POR ÁLVARO LUQUE AMO

En el primer capítulo de la serie televisiva The Corner (1997), precuela de The Wire, un yonqui le muestra a su compañero de jeringuilla una rara curiosidad por las profundidades del cerebro; mientras se chuta, le explica: «no nos damos cuenta de lo poderosa que es la mente humana. No utilizamos casi nada del poder que tenemos, ¿sabes? Si lo estudias científicamente, si el hombre progresara hasta el punto de utilizar todo su cerebro, entonces todo sería posible: milagros…». Son dos yonquis nostálgicos, perfilados con rigor, que buscan y no encuentran el chute que los reconcilie con sus inicios en la droga. En esa búsqueda, no es arbitraria la obsesión de este personaje por los parajes más oscuros del cerebro, espacios que de algún modo pretende iluminar a partir de la autoexperimentación continua.

En la narrativa hispánica de las tres últimas décadas, parece predominar un impulso de exploración interior manifestado en el cultivo de escritura autobiográfica, por un lado, y en la proliferación de un tipo de literatura que pone en diálogo asuntos como la ciencia, la droga y el esoterismo, por otro. Una síntesis de los dos estilos puede encontrarse en una de las grandes obras del XXI: La novela luminosa, de Levrero. Allí el uruguayo dedica la mayor parte de su obra a un diario autobiográfico, escrito entre 2000 y 2002, en el que se examina día a día, testimonia su experimentación con fármacos antidepresivos y programas informáticos —son los inicios del Internet doméstico—, y registra sus sueños y experiencias paranormales. La atmósfera resultante es un híbrido entre realidad cotidiana e irrealidad espiritual en la que el Yo protagonista levanta un poderoso artefacto literario. Lo cercano se problematiza, se cuestionan los límites entre la realidad y lo onírico, y en este proceso cobra una especial relevancia ese sintagma decimonónico de paraísos artificiales que Levrero cruza con la nueva realidad informática.

Otros autores juegan con estos elementos en los siguientes años —Luis Magrinyà, por poner un ejemplo, los utiliza de forma equivalente en Intrusos y huéspedes (2005)—, pero es sobre todo en la última novela hispánica cuando empieza a ser una constante en escritores como Benjamin Labatut, Mateo García Elizondo, Víctor Balcells Matas, Aixa de la Cruz o Mónica Ojeda, entre otros. Son autores jóvenes que ya no escriben en las coordenadas punk de las primeras novelas de José Ángel Mañas o Mariana Enríquez, no están interesados en la narconovela, ni tampoco en el tono quiqui de un Francisco Casavella o en los vínculos entre droga y violencia. La utilización de la droga, la ciencia y lo esotérico que ellos proponen se vincula a ese impulso interiorista explicado más arriba, a la necesidad de escribir sobre las realidades adulteradas que abren nuevas posibilidades a la experiencia humana. Es, bajo el evidente influjo de autores como Burroughs o Dick, una narrativa cercana en algunos casos a eso que Germán Labrador, siguiendo a Alberto Castoldi, denominó «literatura drogada».

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Benjamin Labatut (1980) es uno de esos escritores notoriamente raros, excéntricos, que carecen de una tradición concreta a la que pertenecer. Nacido en Rotterdam, criado entre La Haya, Buenos Aires y Lima, y asentado en Santiago de Chile, escribe en español e inglés indistintamente, y a esta biografía móvil se une su interés por un tipo de narrativa rara. Un verdor terrible (Anagrama, 2020), su novela de consagración, es un recorrido por varios hitos de la ciencia del siglo XX. A medio camino entre la novela y el ensayo, Labatut se propone ahondar en los límites de lo que George Steiner denominó posficción, quizás la modalidad macrogenérica más importante de la literatura occidental del XXI.

Un verdor se divide en cuatro secciones y un epílogo. Como confiesa el autor, es «una obra de ficción basada en hechos reales» y la «cantidad de ficción aumenta a lo largo del libro». El estilo que emplea es rápido, ágil, y la forma en que tiene de afrontar un personaje y unos hechos históricos, diseccionarlos, y a partir de ahí desarrollar una historia novelesca, remite al método de Stephen Greenblatt y su neohistoricismo. Labatut parte así de la anécdota histórica, el asunto aparentemente pequeño, que le sirve, como el Stendhal de la Cartuja, para desarrollar un relato en el que se superponen todo tipo de referencias históricas. El enfoque, sin embargo, es más cercano al de Greenblatt que al de Stendhal, de modo que el relato histórico aguanta las continuas embestidas del discurso ficcional.

