5. NUESTRA CRISIS FIN DE SIGLO. BALANCE DEL SIGLO XX: LAS MEDIAS TINTAS
Hay historiadores que llaman al siglo xx el «siglo corto» porque habría comenzado en 1914 y terminado en 1989, con la caída del muro de Berlín, acontecimiento emblemático del hundimiento del orden mundial basado en la confrontación de bloques económico-militares que conocemos como Guerra Fría. Una crónica de la mentira en el siglo xx hallaría material interminable en las historias de espías, tanto de las guerras calientes como de la Fría, especialmente de ésta, así como en la forma en que los respectivos Gobiernos de las potencias mundiales mintieron a sus ciudadanos y al resto del mundo en un sistema de deconstrucción de la verdad más o menos globalizado. Es cierto que ha podido haber asimetrías, pero los desarrollos tecnológicos que facilitaban la mentira en cualquiera de sus modalidades resultaron demasiado tentadores. Alexandre Koyré, en «La función política de la mentira moderna» (1943),[7] inicia su análisis afirmando: «Nunca se ha mentido tanto como ahora. Ni se ha mentido de una manera tan descarada, sistemática y constante». ¿Ha perdido un mínimo de actualidad, de verdad, esta afirmación? Muchos años después, Jacques Derrida, en una conferencia en que discutía la posibilidad de llevar a cabo una «historia de la mentira», recuperaba el texto de Koyré como una aportación fundamental a su objeto de reflexión, junto con otros de Hannah Arendt, justamente, los citados en nuestra antología. Destaca el filósofo francés la proximidad del primero de los ensayos de Arendt, «Verdad y política» (1964), a la tesis central que argumenta Koyré, a saber: que hay una forma específicamente moderna de mentir o de construir la mentira, vinculada a la técnica y al uso que de ella hicieron las formaciones políticas totalitarias. La cercanía entre ambos planteamientos, en efecto, existe. Derrida ignora, al parecer, que Arendt y Koyré eran amigos desde la estancia de la primera en París a comienzos de los años treinta y que, por fuerza, debían estar en contacto en torno a la fecha en que Koyré publica su artículo, 1943, porque ambos residían en Nueva York. Arendt había llegado desde Lisboa, después de huir de la Francia de Vichy, en 1941, y Koyré residía allí como exiliado.[8]
Volviendo a la conferencia de Derrida, dictada en París, en abril de 1997, lo que me interesa destacar es la plena coincidencia con los dos autores citados en cuanto a la especificidad moderna de la mentira, sobre todo, en política, insistiendo en un dato al que va a conceder mucha importancia en el curso de sus reflexiones: «En la modernidad la mentira habría alcanzado su límite absoluto, que habría llegado a ser “completo y definitivo”» («Ascensión y triunfo de la mentira»).[9] Derrida se muestra crítico con la concepción de la verdad, demasiado clásica a su juicio, de Arendt y Koyré, al referir la verdad a su dimensión de revelación, de contrastación con una realidad dada, mientras que habría que prestar atención a la dimensión realizativa[10] de la verdad. Entonces, la mentira se entendería menos en su relación con los hechos, que oculta o falsea, y más con el testimonio, es decir, con la intencionalidad consciente de sí que tiene que darse en el sujeto autor de mentiras. Ampliando la intuición de Koyré en el sentido de que el totalitarismo habría descubierto la dimensión pragmático-deconstructiva de la verdad, Derrida amplia la hipótesis: dada la dimensión realizativa que sin duda caracteriza a la verdad moderna, ésta nos incita a tomar decisiones frente a «una problemática interpretativa y activa —realizativa—, en virtud de la cual, la verdad, tanto como la realidad, no es un objeto dado de antemano que sólo se trataría de reflejar adecuadamente». Pero al mismo tiempo insiste, con razón, en la novedad que han traído consigo las últimas innovaciones tecnológicas en cuanto al estatuto de la imagen. Tendríamos, entonces, que el diagnóstico sobre las prácticas totalitarias de la verdad «podría extenderse ampliamente a ciertas prácticas actuales de supuestas democracias en la época de una cierta hegemonía capitalístico-tecnomediática» (p. 78).
