El programa de la revolución, sometida a leyes «científicas» que decidían el inexorable cumplimiento de la utopía comunista, resultaba evidentemente incompatible con la clásica versión de la verdad racionalista e ilustrada, entendida como contemplación y revelación, coincidencia de un discurso y un estado de cosas que el sujeto halla ante sí, sin previa manipulación. La modernidad que había destruido tantas supersticiones en nombre de la transparencia racionalista construía ahora, more geometrico, el mito que había de destruir a la propia razón, el mito del hombre nuevo, cuyo diseño exigía una nueva forma de entender la verdad. Y, si en algo ha sido pródigo el siglo xx, es en elaborar teorías sobre la verdad, hasta el punto de que tampoco las ciencias mejor protegidas por sus métodos quedaron a salvo de la crisis de la idea de verdad.
Las guerras y las revoluciones que conocieron las primeras décadas del siglo xx cumplieron las expectativas de destrucción de valores: todos los viejos ideales de la Ilustración quedaron puestos en cuarentena, cuando no tildados de ser los responsables de esas mismas guerras. Marx, Nietzsche y Freud siguieron impregnando la alta cultura occidental después de que pasara la tormenta. Lo que en lenguaje de Nietzsche hemos llamado «nihilismo» ha dejado de ser una doctrina cultural para convertirse en la realidad histórica en que habita Occidente y que se suele traducir por «crisis de valores», «vacío de sentido», etcétera. Sólo la ciencia natural, transformada poco a poco en su verdad oculta, «tecnociencia», salvó su territorio de verdad. Tuvo que reconocer que, si bien no explicaba los fenómenos naturales, era capaz de resolver problemas materiales —el inodoro, la conservación de alimentos, la comunicación a distancia, el tratamiento de muchas enfermedades, la conquista de la Luna, para no hablar de los misiles de largo alcance con cabezas nucleares, etcétera—. Pero al precio de guardar silencio sobre todas aquellas cuestiones que más importan, las que afectan al sentido de la vida.
Del hundimiento del sistema de los Estados nación después del fin de la Gran Guerra (1914-1918) brotaron los movimientos totalitarios al amparo de esos nuevos ídolos: la nación, la raza, la humanidad proletaria. Y comenzó con ellos el peor avatar histórico para la suerte de la verdad. Si hasta aquí las críticas de la filosofía y las malas prácticas de Iglesias, Gobiernos y partidos políticos sólo habían amenazado lo verdadero desde las perspectivas de la falsedad o de la mentira moral, ahora reaparecía la mentira «ontológica».[4]
La mentira se diferencia del error en que un sujeto tiene intención de engañar a otro, ocultando la realidad, declarando contra ella o deformándola. La mentira ha tenido su asiento en las relaciones personales y, en público, en las relaciones entre Estados, en la guerra o en la diplomacia. Pero no era un instrumento al que recurría el Estado ante sus ciudadanos manipulando la realidad misma, las cosas que estaban a la vista de todos. Tanto el nazismo de Hitler como el comunismo de Stalin se convierten en fábricas de mentira, pues necesitan crear ideologías de sostén de sus proyectos de dominio. Hemos incorporado algunos textos con la idea de ilustrar este fenómeno que fue más radical y virulento en el experimento nazi, pero más profundo y duradero en el mundo del socialismo real. No es posible entrar aquí en detalles. Nos conformaremos con una metáfora.
Describiendo con orgullo la eficacia del método matemático, Galileo argumentaba que la certeza con la que la inteligencia humana comprendía las verdades de la geometría era idéntica en la mente de Dios y en la del hombre. La diferencia estribaba en que Dios podía conocer un número infinito de dichas verdades. Poco después, un filosofo político apuró la comparación para hacer notar que «ni siquiera Dios puede lograr que dos más dos no hagan cuatro».[5] También se suele decir que ni Dios podría hacer que lo que fue no sea (véase el texto de Koyré en la antología). La imagen que los teólogos tenían de Dios en el Barroco y la que tienen los politólogos y los historiadores de los líderes totalitarios parece desafiar el sentido común. Acuda el lector la cita recogida en la antología del 1984 de Orwell. En ella, Winston cree que el poder del Gran Hermano es tan omnímodo que puede obligar a pensar, a creer, efectivamente, que dos más tres no suman cinco. El capítulo 4 está dedicado en su totalidad a describir el funcionamiento del Ministerio de la Verdad, en el que un ejército de funcionarios se dedica a reescribir la historia y la actualidad en función de las declaraciones, los cambios de estrategia y las promesas ideológicas de los líderes del Partido, «de este modo, todas las predicciones hechas por el Partido resultaban acertadas según prueba documental» (1984, p. 49).
