Volviendo al plano de la política, esta decadencia de la verdad se sostiene en el paralelismo entre los productores de ideología de los sistemas postotalitarios (populismo) y los expertos de la democracia. De los muchos ejemplos acerca de esta especie de impotencia de la verdad, resulta especialmente aleccionador, por asombroso, el caso sin aclarar —o sin aclarar de forma convincente— del asesinato del presidente John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963. La reciente decisión de desbloquear algunos archivos secretos revela, de nuevo, la inmensa ocultación que ha resultado del hecho de que las investigaciones sobre el magnicidio de Dallas arrojan la cifra de más de cinco millones de documentos, que poco han aclarado. De los más de dos mil ochocientos que se desclasificaron en octubre de 2017, no surge ningún dato que ayude a despejar las incógnitas del atentado. El New York Times daba la noticia con cierto escepticismo: «Los documentos desclasificados de J. F. K.: un tesoro para investigadores y conspiranoicos» (27 de octubre de 2017). Uno de ellos, ahora desclasificados, es un informe atribuido a J. Edgar Hoover (el presidente del FBI) del 24 de noviembre de 1963 que comienza de este modo: «No hay más información sobre el caso Oswald, excepto que él está muerto» (citado en la crónica del New York Times).
No es la menor de las paradojas que una ficción sistemática, por tanto, una variedad de la mentira, una novela, pueda arrojar luz sobre el misterio del mencionado asesinato. No le falta razón a su autor, Don DeLillo, cuando justifica su intento de narrar la muerte de J. F. K. y la vida de su asesino cuando afirma que constituye «un modo de pensar en el asesinato sin las limitaciones de las verdades a medias y sin dejarse abrumar por las posibilidades ni por la marea de especulaciones que con el paso de los años se acrecienta» (Libra, p. 581). Un ejemplo de cómo puede el novelista ayudar a su lector a pensar, ya que no a desvelar, el misterio está en el personaje que DeLillo inventa, cuya tarea es investigar el asesinato: Nicolas Branch, un antiguo analista retirado de la CIA ha sido el encargado por la agencia de redactar «la historia secreta del asesinato del presidente Kennedy». Envuelto en una escenografía que podría evocar con facilidad aquellas habitaciones llenas de papeles y legajos que diseñó Orson Welles para su film El proceso de Kafka, el investigador dispone de la ayuda de un misterioso supervisor que le remite cualquier informe o transcripción que necesite: «El supervisor responde con rapidez e insiste con firmeza en enviarle exactamente el documento correcto en un campo de investigación que se caracteriza por la ambigüedad […] y la fantasía sistemática» (p. 26). Cabe preguntarse por qué quiere la CIA una crónica secreta sobre la verdad del asesinato. Probablemente, porque no es posible saber la verdad de lo ocurrido y quieren asegurarse de ello; no sólo de que la verdad sobre el magnicidio no existe, sino que se han destruido sus condiciones de posibilidad. En cierto modo, es algo parecido a construir la paradoja del mentiroso: cuando decimos la verdad, mentimos. Así parece sentirlo oscuramente el personaje del investigador, cansado, envuelto en un halo de melancolía:
Nicolas Branch tiene documentos estatales inéditos, informes del detector de mentiras, grabaciones de las frecuencias de radio de la policía correspondientes al 22 de noviembre. Cuenta con amplificaciones fotográficas, planos del edificio, películas filmadas por aficionados, biografías, bibliografías, cartas, rumores, espejismos, sueños. Ésta es la sala de los sueños, la sala donde ha pasado tantos años para aprender que su tema no es la política o el delito violento, sino hombres en habitaciones pequeñas (p. 240).
El investigador imaginado fracasa en su intento. El novelista construye una historia que nos da una imagen precisa de cómo pudo suceder. Es posible que vivamos ya en un mundo en que la distinción firme entre lo verdadero y lo falso no sea ya viable, en una realidad en que su dimensión fáctica resulta ser cada vez más «virtualizada» por las mediaciones tecnológicas. Uno de los personajes de la novela, involucrado en una de las múltiples tramas que rodean el proceso del asesinato, exclama: «Siempre hay gato encerrado. Hay algo que no sabemos. La verdad no es aquello que sabemos o sentimos, sino lo que aguarda más allá» (p. 426). En unas declaraciones al diario El País, a raíz de dictar su conferencia sobre la mentira en la Residencia de Estudiantes de Madrid, a finales de abril de 1997, Derrida invitaba a «detectar mentiras más acá de lo verdadero». Mas allá o más acá, parece, simplemente, que la verdad carece de lugar en nuestro mundo, de un topos estable que pueda uno habitar.