Tanto Koyré como Arendt habrían pasado por alto que mentir es un «hacer», que siempre hay que tomar en consideración, además de la dimensión objetiva (Koyré) y fáctica (Arendt) de la verdad moderna, su pertenencia al plano de lo realizativo. Aunque asume sus conclusiones acerca de que los regímenes totalitarios «están fundados sobre la primacía de la mentira» (Koyré), a Derrida le parece optimista la confianza de ambos en que la realidad termina por resistir y sobreponerse a todas las manipulaciones. Pese a que no llega a realizar su análisis sobre los cambios en el nuevo estatuto que la imagen está adquiriendo en los media, sobre todo en televisión, apunta en una dirección que las nuevas tecnologías y las redes sociales desarrolladas gracias a ellas han confirmado hasta la saciedad: la dirección en que la imagen, la representación virtual, tiende a reemplazar al original del que se supone es copia.
Desde la muerte de Derrida en 2004 esta novedad no ha hecho sino crecer en cantidad y en cualidad. Los cambios en la estructura mediática, en la presencia invasiva de los medios de comunicación, en la mediación de la radio, la televisión y, más recientemente, internet y las redes sociales invitan a preguntarse si existe aún eso que llamamos «realidad» como un ente, o conjunto de entes, permanente y autónomo respecto de sus representaciones y traducción en imágenes. Derrida observa que se «ha llegado a transformar el estatuto del sustituto icónico, de la imagen, y del espacio público» (p. 89). Se refiere a las imágenes de las noticias, de la propaganda que pueden convertirse en imágenes-mentira o, en todo caso, en imágenes manipuladas que responden a intereses y objetivos que permanecen ocultos al destinatario de las mismas, por lo que no puede entender el verdadero sentido de lo que está viendo u oyendo. Es decir, que puede estar ya ocurriendo que la imagen sustituya al acontecimiento y que el icono se transforme en un simulacro, en un fantasma. (Pero ¿es posible refutar, falsar a un fantasma? El simulacro reemplaza, al tiempo que destruye, lo real en cuanto tal).
El balance del siglo xx respecto de la verdad no puede ser más desolador. Podría decirse que los dos bloques enfrentados durante los años de la Guerra Fría terminaron contaminándose por sus respectivas lógicas, igualmente perversas para la salvaguarda de la confianza en la verdad: por un lado, la lógica del poder totalitario que, como ya se ha dicho, cifra su seguridad en la coherencia absoluta de un discurso ideológico que se ve en la necesidad de ocultar toda realidad que lo desmienta; y, por otro, la lógica del beneficio material y de la lucha por la influencia mediática, que tienen necesidad de encajar las versiones de los hechos en las estrategias electorales que permiten acceder al poder en las democracias parlamentarias. De ahí que lo que los servicios de seguridad hacen en el primer tipo de sociedad lo llevan a cabo en la segunda la alianza entre el publicista y el experto, apoyados en los desarrollos tecnológicos en el terreno de las comunicaciones.
Una especie de «congelación de la historia», después de la extraordinaria aceleración que experimentó en la primera mitad del siglo xx, pareció sobrevenir al término de la Segunda Guerra Mundial. También en el plano de las ideas. Los filósofos de la sospecha, sólidamente encajados en los discursos académicos, tenían la última palabra. En lo que se dio en llamar «filosofía continental», Marx, Freud y Nietzsche siguieron siendo las fuentes más o menos absolutas de inspiración. Bastará con evocar las figuras que dominaron el panorama académico en las grandes universidades occidentales, de Berkeley a la Sorbona, pasando por Berlín: Marcuse y Adorno, Althusser, Lacan, Foucault, Derrida, Rorty, Vattimo, etcétera. Lo que todos ellos tienen en común es su filiación, incluso su dependencia, del nivel teórico fijado por la Santísima Trinidad de la sospecha, con el acicate del segundo Heidegger. En cuanto a la filosofía anglosajona, aunque se mantuvo al margen de la mencionada tendencia, no escapó a su ascendiente y prestigio cuando comenzaron a maliciarse que entre Wittgenstein, al fin y al cabo, asiduo lector de Schopenhauer, y Heidegger no había tanta distancia. Después llegó la moda de la deconstrucción y los filósofos posmodernos levantaron acta de que la época de los grandes relatos —¡y qué más grande relato eurocéntrico que el de la verdad universal!— había llegado a su fin. Y, con ella, en estrecha relación con las nuevas tecnologías, el dominio de las «medias tintas», del trampantojo y del palimpsesto constantemente borrado y reescrito.