Dicho de otro modo, el artista debe bajar la mente al corazón para que el ego –que tiende a sofisticar su ignorancia– no se apodere de la escritura. A esto nos instaba James Hillman en su libro El pensamiento del corazón, que comienza con esta cita de Paracelso: «El lenguaje no pertenece a la lengua, sino al corazón. La lengua es solo el instrumento con el que se habla. Quien es mudo es mudo, en el corazón, no en la lengua […]. Déjame oírte hablar y te diré cómo es tu corazón». Por descontado, Saussure no estaría de acuerdo con esta frase, pero sí probablemente Bachelard. Porque toda literatura no deja de ser una escritura poética. «El poeta –escribió Octavio Paz en Los hijos del limo– desaparece detrás de su voz, una voz que es suya porque es la voz del lenguaje, la voz de nadie y la de todos. Cualquiera que sea el nombre que demos a esa voz –inspiración, inconsciente, azar, accidente, revelación– es siempre la voz de la otredad».

Pienso en estas ideas antes de escribir un próximo libro. Barrunto que asumirlas puede propiciar nuevas paradojas que podrían resumirse en esta: cuando amas más al mundo que a ti mismo, quizás puedas comprenderlo y expresarlo.

La lámpara maravillosa encontró parte de su inspiración en El origen de la tragedia, de Nietzsche, que Valle-Inclán leyó seguramente en la traducción de Pedro González-Blanco, hermano del autor de aquella Historia de la novela en España, en la que se incluyó a Valle-Inclán, identificándolo por su «fiero alarde de nietzschianismo».

Nietzsche, en El origen de la tragedia, identifica a Dionisos con la gran fuerza creativa y expresiva que hay en el ser humano cuando conecta libremente con la esencia de sí mismo. Apolo, por su parte, representa la forma, una suerte de riendas que sujetan al caballo dionisiaco aplicando su idea –apolínea– de belleza. Nietzsche acaba su libro celebrando la convivencia armónica de los dos dioses, y se puede afirmar que toda la obra de Valle-Inclán es una investigación sobre el equilibrio de las dos fuerzas, con una progresiva victoria del exceso dionisiaco que supone el esperpento; una deriva dionisiaca compensada con una distancia de perspectiva, cada vez más alejada, paradójicamente, del corazón humano que Valle-Inclán había expresado con singular belleza, por ejemplo, en las Sonatas.

En realidad, toda la historia del arte se podría mirar a través de esta dialéctica, donde hay épocas en que Apolo se impone a Dionisos y al contrario. Pensemos, por ejemplo, en la Ilustración como el triunfo de un Apolo que convierte su forma en norma y en el Romanticismo como la rebelión de Dionisos. Desde este punto de vista, la vanguardia supuso la victoria descomunal de Dionisos gracias a su séquito de ménades –dadaísmo, surrealismo, cubismo, etcétera– que desmembraron, como a Penteo en la tragedia de Eurípides, el patrimonio completo de las normas clásicas. De esa victoria apabullante pero temporal se iría tomando venganza Apolo a partir de la segunda mitad del siglo XX, reconquistando buena parte de la expresión artística, aunque ya entreverada de las herramientas vanguardistas más útiles, hasta que el propio Apolo se fue aligerando y refrescando con la revolución pop. Dionisos volvió a aparecer con su travesura y atrevimiento, tanto que comenzó a coquetear con los titanes.

Antes de referirme a los titanes, cabría preguntarse qué ocurre hoy día respecto al equilibrio de estas dos fuerzas estéticas. El triunfo editorial de las novelas de género nos habla claramente de la preponderancia de Apolo, así como la preferencia de los editores en general por novelas con intriga, trama y fórmulas probadas, más cercanas a las normas apolíneas. Hay muchísimas excepciones, desde luego, pero es raro encontrar novelas donde Dionisos campe a sus anchas, con una fuerza creativa que se tenga en cuenta poco más que a sí misma, como ocurría en las novelas de Beckett o de Faulkner, por poner dos ejemplos claros de narrativa dionisiaca.

Dionisos, al menos en la narrativa española de la segunda década del siglo XXI, vive más bien atemorizado, se esconde y se camufla, y muchos son los novelistas que lo reprimen. ¿Por qué? Por miedo a los titanes que le echaron el ojo en la revolución pop.

Rafael López Pedraza, en Dionisos en el exilio, realiza un análisis psicológico de nuestra sociedad recordándonos el origen del mito de Dionisos, donde el joven dios es atraído por los titanes con un señuelo: un espejo. Dionisos, al contemplarse en un momento de distracción narcisista, es atrapado por los titanes, quienes lo descuartizan en el acto, temerosos de que el mensaje liberador que el dios niño trae a la humanidad –básicamente, «sé tú mismo»– acabe con el reinado de los titanes, que dominan el mundo gracias al poder material, con el que buscan el provecho propio. López Pedraza nos alerta en su libro del triunfo inconsciente de las fuerzas titánicas del materialismo sobre la libertad dionisiaca donde se expresa la libertad del ser humano. Otros podrían hablar de cómo el capitalismo ha normalizado las diferentes expresiones artísticas desde hace cincuenta años y se trataría del mismo fenómeno.

