«Un efecto flotante, ambiguo, que deje dudas sobre lo que se propuso el autor, es el ideal literario»Por Frank Báez
Siempre quise hacerle una entrevista a César Aira. Desde hace décadas, el escritor argentino no ofrece entrevistas en su patria y las raras veces que accede a una es cuando está en el extranjero. Al visitar Argentina en el 2010 traté de entrevistarlo, pero no logramos concretizar nada y me olvidé del asunto. Sin embargo, dos años después, recibí un mail suyo en que anunciaba un viaje a Santo Domingo para participar en nuestra feria del libro. Hay un adagio que plantea que no debemos conocer a nuestros autores favoritos, pero en el caso de Aira conmigo no aplicó: su trato generoso y su conversación inteligente y divertida me hicieron admirar aún más su obra.
Han pasado diez años de ese encuentro y la narrativa de Aira sigue expandiéndose por el universo como un hoyo negro que se traga todo lo que le sale al paso. Varios de sus libros se han traducido a diversas lenguas y las traducciones han sido bien recibidas, incluso en el 2015 fue nominado para el Man Booker International Prize. Ese mismo año con la publicación de El santo, Random House inauguró la Biblioteca Aira, proyecto que busca publicar su vasto catálogo. En el 2018 su obra —compuesta básicamente de novelas breves, pero también de cuentos, estudios literarios, ensayos, crónicas, diarios y obras de teatro— superó los cien títulos. Además, en los últimos años ha recibido el premio Roger Caillois, el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas y el Premio Formentor. También ha aparecido como candidato al Nobel de Literatura, premio que Aira asegura no va a recibir, pero que yo y muchos lectores confiamos que sí.
«Lo difícil es escribir, no escribir bien. En los talleres literarios se puede aprender a escribir bien, pero no a escribir. Para escribir bien hay recetas, consejos útiles, un aprendizaje. Escribir, en cambio, es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida». Las palabras anteriores, tomadas de Continuación de ideas, lo retratan a cabalidad. Con cincuenta años de labor literaria ininterrumpida y con la publicación de al menos dos libros por año, Aira ha pasado de ser escritor de culto a convertirse en maestro indiscutible de las letras y uno de los escritores más influyentes de Hispanoamérica. Su ingenio, su osadía y su originalidad han transformado la novelística de nuestra lengua del mismo modo que casi un siglo atrás Vallejo —otro César— lo hizo con la poesía. De acuerdo con los especialistas, su interés por el procedimiento y su trabajo vanguardista abrieron un nuevo cauce en la literatura hispanoamericana del que han abrevado nuevas generaciones de escritores. Constantemente lectores y escritores lo homenajean: Los Años Aira de Alberto Giordano acaba de publicarse y el año pasado apareció como personaje central en una novela del español Juan Tallón. De igual modo, su alcance ha trascendido la literatura y muchos músicos, artistas visuales y cineastas han reconocido su influjo.
En cuanto a Aira, indiferente a su fama, se sienta en mesas de cafés de Buenos Aires a pergeñar sus dos o tres cuadrillas diarias.
La entrevista que aparece a continuación no pudo hacerse en Buenos Aires como yo habría querido y tuvo que realizarse a partir de intercambios de mails. Tal como pueden suponer, yo aproveché la oportunidad y envié un cuestionario con un montón de preguntas, inquietudes y necedades. Aira me contestó que semejante cuestionario le tomaría varios meses responderlo, no solo por la extensión, sino también porque en estos momentos está imerso en una dificil situación familiar. Así que comprimí el cuestionario lo más que pude y se lo mandé de vuelta. A los pocos días recibí estas respuestas que me conmovieron mucho y que incluyo sin cambiarles ni una coma.
Con todo, “novelita” tiene el mérito, para mí, de mantener la alusión a la novela, no sólo por lo romántico y fantasioso de lo “novelesco”, sino por un beneficio adicional que tiene la novela, que es lo perdonable
Los lectores se refieren a tus artefactos de ficción —generalmente de una extensión de 70 a 90 páginas— como novelitas. También tú las llamas así. ¿Por qué el diminutivo? ¿por qué novelitas?
Supongo que fue por descarte, o por pereza o falta de audacia para buscar un nombre mejor. Por ejemplo, me habría gustado Historias Extraordinarias, como llamó Baudelaire a los cuentos de Poe. En inglés hay algunos que se habrían adecuado más, como «tale» o «narrative», algo que sonara a primitivo, a cuento de los orígenes, que es un matiz, oriental si se quiere, que siempre he querido mantener en lo que escribo, y por eso es que nunca adherí a técnicas modernas del relato, saltos temporales, trueque de voces, todas esas sofisticaciones del relato. Yo empiezo por el principio y sigo en línea recta hasta el final.
