias civiles en sus centros de estudio y a profesores en sus centros de trabajo. Hemos sido testigos de la violencia activa el 20 de septiembre de 2017, de la violencia cómplice de las inactivas fuerzas de seguridad autonómicas y de la violencia hipócrita de los débiles, mujeres y ancianos que se aprovechan de su condición para autoconstituirse en escudos humanos y coaccionar con su indefensión, en un acto de hostilidad que no deja de serlo por ser pasiva, a los representantes del orden legítimo, para impedirles cumplir con su deber y acusarlos luego de una violencia premeditadamente provocada y dolosamente exagerada.

Se ha perdido algo que es consustancial a la convivencia: el respeto al significado de las palabras, en un ejercicio de superchería, secuestro y envenenamiento semántico de enorme amplitud y desfachatez totalitaria. Quienes se han propuesto dar en Cataluña un golpe de Estado denominan «golpe de Estado» a la respuesta tímida y blanda que han recibido, olvidando que no puede haber golpe de Estado sin Estado y que Cataluña tiene Gobierno, pero no Estado ni soberanía. Quienes atacan llaman «atacante» al atacado cuando se defiende. Eso y muchas cosas más desde el indebido poder que detentan, la educación con la que intoxican y los medios de comunicación con los que desinforman y mienten, y gracias a la dejadez y la negligencia, la dejación de funciones, la cobardía y, últimamente, la complicidad de los ineptos que gobiernan en Madrid.

Quienes en Barcelona y en Madrid llevan camino de hacer de Cataluña una nueva versión de Irlanda y de Chipre no tienen perdón para quienes conocimos Barcelona hace cincuenta años. Nos han privado de una parcela insustituible de nuestra juventud y de las certidumbres e ilusiones propias de esa época de la vida. Lo digo sin acritud ni hostilidad y reformulando un verso de Jaime Gil de Biedma (de «Ribera de los alisos»): con más tristeza que rencor de conciencia engañada.

 

Convierto aquí en artículo la conferencia que una institución cultural de Cataluña me invitó a pronunciar el 29 de octubre de 2018 en Barcelona. No pude hacerlo en su totalidad, ya que, cuando estaba exponiendo el significado del artículo tercero del título preliminar de la Constitución, los organizadores del acto lo dieron por terminado y me impidieron seguir haciendo uso de la palabra, sin duda al sentirse amenazados por la hostilidad que parte del público había mostrado desde el comienzo del acto.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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