Si llevamos esta misma triangulación a la literatura de hoy, vemos, en la narrativa, que Dionisos no solo se las tiene que ver con Apolo, como ocurría en los tiempos de Nietzsche, sino que los titanes han llegado a dominar por completo lo que llamamos el mundo del libro, hasta el punto de que ha aparecido el término, claramente titánico, de literatura comercial para oponerse a la literatura literaria (donde Dionisos se las iba apañando como podía con Apolo). Hoy los titanes hablan por boca de buena parte del sector para pedir a los creadores que descuarticen al Dionisos que llevan dentro y se atengan a la norma, a lo que funciona, a lo que ya tiene éxito. Las razones son meramente titánicas: económicas (la necesidad de lectores) o narcisistas (el espejo de la fama, donde, al primer descuido, Dionisos es descuartizado).

Las consecuencias son claras. Las novelas tienden a la mansedumbre y parece triunfar una literatura domesticada, donde la mejor novela es la que se atreve ma non troppo, la que ofrece un gustirrinín dionisiaco bien enmarcado en la invención apolínea definitivamente esclavizada y aupada por los titanes.

Sin embargo, hay una vía que los titanes no pueden destruir, por el sencillo hecho de que los incluye a ellos mismos: el trabajo en los arquetipos y en la necesidad humana de escuchar, de manera metafórica, la historia esencial de nuestra alma, la que Campbell identificó como el camino del héroe y Propp con la estructura del cuento popular, y que se puede sintetizar en que hay unos pocos argumentos que cuentan no solo la historia de la humanidad sino la de cada ser humano, argumentos arquetípicos que se pueden actualizar y enriquecer infinitamente, de hecho, como cada vida.

A mí me gusta hablar de la vía de Homero.

Homero, el ciego, creó la literatura ignorando su propia biografía. Su narración, que integra la poesía, refleja la aventura humana por completo. El conocimiento de uno mismo a través del viaje y de la superación de pruebas culmina con el regreso a casa, en el caso de la Odisea, y con la destrucción de la civilización como espacio teatral donde se ensaya el ser humano, en el caso de la Ilíada. Se trata de arquetipos donde no importa el nombre de Ulises o de Aquiles –podrían haber sido otros– pero que hicieron esos nombres, Aquiles y Ulises, inmortales.

Dionisos los derrama. Apolo les da forma. Los titanes no pueden hacer nada contra ellos, pues también los habitan. La narración de los arquetipos es la trama donde la existencia sucede y los narradores solo tenemos que acceder a ellos y sacudirlos para que caigan, como migajas, cientos de novelas contemporáneas.

Para ello elijo la vía de Homero. No mirarse, como Dionisos, en el espejo. No envolverse en la figura de uno mismo, como acabó haciendo Joyce con el lenguaje del Finnengans –muy admirado, sin embargo, por el mismo Campbell–, donde a mi juicio fue desapareciendo la universalidad de los arquetipos hasta crear un absoluto de forma, un Dionisos enredado en Apolo como los jugadores del Twister. Joyce, con los años, fue perdiendo, literalmente, la vista. Pero el ciego al que llamamos Homero vio personajes que todavía contemplamos. Homero supo bajar la mente al corazón. Joyce, me temo, lo fue perdiendo en el laberinto de la mente.

No va a escribir más ese que presume saber quién soy y aún menos el escritor que ya ha publicado ciertos libros y que tiene una obra señalada por ciertas características.

En cada libro, el yo ha de volver a ser ciego.

Homero es el que escucha y el que canta. Como el pájaro de La lámpara maravillosa.

Dionisos habla a través de él. Y Apolo contiene el carro del sol para que no descarrile la armonía.

El sentido de la vida del escritor es, justamente, escribir la vida, hecha de experiencia y de imaginación. De la experiencia asciende el aprendizaje, y de la imaginación descienden los arquetipos.

El lugar de encuentro es el lenguaje. Cerebro y corazón trabajan incansablemente en él. Uno proporciona la gramática y la exactitud. El otro música y sentido.

El aire escribe.

El poema de Juan Malpartida termina así: «Esta palabra carece de nombre. / Se abre como un arco en la sed del mediodía, / y, por un instante, sin límites, nos contiene».

«El ser se hace palabra», escribe Bachelard en El aire y los sueños.

El verbo se hace carne y la carne se hace verbo.

Los titanes no saben leer.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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