POR  ERNESTO PÉREZ ZÚÑIGA

«Al borde de esta hora, de esta tierra», sigo preguntándome qué hay que dejar atrás para que aparezca lo que está esperando en la escritura. Me refiero no solo a las palabras en sí, sino al mundo que desea expresarse de una manera determinada, igual que el vellocino estaba aguardando a que Jasón apareciera con sus argonautas. El vellocino, por supuesto, no sabía nada del tiempo ni de aquel que iba a venir. Pero el escritor lo busca. A veces a tientas, como un ciego que extiende las manos por todas partes menos en ese centímetro cercano que se va hurtando a nuestras ansias. Un ciego para sí mismo o un ciego para el mundo. Y, a veces, el ciego que reúne el sí mismo y el mundo.

«El aire escribe», dice Juan Malpartida en el hermoso poema inaugural de Canto rodado. Como todos los hallazgos poéticos, estas palabras contienen una posibilidad abierta de significados, lista para que cada cual se introduzca en ella y salga con un mechón del vellocino. Un buen verso es un multiverso.

¿Qué escribe el aire? La realidad, el mundo, me contesto enseguida. Y, enseguida, añado también: nos escribe a los escritores que respiramos, fundamentalmente, para escribir. Respiramos palabras invisibles que, interpretadas en los rincones de nuestra conciencia, trasladaremos al papel o a la pantalla, da igual, a esa forma que nos recibe.

No quiero entrar ahora en propuestas metafísicas en absoluto, pues estoy buscando otra razón: la de la literatura hoy, en un siglo que no es de la literatura. Quizá siga siendo el tiempo del ensayo, y con seguridad seguirá siendo el de la poesía, pero la novela está siendo sustituida socialmente, aunque, por supuesto, no para todas las personas. Para muchas, sigue siendo el lugar donde la totalidad del ser humano se expresa con mayor libertad, creatividad y riqueza.

Afirmaba Andrés González Blanco, en su Historia de la novela en España, de 1909: «Nuestros hijos distinguirán al siglo que pasó con significativa y justa apelación de siglo de la novela». Se refiere al éxito creativo del género, por un lado, tanto en la temprana vertiente romántica como en la derivación paulatina hacia el realismo, es decir, desde «las aventuras descabelladas e intrincadísimas peripecias» a «los incidentes reales y verismos encantadores que ofrece la Vida (sic) de todos los días». Por otro, resaltaba la avidez creciente de un público lector, durante el siglo XIX, deseoso de leer esas historias, y la fecundidad consecuente de los novelistas.

González Blanco empezaría hoy su ensayo de otra forma, a pesar de las obras maestras que se iban a publicar, en el ámbito narrativo, durante el siglo XX. El siglo XX fue el siglo del cine, podría haber dicho, a pesar de Kafka, Proust, Joyce, Faulkner, Woolf, McCullers, Camus, Guimarães Rosa, Yourcenar, Onetti, Linspector, García Márquez, Kawabata o Laforet. Resulta imposible afirmarlo para nosotros, cuyo universo mental y vital se constela con el torrente literario de nombres como estos. Pero es muy probable que un extraterreste, si tuviera que elegir una sola manera de narrar de la civilización humana en el pasado siglo escogiera el cine. Lo que llevamos del siglo XXI, más aún que al cine, pertenece a la ficción televisiva, que curiosamente ha sabido integrar todos aquellos gustos del siglo XIX: intrincadísimas peripecias y la Vida (sic) de todos los días. Hoy, aquellos ávidos lectores y lectoras –que ya entonces destacaban en número– avarician más series que libros, y los que amamos leer somos menos, aunque seamos una especie resistente y tozuda.

Un conocido de Andrés González Blanco, Ramón del Valle-Inclán, exhortaba al lector, al «hermano peregrinante», en la primera glosa de La lámpara maravillosa: «Sé como el ruiseñor, que no mira la tierra desde la rama verde donde canta», un antídoto tan válido en su tiempo como en el nuestro para los escritores sin fortuna popular.

Valle-Inclán sentía que su valor literario no se correspondía con la repercusión pública de su obra. Juan Carlos Méndez Gúedez –quien acaba de publicar un hermoso libro dionisiaco en fondo y forma, La diosa de agua– me recuerda que, según una encuesta reciente, de la misma manera se siente el noventa y nueve por ciento de los escritores de hoy en día. En cualquier caso, hoy podemos asegurar que, en el caso de Valle-Inclán, la razón le acompañaba. Lo afirmamos nosotros (le habría gustado saber cuántos le agradecemos su legado), pero también sus contemporáneos. Rivas Cherif, sin ir muy lejos, hablaba en Cómo hacer teatro «de mi gran amigo y maestro, a quien hubiese correspondido, en otro ambiente y circunstancias, el papel regenerador de nuestro teatro, que entendía por modo muy superior a los reformadores europeos de su tiempo y con anticipación clarividente».