Con todo, «novelita» tiene el mérito, para mí, de mantener la alusión a la novela, no sólo por lo romántico y fantasioso de lo «novelesco», sino por un beneficio adicional que tiene la novela, que es lo perdonable. A diferencia del cuento o el poema, que tienen que ser buenos de la primera línea a la última, y todas tienen que tener su razón de ser, la novela, más relajada, puede permitirse languideces o distracciones. Es cierto que si se las puede permitir es porque la autoriza la extensión, y justamente lo que me falta a mí es extensión.
Sea como sea, adecuado o no, el diminutivo tiene algo de despectivo. Si son novelitas es porque no pudieron ser novelas de verdad, y no pueden aspirar a que se las tome muy en serio. Yo me escudo en la densidad de lo breve, como si fuera una cualidad, pero lo cierto es que siguen siendo unas miserables «novelitas». En estos últimos años, con la terrible desgracia que se abatió sobre mi familia, la angustia y el dolor en el que he estado viviendo, he pensado más de una vez, o mejor dicho lo pienso siempre, que lo único que justificaría tanta tristeza sería que de ahí saliera una obra maestra, un Ulysses, unos Cantos de Maldoror, un Castillo. Pero sólo van a salir «novelitas», a lo que debería resignarme. Debería agradecer que todavía sigan saliendo. Por otro lado, en ese tema tengo una postura ambivalente: estoy de acuerdo con lo que dice Cyril Connolly, que «la única función genuina del artista es producir una obra maestra». Pero al mismo tiempo pienso que no hay que ceder al mandato extorsivo de la Obra Maestra, y escribir como se pueda.
En el 2005 publicaste Cómo me reí, una especie de crítica a los lectores que se te acercaban y te decían que habían leído tu última novelita y se habían reído mucho. En ese libro señalas con cierta ironía que no buscas el humor en tu escritura y que a ti se te da de una manera involuntaria. ¿Puedes hablar un poco del humor en tu literatura?
Desconfío del humor porque siempre está cerca de la vulgaridad de la concesión. Obliga a estar atento al gusto y el nivel de comprensión del interlocutor, es una forma degradada de la demagogia, que ya es una degradación del diálogo. Además, es una busca de efecto, necesita producir efecto, lo mendiga recurriendo a cualquier recurso, hasta la humillación y el autoescarnio, busca producir la risa, o por lo menos una sonrisa de compromiso. Eso puede estar bien para el chiste o el stand up o la televisión, pero la literatura, no por creerse superior sino, al contrario, por humildad e incertidumbre, es más prudente en la procura de efectos. Un efecto flotante, ambiguo, que deje dudas sobre lo que se propuso el autor, es el ideal literario.
Y hay algo peor todavía, y es que el humor es subordinante. El que lo practica se pone a merced del que lo recibe, le da el poder de humillarlo y aniquilarlo, con sólo mantener el gesto impasible, con un matiz de agrio, o preguntándole al vecino «¿hay que reírse?». Si fuera un poco más culto podría hacer una cita ilustre, la frase que pronunció la reina Victoria después de ver la actuación de un cómico que habían llevado para divertirla: «We are not amused».
Tienes una imaginación desenfrenada y barroca que muchos te envidiamos. Sin embargo, todo ese componente monstruoso, surrealista e irracional de tus historias lo logras contener en una prosa transparente y sencilla, de grata lectura. ¿Pudieras referirte a ese equilibrio?
He dicho más de una vez, no por gusto sino porque me lo han preguntado más de una vez, que al ser complejas y a veces retorcidas y extrañas las ideas narrativas que se me ocurren, necesito una prosa lo más limpia y clara posible para que se entienda. Más que para que se entienda, para que se vea, a través de la prosa, lo que yo vi en la imaginación. Y repetidamente recurrí al ejemplo de los elefantes con patas de mosquito de Dalí. Una imagen tan bizarra exigía un tratamiento limpio y claro, un acabado académico del detalle. Los brochazos expresionistas de un De Kooning sirven, en cambio, para una imagen tan poco bizarra como la de una mujer sentada. El ejemplo podría trasladarse al campo literario: las intrincadas máquinas de Raymond Roussel necesitan una prosa de Código Civil, académicamente detallada ella también, mientras que el juego más loco de transformaciones del lenguaje, como en el Ulysses, está ahí para registrar algo tan simple y conocido como la jornada de un pequeñoburgués.
