En Las palabras y las cosas (1966), Michel Foucault planteó una atrevida y afortunada interpretación en clave filosófica de Las meninas, de Velázquez. El filósofo francés situaba el nacimiento de la modernidad en el cuadro de La familia de Felipe IV. Tras inspeccionar a fondo el lienzo, concluía que el centro en torno al cual gravitaba la representación estaba fuera del mismo. Se trataba del espectador, del hombre moderno, de cada uno de nosotros. Pero Foucault tal vez quiso afinar demasiado, porque, al «democratizar» el cuadro, olvidó que estaba destinado para el goce privado de un único yo: el rey. Veamos.
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La familia de Felipe IV —el nombre originario que recibió el cuadro de Las meninas con anterioridad a la sensibilidad romántica— fue acabado en torno a 1656. ¿Qué se ve en Las meninas? O, mejor dicho, ¿qué nos deja entrever Velázquez? Los reyes, reflejados conforme a las leyes de la perspectiva en el espejo,[i] han permanecido durante un tiempo posando ante el pintor en su estudio del Alcázar, que los retrata en presencia de la infanta Margarita, acompañada por sus damas de honor y bufones. Cuando los reyes deciden dar por terminada la sesión, todas las miradas se dirigen hacia ellos. Velázquez interrumpe su labor y Pertusato despierta al mastín español que ha de seguir a su ama. El aposentador real, abriendo la puerta del fondo en cumplimiento de sus funciones palaciegas, indica que las personas reales se disponen a cruzar el espacio representado para salir. (Algunos autores —como subraya Brown (1986, p. 259)— se inclinan por interpretar la imagen del espejo como un reflejo del lienzo que está pintando Velázquez y el movimiento de los reyes como una entrada al taller del pintor). En suma, una instantánea o fotografía casi atmosférica. La teología de la pintura, según exclamó Lucas Jordán, y con ello quiso decir que este cuadro era la obra cumbre del arte pictórico, al modo en que la teología era la primera de las ciencias.
Pero hay más. Mucho más. Cuando el espectador se posiciona delante de Las meninas, no puede evitar que le sobrevenga la sensación de que se encuentra justo donde están los reyes, en el proscenio, porque casi todos los personajes —desde el propio Velázquez a la infanta Margarita o la enana Maribárbola— lo miran a él.
En este punto, es interesante rescatar la lectura filosófica de Las meninas hecha por Foucault. En Las palabras y las cosas, el filósofo francés realizaba una arqueología de las ciencias humanas, buscando desvelar la estructura o el orden de las cosas sobre el que se construye el pensamiento occidental, ese lazo oculto que une el lenguaje con el mundo. Y su descubrimiento fue que las condiciones subyacentes de verdad del discurso se han visto drásticamente modificadas en los últimos siglos. El pensamiento occidental no ha sufrido una evolución continua, sin sobresaltos, desde el Renacimiento, como tendemos a creer. Y una de las metáforas, si no la principal, de que se sirve para ilustrar esta tesis es Las meninas.
Foucault concluye que el objeto representado por el pintor es doblemente invisible: está fuera del cuadro y tampoco podemos verlo en el lienzo que pinta porque la tela está vuelta, del revés (como también nos es hurtada la ventana, es decir, la fuente de luz que posibilita toda la representación). Este juego de imágenes y reflejos crea en el espectador la sensación de que es él mismo el objeto de la representación, el otro:
[Velázquez] fija un punto invisible, pero que nosotros, los espectadores, nos podemos asignar fácilmente ya que este punto somos nosotros mismos: nuestro cuerpo, nuestro rostro, nuestros ojos […]. La mirada del pintor, dirigida más allá del cuadro al espacio que tiene enfrente, acepta tantos modelos cuantos espectadores surgen […], en el fondo del espejo podría aparecer —debería aparecer— el rostro anónimo del que pasa (Foucault, 1968, capítulo i, pp. 14, 18 y 28).
Sin embargo, el centro de la representación sí aparece en el cuadro, en el espejo del fondo: son los reyes Felipe y Mariana. Ahora bien, el lugar donde domina el rey con su esposa es, para Foucault, el lugar del artista (el de Velázquez trabajando en la tela) y, simultáneamente, el del espectador. Un lugar vacío, el del rey, hoy ocupado por los visitantes del Museo del Prado y, antes, mucho antes, por el propio Velázquez, hacedor del lienzo y del artificio barroco que encapsula.
Mientras que el Quijote, de Cervantes, fue la obra literaria que recogió cómo los signos y las cosas habían dejado de enroscarse con las similitudes consabidas durante el Renacimiento, cómo la prosa del mundo se había vuelto indescifrable, Las meninas, de Velázquez, significaron la consagración de una nueva manera de representar acorde ya con la modernidad (y no se olvide que Cervantes, al igual que Velázquez, recurre al repliegue de la obra sobre sí misma, al incluir como personajes en la segunda parte de la novela a lectores que han leído la primera parte). Desde la óptica de Foucault, Las meninas son el paradigma de la episteme, del acceso a la verdad, canonizada por el discurso científico y filosófico moderno: el objeto de estudio no se representa directamente, sino oblicuamente, mediante esos espejos que son los axiomas, las ecuaciones y las taxonomías. Con otras palabras, los modelos geométricos, mecánicos o naturales entronizados por Descartes, Newton y Linneo. Como en el cuadro de Velázquez, la realidad se duplica, confundiéndose la representación con lo representado, las fórmulas matemáticas con el mundo.