De los «daños colaterales», expresión que hizo fortuna cuando se bombardearon objetivos civiles en Belgrado (1999) y que, para justificarse, empleó un portavoz de la OTAN,[11] a «las armas de destrucción masiva» de la guerra de Bush contra Irak o los «hechos alternativos» de los portavoces de prensa de Trump, pasando por la campaña del brexit en Gran Bretaña o «las granjas de fake news» de que hablan estos días los periódicos o, en fin, las declaraciones de independencia en Cataluña, a medio camino entre la confusión, la falsificación y el esperpento, el desprecio de algunos políticos hacia la verdad ha entrado en una nueva fase que evoca la «primacía de la mentira» antes citada. Creo que la novedad radica, y es a eso a lo que se llama «posverdad», en que los responsables públicos han detectado que sus votantes o partidarios desean ser engañados en nombre de aquello que es el objeto de engaño. La suposición de que los políticos mienten, pero la ciudadanía quiere que le digan la verdad comienza a ser falsada por los hechos. Aunque la cosa es más complicada. Los votantes de Trump, los ingleses que odian la supuesta injerencia europea en sus asuntos o los catalanes que ansían la independencia de la «España que nos roba» no quieren que se les mienta; antes al contrario, exigen que se convierta en realidad las promesas que sus líderes les han hecho. Lo que no les preocupa es un pequeño detalle sin importancia: que es imposible que se cumplan las promesas tal y como fueron formuladas. Ni Trump podrá convertir América en una próspera isla para las clases medias degradadas,[12] ni los británicos saldrán de Europa sin empobrecerse y vivir peor, ni los catalanes conseguirán en varias generaciones romper los lazos jurídicos y constitucionales, para no hablar de los históricos, sociales, económicos y culturales que los atan al resto de España. Lo que llama la atención es la facilidad con que ahora cada vez más ciudadanos desprecian esos datos y hechos objetivos y prefieren la patraña ideológica.
Esto no hubiera sido posible sin la tecnología al servicio de la manipulación de masas, aunque no hay que olvidar una cuestión que pertenece a la estructura de la mentira: que la mentira lo es como negación de la verdad, por lo que depende de ella; pero que, en el terreno de las verdades de hecho o factuales —no las verdades de razón, lógico-matemáticas—, lo opuesto de un hecho verdadero, esto es, ocurrido tal y como se lo describe, no es un absurdo, sino algo que pudo ocurrir. Es a ello a lo que Arendt se refiere cuando habla de la incómoda contingencia que colabora con el mentiroso en su tarea de ocultar, deformar o destruir la realidad. Desde la crisis renacentista, la contingencia ha ganado terreno y evidencia. Todo el mundo sabe que cualquier cosa, el propio nacimiento, pudo no ocurrir o que la vida sobre la Tierra puede dejar de existir. Fuera de algunos sistemas lógico-matemáticos, no hay campo en el que se precise pueda hablarse de algún tipo de «necesidad». Sumemos a esto la certidumbre posmoderna de una humanidad encerrada en su subjetividad.
Sin embargo, no todo es escepticismo y desesperación. Es verdad que, con el paso del ser a la interpretación, se perdió la seguridad que nos daba la lógica —principio de identidad— y la creencia en la estabilidad del mundo. La pluralidad de voces, la diversidad de criterios, el caos parecen ser la última palabra. Pero no es la primera vez. Recuérdese el perspectivismo de que hace gala el Quijote. Hay que reconocer, empero, que la crisis de la modernidad parece más grave: «El destino de nuestro tiempo —escribía Max Weber en 1917—, racionalizado e intelectualizado y, sobre todo, desmitificador del mundo, es el de que precisamente los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública».[13] Nadie puede jerarquizar dioses, valores, interpretaciones. Cada cual tiene los suyos. La verdad es una «figura» de sacrificio, un pacto de fe pagado al precio de renunciar a lo que amenaza con desmentirla. A esta imagen del mundo corresponde un sujeto sin privilegios epistemológicos, consciente de no ser dueño de sus propios recursos intelectuales. Es la inversión de aquella situación de certeza y confianza en el método que exhibieron los fundadores de la modernidad —Descartes, Galileo, Leibniz, etcétera—. La historia ha terminado.
Hay, no obstante, otra posibilidad a la de seguir ese mecanismo psicológico que conduce inexorablemente al mundo de la mentira, de lo que podría ser y no será (pero haremos como que no nos enteramos). Se trata de aceptar la realidad histórica, de contemplarla en toda su complejidad y ambigüedad y de cambiarla en los límites de lo posible (de lo posible real, no de lo posible deseado o imaginado) con esfuerzo y probidad.