Suena convincente, pero ya se sabe que el que busca convencer no retrocede ante los mayores sofismas y ficciones. Yo tratando de hacerme perdonar la pobreza de mi estilo traigo a colación los elefantes de Dalí y las máquinas de Roussel, pero a mí mismo me suena a impostado. Cuanto más claro es un argumento, en el campo de la escritura donde todo es oscuridad, más sospechoso. Además, éste podría ponerse al revés: Quizás yo escribo así de claro y llano porque no tengo la sensibilidad poética y lingüística para escribir con lujos barrocos, y entonces invento argumentos raros y surrealistas para poder decir que mi escritura es así de pobre por necesidad, y no porque yo no podría ser un Joyce si quisiera.
Siempre mencionas tu interés por artistas vanguardistas. Pienso, por ejemplo, en Cecil Taylor, que es protagonista de uno de tus relatos. Por cierto, en algún momento de la década pasada, antes de que este falleciera, tuvieron un encuentro en Nueva York. ¿Podrías hablar un poco de la relación tuya con la vanguardia?
Cecil Taylor fue parte, en mi juventud, de un entusiasmo vanguardista que incluía a Cage, Godard, Jasper Johns, Andy Warhol, Ligetti, Stockhausen, Rauschenberg, Twombly, los Residents, Gutai, pero también el Pierrot Lunaire, Duchamp, Dada, mil más. Los jóvenes sesentistas éramos omnívoros, y en el precario Cono Sur donde las novedades llegaban de a fragmentos intrigantes, la excitación de lo nuevo se potenciaba. Cecil era para mí el centro irradiante de esa constelación, el más radical, el incorruptible, la piedra de toque de lo «absolutamente moderno» que reclamaba Rimbaud. Yo atesoraba sus discos como antídotos contra el filisteísmo de lo popular, contra la vulgaridad de los otros, Me encerraba en mi mundo cecilcéntrico, a escuchar a Sun Ra o a ver otra vez Rose Hobart, o a admirar mi ombligo vanguardista. Tenía de dónde elegir.
Ahora bien, en esa lista, que podría extender indefinidamente, no había escritores. Los escritores iban por otro carril, y los escritores eran esencialmente Borges. Yo era muy consciente de que Borges no habría querido saber nada con ninguno de los nombres de mi lista de entusiasmos vanguardistas, y no me preocupaba. Me sentía con capacidad de llevar una doble vida. Mi idea borgeana de la literatura era la más tradicional, con la honestidad por punto de partida y de llegada, sentía horror (sigo sintiéndolo) por la llamada literatura experimental, por los enrarecimientos y oscurecimientos que no suelen ser más que confesiones de impotencia al simple escribir bien. Si es por eso, me inclino por el juego limpio de la novela policial.
Creo que de esa ambigüedad no resuelta procede cierto aire anacrónico en mis libros, un olorcillo a viejas vanguardias, lo que es una forma paradójica de calificar a esa metáfora militar, como llamaba Baudelaire a la vanguardia. Trato de sacar el mejor provecho de esta situación. Si la vanguardia es vieja, está abriendo camino en una guerra del pasado, fantasma, inactual e inefectiva, pero por eso libre de compromisos con la actualidad, y esa libertad es la que me ha permitido seguir escribiendo a pesar de todo.
Quizás yo escribo así de claro y llano porque no tengo la sensibilidad poética y lingüística para escribir con lujos barrocos, y entonces invento argumentos raros y surrealistas para poder decir que mi escritura es así de pobre por necesidad, y no porque yo no podría ser un Joyce si quisiera
Es ya conocida tu afición de escribir en los cafés. Has contado que no escribes más de una página al día, que escribes despacito, muy concentrado y que eso te da control para no tener que volver atrás a corregir. Además, escribes a mano. ¿En qué consiste tu ritual de escritura?
No diría que se trata de un ritual. En todo caso, es un ritual negativo, que consiste en esa resistencia casi invencible a empezar a escribir cada día (cada día que escribo, que son casi todos). No me pasa sólo a mí porque se lo oí decir a Manuel Puig, que al sentarse a su escritorio, con el mandato vocacional y profesional de escribir, se ponía a ordenar papeles, consultar la agenda, sacarle punta al lápiz, cualquier tarea inventada con tal de postergar el momento de escribir. A otros les pasará, a mí también, pero peor. Se me puede ir todo el día en la vacilación. Después, una vez cruzado el umbral, todo es fácil. Lo difícil estuvo antes, en el vacío. No es fácil entenderlo, ya que escribir es lo que más me gusta en el mundo. Quizás se trata de un recuerdo inconsciente del umbral biográfico en el que empezamos a escribir con la ilusión de ser escritores, y en la ansiedad cotidiana ante el comienzo lo que se reactiva es el muy justificado miedo ante semejante apuesta.
