POR TONI MONTESINOS

El destino ha dictado, desde la gran hambruna que asoló Irlanda a mediados del siglo xix, que la muerte y la emigración sean los estigmas que sus habitantes tengan que soportar para siempre. El long journey home, el largo camino a casa como símbolo del exilio a los Estados Unidos, a Inglaterra o a la Europa continental confirman el viejo dicho: «El irlandés se siente triste fuera de su tierra y sólo feliz en ella por la bebida». Quizá ésa fuera la época en que se fraguó la musicalidad del alejamiento y la mezcla de alegría y nostalgia, hermanada por el ayudante alcohol, tan propia del alma celta. El dolor es antiguo y a la vez próximo: «No había duda: si querías triunfar, tenías que irte. No podías hacer nada en Dublín», dice James Joyce en el cuento «Una nubecilla».

Las voces dublinesas hay que buscarlas desperdigadas por el mundo, porque el callejero y sus criaturas están esbozadas por la huida continua: tanto del que escapa de la miseria (Frank McCourt, aunque él desde Limerick, en Las cenizas de Ángela) como del acomodado insatisfecho por la asfixia religiosa, la compleja herencia política o la simple desidia de una isla ajena al progreso hasta hace pocas décadas. Es el caso de tantos genios que se distancian para reinventarse: Laurence Sterne, Oliver Goldsmith, George Moore, Bram Stoker y Bernard Shaw morirían en Gran Bretaña; Oscar Wilde, W. B. Yeats y Samuel Beckett en Francia, James Joyce en Suiza. Pero en este caso, el autor no salió realmente de Dublín, aún está, gracias al «Bloomsday» cada año; de hecho, al visitante que pisase las calles de Dublín en el año 2004 le sería imposible escapar de una gran fiesta que la ciudad entera, sus alrededores y el resto del país vivieron con auténtico fervor, dado que, por iniciativa del Gobierno irlandés, se llevó a cabo, desde abril de aquel año, el ReJoyce Dublin 2004 Bloomsday Centenary Festival, un programa internacional en el que concurrieron numerosas actividades culturales en torno a la novela más influyente y controvertida de la modernidad.

De esta manera, en honor a Joyce, se preparó medio centenar de actos que hablaron o recrearon, de una u otra forma, fragmentos del monumental libro: teatro callejero, exposiciones de manuscritos, conciertos… y el intento de lecturas públicas, pues se tuvo que lidiar con los herederos del escritor para llegar a un acuerdo económico, ya que, aunque los derechos de la obra de Joyce caducaron en 1991, una modificación de las leyes de propiedad intelectual les dio una prórroga de veinte años más. Con todo, conmemoraciones aparte, nunca faltan excusas para interesarse por el Ulises en una ciudad que mima con exquisito orgullo, desde una inteligente y responsable explotación comercial, la imagen de Joyce u otros irlandeses relevantes del mundo de las letras como Swift, Wilde, Shaw o Yeats, cuyos rostros son reproducidos en todos los rincones de Dublín.

Pero ¿cuál es el contenido de este libro ya mítico para que merezca una atención semejante? Vladimir Nabokov nos da una buena síntesis de él: «Ulises es la descripción de un solo día, el jueves 16 de junio de 1904; un día de las vidas mezcladas y separadas de numerosas personas que deambulan, viajan, se sientan, charlan, sueñan, beben y ejecutan diversos actos fisiológicos y filosóficos, importantes e intrascendentes, durante ese único día y las primeras horas de la madrugada siguiente en Dublín». Un día aquel que no fue una elección fortuita: Joyce lo escogió al ser la fecha en que conoció a su mujer, cuyo carácter inestable cobró vida en la película Nora, con Ewan McGregor interpretando las fijaciones escatológicas y sexuales de Joyce.

Ulises, ese «flujo ininterrumpido de pensamientos», como lo describió el propio escritor, iba a tener una larga y penosa redacción —aunque le proporcionara un extraordinario prestigio a medida que algunas partes aparecían en revistas literarias― entre 1914 y 1921 y en tres ciudades: Zúrich, Trieste y París. Italo Svevo, que siguió de cerca su escritura, dijo algo exacto: «Joyce extrajo de la realidad aquello que previamente había escogido y con ello hizo algo tan completo que puede reemplazar la realidad entera». Por algo Joyce afirmó, presuntuoso, que si Dublín era destruida se podría volver a levantar gracias a las descripciones que de ella hacía en el Ulises.

El libro sería objeto de un primer homenaje en 1929, mediante una comida que celebraba la traducción al francés ―como en muchos sitios, se consideró un relato pornográfico y tardaría en ver la luz: por ejemplo, en Estados Unidos, en 1934― y a la que asistió, además de la familia de Joyce ―Nora y los niños, Giorgio y Lucia―, la editora inglesa del Ulises, Sylvia Beach, y otros escritores como Samuel Beckett. No sabemos si el menú consistió en el «Bloomstuff» (una espesa sopa con riñones de cordero a la brasa), pero sí que la reunión se repitió unos pocos años más; hasta que, pasado el tiempo, en 1954, en el quincuagésimo aniversario del libro, el dueño de un restaurante y editor de un periódico literario, más algunos amigos, entre los que destacaban el poeta Patrick Kavanagh, resucitaron el «Bloomsday». Algo que se extendería también a ciudades de Estados Unidos, Europa, América Latina e incluso Japón y Australia.