Si elegimos para el final de nuestra antología un texto de Ortega en que habla de la necesidad de verdad para la vida, es porque creo que en él se resume una visión de lo humano en la que lo verdadero y lo falso aún tienen un valor absoluto: no de la verdad manufacturada, sino de la verdad que se busca. Incluso reconociendo la extrema contingencia y fragilidad de las cosas, Ortega regresa al origen de la filosofía occidental y recupera la verdad esencial de la que ha vivido Occidente: la existencia exige un sentido, tenemos que saber por qué y para qué vivimos. El duro aprendizaje de la modernidad es que nadie nos la regala ni hay voces que la dictan: ni la teología ni la ideología, ni la tradición ni la utopía. Es menester descubrir la propia razón de existir. Y, en ella, anclar el resto de las verdades, que serán provisionales. Pero de algún modo necesarias si hemos hallado la forma de ser fieles a nosotros mismos.
[1] Doy la traducción popular que recuerdo. Una más precisa es la siguiente: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí» (Crítica de la razón práctica, trads. Emilio Miñana y Manuel G. Morente, Salamanca, Sígueme, 2006, p. 197.
[2] Kant es el primero en poner límites a la razón: ésta no puede ir más allá de la experiencia ni, por tanto, hacer juicios sobre cuestiones teológicas o metafísicas. Tal es el plan a que obedece La crítica de la razón pura (1781; 2.ª ed.: 1787).
[3] Un magnífico observador de la crisis europea de los años treinta, George Orwell, advertía: «Hitler, por sentirlo con excepcional intensidad en su mente sin alegría, sabe que los seres humanos no sólo desean comodidad, seguridad, reducidas horas de trabajo, higiene, control de la natalidad y, en general, sentido común; también quieren, por lo menos de vez en cuando, lucha y sacrificios propios, por no citar los tambores, las banderas y los desfiles. Sean lo que sean como doctrinas económicas, el fascismo y el nazismo son psicológicamente mucho más firmes que cualquier concepción hedonista de la vida». «Mein Kampf, de Adolf Hitler» (1940), en A mi manera, Barcelona, Destino, 1976, p. 153.
[4] Me refiero a la hipótesis del genio maligno cartesiano: la realidad misma nos engaña. Es la novedad que aportan los regímenes totalitarios cuando construyen mecanismos que falsean el pasado o el presente.
[5] Citado por Arendt, Pasado, p. 253.
[6] Los orígenes del totalitarismo, «Ideología y terror. De una nueva forma de gobierno», passim. La cita, en la p. 571.
[7] Disponible en línea: <http://documentacion.aen.es/pdf/revista-aen/1997/revista-63/11-la-funcion-politica-de-la-mentira-moderna.pdf>. Puede consultarse, asimismo, a la edición de Pasos Perdidos, 2015.
[8] Young-Bruehl cuenta que se conocen en París cuando su marido entra en contacto con el círculo de Raymond Aron y añade: «Más tarde se convertiría en amigo íntimo de Arendt». Hannah Arendt, p. 163.
[9] Histoire du mensonge. Prolégomènes, Galilée, 2012, p. 34. La traducción es mía.
[10] Describiendo el concepto de «crimen contra la humanidad» como una novedad absoluta en el orden de la historia, señala Derrida que supone una «invención» legal que posee una dimensión realizativa, es decir, performativa; una invención que es, en realidad, una «intervención» con consecuencias en el plano de la historia. Derrida abre así una línea de ataque contra la visión clásica de la verdad como declaración-adecuación a lo real que un sujeto asimila por la percepción-experiencia. Sugiere, en última instancia, que la realidad y la verdad son fruto de interpretaciones performativas. (Véanse las pp. 57 y 58).
[11] Al parecer, ya había sido usado en la guerra de Vietnam.
[12] El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, resulta el ejemplo más conspicuo para iluminar la actualidad que ha cobrado en los últimos años la relación entre el poder y la mentira. El artículo «Trump: cadena de calamidades», del novelista Richard Ford, publicado recientemente en El País, basa el balance del primer año de Gobierno del presidente en el más absoluto de los desprecios hacia la verdad. Después de enumerar una buena ristra de mentiras, desde que Obama nació en Kenia hasta hacer «mofa de los descubrimientos científicos cuando los resultados se le antojan inconvenientes», concluye: «Ha mentido compulsivamente sobre prácticamente toda gestión gubernamental ordinaria. Y al hacer todo esto ha desdibujado la frontera existente entre lo que ha sucedido y lo que no —ese cálculo precioso en virtud del cual la ciudadanía mantiene su equilibrio—» (suplemento Babelia, de El País, publicado el 4 de noviembre de 2017, p. 5).
[13] El político y el científico, Madrid, Alianza Editorial, 1975, p. 229.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]