POR MERCEDES CEBRIÁN
Fotografía de Lisbeth Salas

Tengo diez libros de César Aira en casa. Como uno de ellos incluye diez novelas cortas suyas, tengo en realidad diecinueve libros de Aira en casa, lo cual es solamente una ínfima parte de su producción literaria. ¿Estarán sus obras más representativas en estos volúmenes? No me preocupa demasiado este asunto: me he encariñado con ellos igual que otros lectores defenderán a ultranza otras obras del autor argentino, que ha ido publicando en editoriales independientes argentinas, en multinacionales de la industria del libro y hasta en cooperativas minúsculas como Eloísa Cartonera.

Los argentinófilos literarios lo leemos para aprender de su libertad creativa –Aira hace lo que le da la santa gana con la escritura–, y, en mi caso, la vida también me llevó a estudiarlo formalmente, si es que eso sirve para algo, en un curso de posgrado universitario con el también escritor Reinaldo Laddaga, cuando aún no necesitaba yo gafas de cerca. Aira se deja estudiar muy bien porque su obra nos habla de los problemas del artista de hoy, no tanto de los económicos sino de los conceptuales, y para generar debate y exponer los temas predilectos del campo de los estudios culturales, Aira viene que ni pintado.

En aquellas sesiones académicas orquestadas por Reinaldo Laddaga obtuve algunas pistas que pueden servir para leer mejor a Aira. No sé si a él le gustaría que lo leyeran consultando un manual de instrucciones, por eso lo que sigue son más bien sugerencias sobre cómo y por dónde empezar a trinchar sus textos, como si fuesen el pavo al horno enorme del Día de Acción de Gracias o, mejor y más argentino, una res al fuego en una parrilla de campo.

Una de ellas es percatarse de su constante evocación de la clase media, en contraposición con cierta literatura de vanguardia que se decanta más bien por explorar los márgenes de la sociedad. Eso aprendí en mis clases y lo constaté en novelas como Las noches de Flores, La villa o La guerra de los gimnasios, donde Flores, su barrio porteño, es el escenario de muchas de las historias, protagonizadas por sus habitantes.

Quien se sienta estafado porque el narrador incumple lo que parecía prometernos al principio del texto no ha de leer a Aira para evitar indignarse

Otra pista útil que nos tiró Laddaga fue considerar que Aira escribe desde una crisis de la literatura, desde un no saber si el público lector –el lectoespectador, como acertadamente define Vicente Luis Mora al público actual– seguirá leyendo o si abandonará esta práctica por obsoleta. Además, Aira habla de sus libros dentro de sus propios libros. El título de uno de mis favoritos, la brevísima novela Cómo me reí, se refiere al comentario que le hacen muchos de sus lectores al concluir una novela suya: «cómo me reí con tal o cual obra». Y él, incómodo tras escuchar tantas veces la frase, empieza su libro con esta respuesta: «Deploro a los lectores que vienen a decirme que “se rieron” con mis libros, y me quejo amargamente de ellos». Lo que podría parecer en un principio un ensayo autobiográfico sobre la recepción de su obra, acaba siendo una guirnalda de historias de infancia y juventud en su pueblo de entonces, Coronel Pringles, ensambladas con reflexiones sobre lo difícil de la comunicación entre los humanos y otras mil ideas procedentes de su chistera sin fondo.

Esta característica manera de guiarnos por zonas que no esperábamos transitar durante la lectura de sus páginas es otra de las particularidades de la literatura del autor argentino. Quien se sienta estafado porque el narrador incumple lo que parecía prometernos al principio del texto no ha de leer a Aira para evitar indignarse. Un buen ejemplo, de los muchos rescatables, se encuentra en la breve crónica titulada En la Habana (Literatura Random House), donde el narrador, alter ego de Aira, comienza contándonos sus impresiones tras visitar la casa de Lezama Lima en la capital cubana, para seguir hablándonos de cómo se construyen las historias en un texto literario, de pavos reales y de las instrucciones de limpieza de un fusil Remington. Aira despliega en él sus más altas dotes de flautista de Hamelin, capaz de llevarnos donde quiere con las melodías de su instrumento, que en su caso es la palabra escrita.

Leer las declaraciones del propio Aira acerca de su obra en las entrevistas que circulan por ahí es, además de placentero, práctico. Sus explicaciones funcionan como el prospecto de su propia obra, pues incluyen todo eso que se ha de saber antes de empezar a leerlo, en pequeñas o grandes dosis. Yo al menos confío en lo que los autores declaran sobre su propia obra. Esta cita suya, sin ir más lejos, es de lo más revelador: «Todos mis amigos y maestros fueron poetas, incluidos de un modo u otro en la estela del surrealismo. De ellos tomé el procedimiento y los gestos». Y esta otra, más aún: «Lo mío fue, y sigue siendo, el dibujo laborioso de una escena, y al día siguiente otra, como los collages de Max Ernst o las cajas de Joseph Cornell».

Me cuadra totalmente este vínculo entre Aira, Ernst y Cornell, pues los tres son unos constructores de imágenes especializados en fabricar poderosas obras a base de restitos y piezas procedentes de la realidad o de otras obras que encontraron por ahí. No en vano Aira ha escrito tanto sobre arte contemporáneo: en cualquiera de sus novelas se deja ver, pero particularmente en obras como su ensayo Sobre el arte contemporáneo (Literatura Random House) o en el breve texto Artforum (Blatt y Ríos), pero también en Un episodio en la vida del pintor viajero (Literatura Random House), cuya inspiración para escribirlo la obtuvo mientras miraba el lienzo de Mauricio Rugendas titulado El malón en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires.

Así que me parece que no hay que preocuparse por cuál es el libro indicado para comenzar a leer a Aira. Su obra es un continuo, algo que remite a lo loncheable, pero en el mejor sentido –quien firma esto es defensora acérrima de la caña de lomo ibérico–, por lo tanto, se podría escoger al azar qué leer primero, una práctica muy surrealista que sería del gusto del propio escritor.