Lo curioso es que esa resistencia es tanto más fuerte cuanto más claro tengo lo que quiero escribir, cuando sé lo que voy a poner y las frases ya se están formando en mi cabeza… En esos casos se me hace más difícil que nunca empezar, lo siento inútil, la escritura material se vuelve redundante porque la mental es igual de real. Reconozco que es un tanto desalentador, pensar que da lo mismo que algo se escriba o que no se escriba. Le da una cualidad fantasmal a lo escrito, como si lo habitara lo no escrito. Es desalentador, de acuerdo, pero quizás es mejor que sea así. Habría que evitar un exceso de realidad en la literatura.
En cuanto a los cafés, cumplen una función en estas entretenidas neurosis. Si voy a uno, con mi cuaderno y la lapicera, algo hago, inevitablemente. Y sirven más allá del aislamiento y la costumbre. Un abogado amigo me contó que cuando estudiaba, como la carrera de Derecho obliga a mucha memorización de leyes y códigos, el recurso que usaba era estudiar distintos tramos de una materia en distintos cafés. De ese modo cada capítulo o pasaje quedaba adherido a un ambiente, a sus colores, formas, sonidos, y se lo podía evocar por esa vía. Sin haber estudiado a Frances Yates o a Giordano Bruno, este hombre estaba poniendo en práctica las técnicas de memoria del Renacimiento, los Palacios de la Memoria. Eso basta para darle a los cafés un poder especial sobre nuestra configuración mental y para saber a qué nos exponemos al entrar a uno.
Las editoriales independientes fueron y siguen siendo tus grandes aliadas. Muchos editores latinoamericanos me han hablado de tu generosidad con sus proyectos. Incluso alguno me contó que dos chicas ciegas empezaron una editorial, que sacaban unos libros feos, fotocopias cosidas a mano, y que la primera persona que les mandó manuscritos fuiste tú. ¿Podrías comentar tu relación con las editoriales independientes?
No fue exactamente así, pero igual fue como el comienzo de un cuento del folklore escandinavo: tres muchachas, arriesgándolo todo, hicieron un largo viaje para encontrar al escritor, y lo encontraron y el escritor las encontró a ellas, y ese fue el origen mítico de la edición independiente en la Argentina. Para mí fue una bendición porque pude empezar a escribir en breve, como quería hacerlo, y a medida que fui tomando confianza, empecé a escribir sin preocuparme por lo que dijeran o pensaran los editores en general. La edición independiente me independizó de las reglas y compromisos de la industria editorial. Fue bueno mientras duró, pero no sé si fue tan bueno que durase tanto. La edición, en sus términos empresariales, y aun en los más crudamente comerciales, es parte de la literatura, y un éxodo masivo de sus restricciones podría ser peligroso.
¿Relees tus libros años después de publicarlos o sueles olvidarlos?
No releo, y olvido. No me preocupa olvidar, al contrario, espero mucho del olvido, que es el combustible que ha hecho marchar mi trabajo. Sé que hoy tiene mala prensa, pero lo prefiero a lo que se predica en su lugar, la Memoria, la Verdad, que son esas crueldades que nos infligen los bienpensantes. El olvido también puede ser artista. Así como los escultores dicen que la Venus ya está dentro del bloque de mármol, y sólo hay que sacar lo que sobra del mármol para revelarla; del mismo modo dentro del bloque informe de la memoria está nuestra Venus, y el olvido es el que va sacando lo que sobra hasta mostrárnosla.
Recuerdo (porque también recuerdo) algo que me pasó con el olvido. Era una época en la que viajaba mucho, y escribía mucho, y no interrumpía lo que estaba escribiendo cuando viajaba, al contrario, la soledad de los hoteles, el extrañamiento de las ciudades en las que me perdía, me inspiraban más que en casa. Esta vez, en un hotel, estaba escribiendo una novela en la que, en ese momento, intercalaba un episodio basado en un hecho de mi infancia. Estaba muy satisfecho con lo que iba saliendo, tanto que me demoré y salí con atraso a un evento en que se leerían textos míos y de otros escritores invitados. Esto sucedía en Monterrey, México. El evento se celebraría al aire libre, en un pequeño parque que estaba al final de una larga calle que se iniciaba en el hotel. Fui caminando, sin darme prisa porque no soy muy entusiasta de esos eventos. Éste ya había empezado. Me faltaban unos doscientos metros para llegar cuando empecé a oír la lectura que se estaba haciendo con altavoz. A medida que se iba definiendo el sonido, y empecé a reconocer las palabras, creí estar soñando: lo que leían era lo que yo había estado escribiendo en el hotel minutos antes. Y no sólo era lo mismo: era exactamente lo mismo, las mismas frases, palabra por palabra. Como tengo por norma resistirme a creer en lo sobrenatural, traté de encontrarle una explicación, a la vez que apuraba el paso. Y la explicación, que vi al llegar, era que estaban leyendo un pasaje de un viejo libro mío, donde yo había puesto ese recuerdo infantil que ahora había creído estar escribiendo por primera vez.