«Le hubiese correspondido», se entiende, en vida, y no en la mirada ya deslocalizada y desvivida, podría decirse, de la Historia. En cuanto al «ambiente y circunstancias», me temo, se ha modificado poco a lo que la literatura de la talla de la de Valle-Inclán se refiere. Solo hay que ver la intensidad de lectura que se inculca a los estudiantes en los planes de estudios de hoy día. Me hace pensar en esos granitos de café con que se marcan los envases, del uno al cinco. Es probable que se lea, en número, mucho café ligero. Como avisaba Lampedusa, ha cambiado todo para que no cambie nada. La literatura se escribe en el espejismo público, por mucho que nos escriba el aire.

En cualquier caso, el ruiseñor al que alude Valle-Inclán no desdeña al público ni mucho menos. Se trata de una figura del alma, un centro al que el narrador o el poeta deben peregrinar para hallar el fuego genuino de su canto. De ese viaje trata La lámpara maravillosa, que se inspira en la primera novela filosófica española, El filósofo autodidacto, del granadino Abentofail, compuesta en el siglo xii y traducida al español por primera vez en 1900. En ella, Hayy, su protagonista, que crece en una isla desierta, hace un viaje deductivo desde la naturaleza al núcleo divino del universo, que se encuentra, como enseñan todos los místicos, en el recóndito escondite de uno mismo. Lo mismo hace Valle-Inclán en su Lámpara, tratado místico de estética, emparentado con lo que hoy llamamos autoficción, donde nos lleva desde los pasajes de su biografía y en conexión con la naturaleza al centro de quietud, amor y belleza, lugar de nacimiento de la música de las palabras, el aire que escribe y canta.

No es posible hacer ese camino sin desprenderse de dos de las grandes cargas que sufre el Sísifo contemporáneo: el peso del tiempo y el peso de la utilidad. Sintetiza Valle en otra de sus glosas: «Cuando nuestra intuición del mundo se despoja de la vana solicitación de la hora, se obra el milagro de la eterna Belleza».

Se trata de una liberación, por tanto, y también de una integración.

Liberarse de los grilletes del tiempo supone, sobre todo, penetrar en su núcleo y, desde dentro, descascarillarlo con la fuerza del presente, integrando el mundo con la fuerza del amor, rompiendo la cápsula en que andamos envueltos como si fuésemos únicos e intransferibles, tan únicos y encerrados que no nos enteramos de nada. «Amar es comprender», escribe Valle.

Al parecer, no ejerció esta máxima mi admirado Joyce, cada vez más envuelto en su lenguaje, página a página, progresivamente impenetrable en la escritura de Finnegans wake, envolviéndose en su armadura de palabras e ingenio, mientras sus ojos se iban apagando en la ceguera. Había comprendido al ser humano de su tiempo como pocos en el Retrato del artista adolescente, en Dublineses y en muchos pasajes del Ulises, donde quizá llegó al límite de luz que permite el lenguaje. Me pregunto qué habría escrito después si, desde esa cumbre, hubiese tomado el camino del despojamiento, en lugar de envolverse, como un mago que ha perdido el control de sus poderes, en una coraza de sortilegios.

Joyce se había liberado de cualquier noción de utilidad pública, pero quizá no de los grilletes de la obsesión, consagrada en los párrafos que cuaja el ego, un ego tan concentrado que acaba apagando la capacidad de visión. Aquel poeta vidente, Rimbaud, lo tuvo claro, antes de desintegrarse en la ausencia de escritura: yo es otro. Y Valle-Inclán, en otro pasaje de la Lámpara: «No hay otra verdad que las celestiales palabras con que se cierra el libro cabalístico de La Tabla de Esmeralda: Te doy el amor en el cual está contenido el sumo conocimiento. Solo el corazón que ama milagrosamente todas las cosas, solo la mano que bendice, puede enlazar el momento que pasó con el que se anuncia, y detener el vuelo de las horas». Y más adelante: «Para llegar a tan sutil y transcendente estado hay que amar todas las vidas como ellas se aman, y conocerlas fuera de los sentidos, como ellas se conocen, en un supremo alejamiento de cuanto a nuestros fines dice utilidad».

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