La obra, por supuesto, causaría furor y controversia, fue amada y despreciada, y de ella, seguro que con la satisfacción soterrada de un Joyce que llegó a declarar que la había escrito para tener entretenidos de por vida a los críticos literarios, se han escrito infinitas páginas; y sin embargo, el asunto guarda tanta riqueza y se puede ver desde tantos puntos de vista que, de vez en cuando, surgen libros interesantes al respecto. Como el fenomenal Joyce en París o el arte de vender el «Ulises», que aglutinó textos de 1965 y este siglo e imágenes en torno a cómo publicó el autor la obra cuando vivía en París, donde se había instalado en 1920, momento en que el Ulises estaba casi listo. El destino le tendría reservada la entrega y adoración de la editora Beach, en unas circunstancias que fueron detalladas por V. B. Carleton, quien hablaba de un Joyce casi ciego y apenado por la esquizofrenia de su hija Lucia.

Asimismo, Simone de Beauvoir recordaba en el prólogo el día de 1939 que la fotógrafa Gisèle Freund la invitó a ver, en la librería de Adrienne Monnier, La Maison des Amis des Livres, su serie de retratos de escritores, en una época en la que «pese a los nubarrones que se cernían sobre Europa y el mundo, la literatura seguía siendo la refulgente estrella que guiaba nuestras vidas». Entre aquellos retratos, estaban los seis que se reproducen en Joyce en París o el arte de vender el «Ulises» y que le costaron hacer lo suyo, pues Joyce se hizo de rogar al comienzo; lo explica en «Fotografiar a Joyce», y la pequeña crónica resulta apasionante sobre las maneras exquisitas y supersticiosas del autor.

Por otro lado, bastante tiempo atrás, se publicaba otra joya para los amantes joyceanos: Cien años y un día. Ulises y el Bloomsday, coordinado por Antonio Rivero Taravillo, y publicado en Sevilla, «una ciudad que, se dice, tiene mucho de dublinesa: un río que la parte en dos, las mil tabernas, la poderosa Iglesia, la parálisis, una vocación americana»; no extraña, por tanto, que desde el año 2000 la capital andaluza celebre el Bloomsday; que, en 1982, desde el Departamento de Inglés de la Universidad de Sevilla, se organizara un simposio, para conmemorar el centenario del nacimiento de Joyce, que se presumía modesto pero acabó siendo multitudinario; que se fundara allí la Spanish James Joyce Society en 1990; que el XIV Simposio Internacional de la Fundación James Joyce eligiera Sevilla en 1994 para celebrar su acto ―a lo que se añadió un concierto titulado James Joyce y la música, organizado por el Teatro de la Maestranza― y que el director de dicho Departamento, Francisco García Tortosa, se lanzara a versionar ese texto tan complejo que vería la luz en el año 2004, año también en que el Sevilla Festival de Cine organizó el ciclo Cinemajoyce, en el cual se proyectaron adaptaciones al celuloide de Ulises y documentales, al tiempo que la Biblioteca Infanta Elena le dedicaba una exposición, entre otros muchos actos en la ciudad.

García Tortosa, en su artículo «A la sombra del irlandés», detallaba las dificultades y las polémicas que implicó enfrentarse a la traducción del Ulises, pero concluía que el esfuerzo y los inconvenientes habían merecido la pena. «¿Por qué? Ulises nos cuenta la vida de una ciudad, Dublín, que también podría ser Roma, París, Barcelona, porque todos al levantarnos también despertamos con nuestras preocupaciones, ilusiones o decepciones. Como los personajes de la novela, hacemos la compra, desayunamos y vamos al cuarto de baño. Comprender o darle sentido a las conversaciones con nuestros parientes, amigos y conocidos, y a los pensamientos que arrastramos a lo largo del día no es fácil, porque carecen de coherencia y acumulan miles de contradicciones. Ulises tampoco es fácil, como la vida misma». Y añadía: «Ninguna novela ha sido capaz de unir la miseria y grandeza de nuestra existencia como Ulises, de provocar que salgan a la superficie la realidad y la fantasía por las que transitamos a diario o las posibilidades ilimitadas de las palabras».

A continuación, Rivero Taravillo, en «Urbi et orbi», reincidirá en la idea de que Ulises habla de una ciudad específica y a la vez parece que hablara de cualquier otra, de todas; tomando además algunas consideraciones del autor irlandés Colm Tóibín, el escritor sevillano de origen melillense hablaba de las similitudes de Dublín y Barcelona (por lo que respecta al nacionalismo, al espíritu deportivo ligado a ello), de tal modo que «la recreación que Joyce hace de Dublín no es por tanto sólo para dublineses, sino más bien una creación urbi et orbi», expresión latina que significa «a la ciudad y al mundo» o «a todo el mundo». Efectivamente, en el empedrado de una calle de Dublín están todas las ciudades del mundo, como «en un día del hombre, están los días / del tiempo» y «entre el alba y la noche, está la historia / universal» (Borges en el poema «James Joyce»).

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