3. LA DESTRUCCIÓN DE LA VERDAD. LAS TRES SOSPECHAS
Fueron, en efecto, tres las sospechas sistematizadas que destruyeron la confianza del europeo en la verdad. Si las enumeramos en orden histórico, la primera sospecha, formulada por Marx y Engels en La ideología alemana (1846; inédito hasta 1932), fue que nuestras ideas, valores morales, estéticos o económicos, el derecho, el Estado y sus instituciones son representaciones de clase, ocultaciones de los intereses de las relaciones sociales de propiedad históricamente predominantes; en suma, la ideología se configura como aquellas «formaciones nebulosas que se condensan en el cerebro de los hombres, […] sublimaciones necesarias de su proceso material de vida».

Poco después Nietzsche iniciaría, con La gaya ciencia (1882), su personal cruzada contra el platonismo y el cristianismo entendidos como las formas profundas que determinaron la estructura de la verdad, el bien y la belleza en la cultura occidental, es decir, como fuentes de la totalidad del valor y del sentido de esa misma cultura. Nietzsche sospecha que hay una falsificación en los orígenes: los dos mundos, el verdadero de las ideas (platónicas), del cielo de los «buenos» (según el sacerdote cristiano), y el de las apariencias (sensibles, materiales, caducas). Dicha distinción viene a ser una ocultación, incluso una falsificación, porque los atributos de la verdad y del bien, su eternidad y universalidad, su inmutabilidad, nunca pueden ser satisfechos por la auténtica realidad, la de las cosas materiales que nacen, cambian, se desvanecen, en fin, y mueren. Dicho de otro modo: el mundo carece de ser, los dioses no existen, los valores son proyecciones de nuestro egoísmo, de nuestros deseos, de nuestro afán de supervivencia y de dominio. Tampoco la humanidad, como pretendió Kant, o la ciencia o la democracia o el progreso escapan a la crítica. Son otros ídolos que obedecen al falso fundamento de inspiración platónica, de que la razón-alma contiene un orden ideal que únicamente está esperando a que el sabio lo descubra. No hay orden ni en la naturaleza ni en la historia: sólo deseos e interpretaciones; voluntad de poder, en suma.

Freud, muy influido por Schopenhauer y Nietzsche, que asumió como verdad incontestable el origen animal de lo humano, sistematizó varias corrientes de investigación en psiquiatría, psicología, etcétera, y formuló un modelo de psiquismo, basado en la sospecha de que tenemos un inconsciente dominado por pulsiones incontrolables, y que nuestro yo, la parte racional de nuestra psique capaz de conocer el mundo, orientarse en él y tomar decisiones que afectan a su convivencia con los otros, está a merced de los conflictos inconscientes que se desatan entre dos tipos de fuerzas: las ya mencionadas del inconsciente animal, a la que Freud denomina «ello», y el superyó, una especie de yo ideal originado en la educación y en la represión que la sociedad lleva a cabo para que el recién llegado a la comunidad humana renuncie a satisfacer sus deseos con la inmediatez con que lo exige la vida animal. Como en el caso de Marx y Nietzsche, nuestras ideas, representaciones, juicios de valor no son lo que parecen. Obedecen a procesos inconscientes, cuya intencionalidad está programada, por así decir, por mecanismos que el sujeto racional no controla. Para Marx el mecanismo es de carácter social, regido por leyes objetivas de carácter histórico; para Nietzsche, de carácter cultural y se origina en la dureza de asumir la verdadera condición humana, un animal perdido en la inmensidad de un universo indiferente; para Freud, de carácter psicológico: la conciencia no es dueña de sí; sus contenidos son el resultado de procesos inconscientes que no controla y a los que ni siquiera tiene acceso.

La breve parábola en la que un Nietzsche muy joven formuló su visión del hombre y sus poderes para alcanzar la verdad en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, recogida en la antología, podría muy bien interpretarse como una especie de burla de la máxima de Kant sobre la armonía establecida entre la conciencia humana y la naturaleza: el orden cósmico como reflejo del orden moral que instituye el imperativo categórico.