En la primera narración, Azul de Prusia, se centra en el origen y la evolución del cianuro hasta que pasa a convertirse en uno de los grandes venenos del siglo XX. Este recorrido, que es también una particular historia de los colores, se abre con la masiva utilización de anfetaminas por parte del ejército nazi en su guerra relámpago y concluye con el relato de la novelesca vida de Fritz Haber, padre de la guerra química y quien pasó sus últimos años de vida obsesionado con la idea de que su método para extraer nitrógeno del aire acabaría alterando el equilibrio natural del planeta; las plantas se esparcirían así sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo y sepultar al ser humano bajo un verdor terrible. En los dos siguientes cuentos relata las teorías que desarrolló Karl Schwarzschild para complementar el trabajo de Einstein, por un lado, y la enigmática figura del matemático Alexander Grothendiek, por otro. Y en la última narración, la más larga del libro, Labatut se centra en el bello mano a mano de Schrödinger y Heisenberg en el debate que cambió la física del siglo pasado.

Un verdor funciona como un compendio, como un museo compuesto por infinidad de personajes e historias muy bien hiladas y que tienen un elemento común en el cuestionamiento de la realidad llevado a cabo por la ciencia a lo largo del último siglo.

Mucho más próxima a la etiqueta de «literatura drogada», y más lejos de la ciencia, se sitúa la primera novela del mexicano Mateo García Elizondo (1987), Una cita con la Lady (2019). Un yonqui abre sus páginas con una memorable frase: «Vine al Zapotal para morirme de una buena vez». Este homenaje a Juan Rulfo y su Pedro Páramo no se queda ahí, sino que además el estilo que cabalga la novela tiene las reminiscencias rulfianas en el cultivo de lo breve, lo antirretórico, lo oral. El yonqui, de nombre desconocido y apodado como muertito, lleva a cabo durante doscientas páginas la crónica de sus últimos días. La Lady es la droga, la heroína que el protagonista quiere consumir hasta morir, y el Zapotal, esa villa tan parecida a Comala, es el lugar que ha elegido para hacerlo. Allí convive con los lugareños, quienes lo reciben con rechazo y también extrañeza, y con tres cosas que lleva consigo: un cuaderno, todos sus recuerdos y un ejército de fantasmas que se le aparecen, en la vigilia del mono, cada cierto tiempo. Este último elemento es el que emparenta la novela con el realismo mágico de Rulfo, con los fantamas de Comala, si bien en el caso de Elizondo son fruto de la visión, adulterada por el efecto o la ausencia de la droga, del protagonista. Esto también lo sitúa en unas coordenadas similares a las de Mariana Enríquez en Nuestra parte de noche (2019), dentro del neogótico latinoamericano, una novela que curiosamente se ha publicado el mismo año que Una cita con la Lady, lo que evidencia el universalismo de la nueva literatura hispánica.

Este homenaje a Rulfo, por otro lado, no es arbitrario. Elizondo es mexicano, pero además es nieto de Gabriel García Márquez, de quien es conocida su afición por la literatura de Rulfo —confesaba, Gabo, su fascinación al leer por primera vez Pedro Páramo—, de modo que Comala y Macondo devienen ahora Zapotal, y los fantasmas de ambos lugares son las apariciones que frecuentan a este yonqui.

Pero Elizondo, respecto a sus predecesores, incorpora nuevos elementos. Por ejemplo: el humor tragicómico del protagonista, en busca de una muerte burlona y esquiva; algunas referencias costumbristas; y sobre todo los elementos referidos al mundo de la droga. En la configuración de este personaje protagonista y su relación con la droga está mayor el logro de la novela. García Elizondo es capaz de construir un yonqui verosímil, de irónicos carne y hueso, que capitaliza esta figura del mundo moderno. En el séptimo capítulo de la novela, el protagonista rememora la primera vez que probó la Lady: «Esa fue la primera vez, y siempre la revivo porque nunca hubo ninguna otra como esa. Ese vez en la playa con Jairo y el Cleto, esa es la sensación que he estado buscando por años y no logro encontrar, ese hogar mío al que nunca podré regresar». Si volvemos al comienzo de este artículo, podemos encontrar esa nostalgia del yonqui ilustrado de The Corner; el hogar todo yonqui está en el pinchazo que nunca va a igualar.