Orwell, vinculado al trotskismo en los años treinta, conoció muy pronto y de primera mano las prácticas de «revisión» que experimentaba la historia de la revolución bolchevique desde que Stalin llegó al poder. Los análisis del lenguaje de la burocracia nazi, en especial en lo relacionado con la «solución final», implican un uso falseador de las palabras, cuya función primordial no era la de denotar, sino la de ocultar y distraer, en suma, mentir.
No es de extrañar que el último capítulo de Los orígenes del totalitarismo (1951) esté dedicado, en parte, a la ideología. Arendt comienza por observar que, hasta que los movimientos totalitarios irrumpieron en la historia, la ideología no tuvo un papel muy relevante en política. Se desentiende, pues, de la noción marxiana de ideología, aunque retendrá de ella un elemento fundamental: toda ideología es un mecanismo de ocultación y deformación. Lo que le interesa destacar es la novedosa función que adquiere como mecanismo de dominación absoluta. La ideología es, como su nombre indica, «la lógica de una idea», pero entendida desde la intención de suplantar, e incluso destruir, la realidad que pretende explicar: «La reivindicación de explicación total promete explicar todo el acontecer histórico, la explicación total del pasado, el conocimiento total del presente y la fiable predicción del futuro».[6] Eso sólo lo puede conseguir al precio de desentenderse de la realidad, de los acontecimientos y sustituirlos sistemáticamente por la lógica del sistema ideológico. Cuando entran en conflicto la experiencia y la ideología, sale perdiendo la experiencia, al menos mientras el sistema totalitario mantiene intacto su poder, cuyo instrumento principal es el terror. Así como el Dios monoteísta exige una fe sin fisuras, el poder totalitario remeda con sus recursos técnicos una omnipresencia y una omnisciencia que, por fortuna, no llegaron a alcanzar en ninguno de los dos experimentos más exitosos que conocemos, y es de suponer que ello nunca llegue a ocurrir. Por lo menos Arendt así lo esperaba: el engaño perdurable no figura entre los logros de la ideología totalitaria, afirma nuestra autora, «siempre se llega a un punto más allá del cual la mentira se torna contraproducente» (Crisis de la república, p. 15). Dicho punto tiene que ver con la supervivencia de la audiencia a la que se dirigen las mentiras, que, entonces, se desentiende de ellas. Para decirlo de otra manera: la credulidad deja de ser rentable y la realidad se muestra en toda su crudeza. Es en ese momento cuando el ciudadano del Estado totalitario se vuelve totalmente cínico.
La víctima propicia de la ideología o el correlato humano del totalitarismo es lo que Ortega denominó «hombre-masa». Es posible resumir su perfil psicológico en pocas palabras: está mucho más interesado por su propio bienestar (a lo que llama «felicidad») que por cualquier otra cosa, por ejemplo, por las condiciones de posibilidad materiales y espirituales de ese mismo bienestar. Esa especie de egoísmo innato se proyecta como hermetismo, incapacidad manifiesta de atender a lo que dice el otro, a lo que le llega de la realidad. Sólo escucha lo que halaga sus prejuicios o conjura sus temores, lo que el demagogo sabe hacer muy bien. Por otro lado, es consciente de su libertad, pero la gestiona como el «niño mimado» con sus caprichos: cree que tiene derecho a cualquier cosa que desee. Si el análisis es correcto, no es menester detenerse a explicar por qué motivos el hombre-masa de las sociedades industriales se convirtió en víctima de las ideologías. La pregunta que habría que formular es si aquello fue un fenómeno del pasado o si los hombres y mujeres de nuestras sociedades posindustriales podemos estar expuestos a peligros semejantes, que esta vez no llegarían anunciados por marchas militares, sino por los susurros múltiples y los destellos lumínicos de nuestras terminales conectadas a internet.