4. DE LA CONTEMPLACIÓN A LA CONSTRUCCIÓN
Conviene precisar que estas tres grandes demoliciones de la verdad se produjeron en nombre de posibles superaciones; dicho de otro modo, no se trataba de denunciar en absoluto la capacidad humana para conocer o actuar acertadamente, para orientarse en el mundo y alcanzar la felicidad, sino descalificaciones de formas «ingenuas» de conocimiento en nombre de otras superiores, más críticas y veraces. Marx y Freud hablaban en nombre de nuevas ciencias, que iban a ser, además, un instrumento de emancipación social, en un caso; individual, en el otro; instrumentos de liberación y felicidad. Nietzsche, en nombre de una cultura superior, en cuanto a su valor de verdad, capaz de superar el nihilismo, el estado de decadencia en que la cultura europea se hallaba inmersa. Pero ninguno de los tres consolidó un saber nuevo y privilegiado que produjera efectos duraderos. Sus aportaciones, que fueron inmensas, en especial, entre las minorías intelectuales que dominaron la escena europea entre 1900 y finales de los treinta, han quedado en la historia de Occidente como la de los grandes destructores de la confianza en la razón. No pudieron consolidar unas doctrinas desde las cuales demostrar el error del pasado filosófico. Freud no supo enlazar el psicoanálisis con las ciencias médico-naturales, Nietzsche no pudo formalizar el paso del nihilismo, que tan acertadamente diagnosticó —la vida apoyada en valores en los que ya no creía el europeo—, a una nueva concepción «artística» de la verdad; y Marx, a pesar de haber adoptado una concepción dialéctica de la verdad, en la que el error de hoy es la verdad «superadora» de mañana, no acertó en sus predicciones sobre la revolución social y la superación del capitalismo.

Al tiempo que los filósofos de la sospecha desplegaban sus críticas, los políticos y los hombres de acción se movían animados por una especie de confianza suicida hacia sus objetivos, convencidos de que sus instrumentos racionales no les fallarían. Y así fue, no fallaron en las guerras civiles y entre Estados que se desencadenaron. El nacionalismo y el cosmopolitismo o internacionalismo, el imperialismo y la revolución social, fuerzas antagónicas armadas con las mismas ideas —materialismo, darwinismo, utopismo— sirvieron para convertir en realidad las profecías de destrucción que poetas y pensadores presentían desde hacía años. Baudelaire estaba tan hastiado de la vida que decía a quien lo quisiera escuchar que le daba igual donde residir, con tal que estuviera «fuera del mundo». Y su amigo Gautier aseguraba que prefería antes la barbarie que el aburrimiento. Llegó el aburrimiento y, luego, la barbarie, por este orden.[3]

La teoría debía subordinarse a la praxis. La voluntad lo era todo y la razón nada. Los principios morales quedaban cesantes a la espera del éxito en los negocios o de la revolución. El amor no era más que un recurso de la naturaleza para multiplicar los genes. Pero la represión de la sociedad nos condenaba a un destino de frustración y neurosis. No hubo «transvaloración», sino retorno a falsos dioses, enmascaramientos, promesas imposibles de cumplir que, no obstante, los demagogos hacían y las masas compraban.

En el terreno de las luchas políticas, el marxismo se convirtió en una filosofía de la acción que sedujo a muchos intelectuales. Aunque el giro que tomó después del éxito de la Revolución rusa, transformado en marxismo-leninismo, esto es, contaminado con una tradición de doctrinas ajenas a la tradición filosófica occidental, el populismo ruso sobre todo, lo condenó a convertirse, más pronto que tarde, en una ideología con las mismas funciones que la ya descubierta por Marx para el humanismo burgués, a saber, el de ocultar la realidad detrás de una pantalla de falsedades.

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