El efecto alucinatorio de la sustancia que consume o necesita consumir el protagonista tiene, además, una correspondencia en el aspecto formal. Su visión adulterada, que el yo autobiográfico acapara durante toda la narración, incide en la creación de una atmósfera irreal, a partir de un espacio no vinculado a referentes geográficos y que posee un carácter atemporal, mezcla de pasado, presente y futuro. En un número reciente de esta revista, Elizondo escribía una carta a Michel Nieva para sugerirle su interés por lo que denomina una «ficción psicodélica», una literatura «en la cual los fantasmas de la mente se desbordan de los límites del cráneo, y se vuelven indistinguibles de la realidad externa». No hay modo más efectivo de definir la naturaleza de este tipo de narrativa; los fantasmas mentales se hacen visibles como monstruos goyescos, se confunden con los personajes reales a semejanza de lo que ocurre en Una cita y se problematiza, tal y como sucede siempre en los géneros próximos a lo fantástico, lo cotidiano.

Como imbuido de la novela de Levrero, el español Víctor Balcells (1987) emplea en su segunda novela, Discotecas por fuera (2022), el espacio virtual para redundar en esa exploración introspectiva. El protagonista, que tiene el mismo nombre del autor, se dedica a posicionar webs —como el autor—, y vive en Barcelona —como el autor—. Estos elementos propios del discurso autoficcional —recuérdese: identificación entre autor, narrador y personaje protagonista en un marco novelesco— no buscan tanto el cuestionamiento de la identidad autorial y sus desgastados juegos como cierto anclaje en lo cotidiano que le permite al narrador contraponer ese espacio con una realidad distópica. Más allá de alguna referencia burlesca al ámbito real de Balcells —como el cameo del filósofo Ernesto Castro bajo el nombre de Ernst Castro—, en Discotecas por fuera se despliega una trama de ciberpunk en la que vuelven a aparecer, enhebrados, la ciencia —computacional—, el esoterismo y las drogas.

Este protagonista de nombre Víctor acaba de dejar su relación con Ur, su novia. Como una suerte de terapia, compra un dominio de internet para crear una enciclopedia online de monstruos y se va a vivir junto a una amiga, Ju, que también es posicionadora de webs, y otros compañeros de piso. En esa especie de comuna internauta, compuesta por personajes variopintos, Víctor experimenta con MDMA, flirtea con Ju, y finalmente se ve envuelto en una especie de batalla virtual contra el Halo, una especie de fuerza magnética —como la niebla de Cormac McCarthy en La carretera, pero invisible— que amenaza con convertir a todos los mortales en seres sin voluntad propia, zombies urbanos. El rasgo determinante de este Halo es que es «un producto de la psique o la imaginación», de modo que, tal y como teoriza Elizondo más arriba, son los fantasmas de la mente los que desbordan los límites del cráneo para poblar la realidad.

En una entrevista, Balcells ha reconocido que en la época en que escribió esta novela sufrió «una psicosis o momento de colapso después de haber trabajado en una agencia de posicionamiento, entonces fui medicado y al mismo tiempo tomaba ciertas sustancias, la mezcla me llevó a importantes experiencias esotéricas». Este es el anclaje biográfico sobre el que se basa una narración totalmente alejada de lo referencial. Balcells traduce sus experiencias esotéricas con una trama en la que el mundo real está amenazado por ese mundo fantasmal del halo; el protagonista de Discotecas va asumiendo las propiedades de la niebla invasora a partir de experiencias cotidianas —droga, informática, amor— que cuestionan la propia realidad existente, y en ello radica la proximidad de la novela de Balcells con las obras anteriores, su pertenencia, por decirlo así, a esta nueva narrativa.