Sin embargo, esta mathesis universal dejó un espacio en blanco, sin tocar, el del rey en Las meninas, porque «Este sujeto mismo —que es él mismo [Velázquez]— ha sido suprimido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación» (Foucault, 1968, p. 30).
Un vacío que fue ocupado a finales del siglo xviii por el hombre, como sujeto gnoseológico y sujeto temático, como juez y parte de esa representación que aspiraba a ser pura, a ser una mirada sin ojos que miren, números sin matemático que los escriba. Para Foucault, el hombre sería el lugar vacío donde se sitúa quien ve Las meninas (una idea que recobraba sugerencias de Husserl, Heidegger y Sartre).
Pero el filósofo francés tal vez quisiera afinar demasiado, presentando con erudición y desparpajo una tesis demasiado atrevida. No del todo gratuita. Probablemente, más que el hombre serían las ciencias del hombre, la antropología y demás disciplinas afines, en cuanto corpus positivo, lo que constituiría la novedad, la invención reciente. Además, Foucault, por desgracia, se equivoca, pues, como dijimos, el cuadro estaba destinado para el goce privado de un único espectador: el rey. Lo que no es anecdótico (Bennassar, 2012, p. 179).
Pero ¿qué pasaría si aplicásemos la teoría de Foucault a La familia de Carlos IV, de Goya?
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La familia de Carlos IV es una obra enigmática no sólo por el hecho de que el autor se retrate de nuevo junto a la familia real, sino por los barnices interpretativos —como dice López Vázquez (2010, p. 264)— que el paso del tiempo ha ido depositando sobre el cuadro. El principal de estos barnices es el que tiene que ver con la lectura ya tópica de que Goya no ennoblece a sus modelos, es más, los representa de forma ridícula y despreciable, sacando a la luz tanto sus imperfecciones físicas como psicológicas y morales. La familia de Carlos IV sería, por decirlo con el viajero romántico y «negrolegendario» Théophile Gautier, como «La familia del tendero de la esquina y su mujer después de haberles tocado la lotería» (Litch, 2008). Sin embargo, tanto la hispanista norteamericana Janis Tomlinson (1993) como López Vázquez (2010) o Manuela Mena (2012) han cuestionado el supuesto componente satírico del retrato (armados, entre otras razones, con el argumento de que los reyes quedaron muy satisfechos y Goya no sólo no cayó en desgracia, sino que vio coronada su carrera áulica).
Estamos, al igual que en Las meninas, ante un «retrato historiado», por decirlo con Palomino. En él, aparte de Goya y los reyes Carlos y María Luisa, aparecen el primogénito, el futuro Fernando VII, acompañado de su hipotética esposa, con la cabeza vuelta; el resto de hijos de los reyes, Carlos María Isidro, Francisco de Paula, María Luisa Josefina —acompañada de su esposo, Luis de Parma, y de su hijo, Carlos Luis, en brazos—, Carlota Joaquina (supuestamente) y María Isabel; y los hermanos de Carlos IV, Antonio Pascual y María Josefa.
Hay ciertas diferencias con Las meninas que saltan a la vista: la pincelada suelta, casi impresionista, y la falta de profundidad en la obra de Goya difieren notablemente de la pincelada precisa y el complejo juego de perspectivas de la obra de Velázquez. Pero la semejanza es, no obstante, insoslayable. No sólo por la inclusión del propio artista en el cuadro, sino porque la reina parece imitar la postura de la pequeña infanta Margarita. Lo que se ha interpretado como una burla de la provecta edad de María Luisa de Parma (de esta manera, Goya estaría haciéndose eco de los rumores que corrían en la Corte contra la reina, al igual que en Francia habían circulado contra María Antonieta). Sin embargo, Goya representa más bien el triunfo de la fecunda María Luisa frente a los graves problemas de sucesión que rodearon a Felipe IV. Un homenaje que se ve reforzado si atendemos a uno de los cuadros traseros, que —según ha mostrado una reciente limpieza del lienzo— representa los amores de Hércules (con Ónfale), de quien descienden mitológicamente los monarcas españoles (Mena, 2012). Así pues, Goya estaría intentando transmitir una sensación de continuidad dinástica (desde Hércules, pasando por los Habsburgo, representados por Velázquez, a los Borbones), por encima de que algunos de los retratados aparezcan fantasmalmente —a veces se interpreta el retrato de la infanta Carlota Joaquina (ausente por aquel tiempo de España) como el de María Amalia, esposa del infante Antonio Pascual y muerta dos años antes, en 1798— o carezcan de rostro —como la prometida del príncipe de Asturias—, esto es, por encima del pasado y del futuro, del transcurso del tiempo (y sin perjuicio de que la glorificación aduladora de la monarquía, presente en La familia de Felipe V, de Van Loo, o en La familia de Carlos IV, de Vicente López —pintada tan sólo un año después—, brille por su ausencia). En este sentido, más que ante un retrato de grupo, estaríamos ante un grupo de retratos que narra una historia con moraleja.