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El derrumbe del sistema de conocimiento acaecido tras la llegada de Internet, el cuestionamiento de los esquemas de pensamiento previos y la revolución que, en definitiva, supone este Aleph permanentemente disponible, inciden en el interés por las ciencias ocultas, alternativas, demasiado novedosas para ser canonizadas y muy atractivas gracias a su capacidad de sugerencia y misterio. Esta querencia por lo desconocido triangula de forma obvia con el campo de la informática, pero también de modo menos evidente con el mundo de las drogas y los fármacos. Las drogas y sus efectos, gracias entre otras cosas al tabú social más que vigente, siguen siendo grandes desconocidos para el público medio, y prueba de ello es el interés que despiertan obras como la de Antonio Escohotado, padre de la divulgación académica sobre estupefacientes.

En la literatura reciente, autores como los de arriba aprovechan esta inclinación hacia lo esotérico para construir novelas que problematizan los nuevos accesos a la realidad. Son escritores jóvenes —nacidos, por lo general, a partir de los ochenta— que han tenido contacto con las nuevas tecnologías en un periodo temprano de su vida. Se trata, además, de una tendencia narrativa que dialoga estrechamente con el neogótico latinoamericano; más arriba se citaba a Mariana Enríquez, pero sobre todo debe mencionarse la obra de la ecuatoriana Mónica Ojeda (1986). En Nefando (2016), novela de la que ya me ocupé en otro artículo de esta revista, los protagonistas —hackers y aficionados a la informática— crean un videojuego basado en imágenes morbosas que produce una adicción similar a la propia de las drogas, que además también aparecen en escena. Es un registro muy similar al encontrado en Discotecas por fuera —ambos autores, tanto Balcells como Ojeda, muestran la herencia y superación del movimiento afterpop—, lo que, sumado a la juventud de la autora, convierte a Nefando en claro precedente de las novelas analizadas.

Otros escritores abundan en cuestiones aledañas. En España, Daniel Jiménez (1981) publica en 2016 la novela Cocaína, en la que, a partir de una autoficción muy cercana a la escritura autobiográfica, confiesa y examina su adicción a la sustancia que da título al libro. La introspección en la obra, continua, se centra en el autoexamen del narrador respecto a sus adicciones: «De lo único que no has podido librarte —se dice el narrador— es de la adicción a la cocaína como método de supervivencia ni de la adicción a la escritura como única vía de escape». Y Aixa de la Cruz, por su parte, ha dado a la imprenta en 2022 Las herederas, una novela en la que una de sus cuatro protagonistas es una periodista freelance enganchada a la cocaína y otras drogas que utiliza para mejorar su rendimiento laboral. En la novela, que abre un capítulo titulado «Farmacología familiar», la droga es la vía de escape para esta protagonista, sepultada bajo la dinámica del llamado postrabajo, pero además es una fuente de autoconocimiento, pues la trama está basada en una suerte de exploración interior, de camino hacia lo íntimo, para comprender su vida y su relación con sus hermanas tras el suicidio de la abuela Carmen, motor de la obra.

Advierte García Elizondo en la entrevista que, para él, «las culturas indígenas del mundo, ya sea protegiendo una corriente de agua, o llevando a cabo una ceremonia de yagé, intentan a su manera impedir un Apocalipsis que el mundo occidental se empeña en provocar, y que podría llegar por tantos frentes». Resulta significativo que una de las series más exitosas del 2023, The Last of Us, adaptación del videojuego del mismo nombre aparecido 2013 y con claras influencias de La carretera, tenga una trama relativamente similar a las de Un verdor terrible y Discotecas por fuera. La amenaza que preocupa a nuestra especie ya no viene del exterior, de un ente extraterrestre, sino que, como ocurrió en la pandemia del 2020, está originada en el ecosistema terrestre o, incluso, en nuestro propio organismo. La reflexión de Elizondo está otra vez vinculada a ese interés por encontrar en nosotros mismos y en nuestro sistema de pensamiento —en la ciencia oficial y en la alternativa, en la relación con la droga, en las creencias esotéricas— las respuestas a las preguntas planteadas por esta época. Y la nueva narrativa hispánica planea sobre estos asuntos, aprovecha estas inquietudes, se aventura, una vez más —pero de otra forma—, en las honduras de la mente.