POR ORIOL ALONSO CANO
ESCRITURA TRANSVERSAL: LA HIBRIDACIÓN DE FILOSOFÍA Y LITERATURA

Literatura y pensamiento jamás deben deslindarse, ya que, en realidad, son dos maneras complementarias de abordar los diferentes problemas que dibujan la realidad. Este proyecto, denominado por Argullol como escritura transversal, define gran parte de la apuesta intelectual de nuestro autor, ya desde los inicios de su obra. Es un proyecto, cabe destacar, que nace del rechazo de una visión academicista, pétrea, anquilosada de la filosofía pero, al mismo tiempo, de la necesidad de otorgarle a la literatura de una profundidad temática, de una hondura filosófica, que enlazaría a Argullol con autores como Pío Baroja o Miguel de Unamuno, por citar autores españoles. La apuesta, sin embargo, no carece de riesgo. La literatura debe iluminarse por ese mundo de las ideas que parece serle tan ajeno en tantos puntos de su desarrollo (metodológico, formal, estilístico, temático, etcétera). A su vez, la filosofía, una disciplina que en gran medida se ha intentado alejar de cualesquier coqueteos artísticos, debe nutrirse de lo literario, por lo que concierne a su forma de tratar los diferentes temas, en el planteamiento de las múltiples cuestiones o problemas que trazan su discurso. Tentativa valiente, cabe apuntar, en un contexto en el que, sobre todo para los puristas de la filosofía, ésta jamás debe relacionarse con una manera de proceder más o menos cercana a la literaria (o poética, también podría añadirse) ya que, en caso de hacerlo, le alejaría de la rigurosidad y meticulosidad que tanto intenta conseguir en sus sesudos tratados o discursos, altamente pretenciosos en la mayoría de los casos, por otra parte. Para Argullol, lejos de ser así, filosofía y narrativa, literatura y pensamiento, deben verse como dos maneras de referirse a los mismos problemas, son experimentos a partir de los cuales intentamos manejar las diferentes variables de un problema para, en la medida de lo posible, ofrecer distintas perspectivas del mismo.

 

IDENTIDADES DESGARRADAS

Por ese motivo, es evidente que gran parte de los temas que trata Argullol en textos que podríamos calificar de ensayos filosóficos, como El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, o Aventura. Una filosofía nómada también se tracen en novelas como Lampedusa, El asalto del cielo, La razón del mal, Desciende, río invisible o Transeuropa. Vayamos, por ejemplo, a la cuestión de la identidad, temática crucial en la obra ensayística y narrativa de Argullol. Ya en El Héroe y el Único, observamos el replanteamiento de la cuestión del yo, encarnada en la figura del héroe trágico-romántico, que anhela alcanzar la unidad, la totalidad, la integridad definitiva. Sin embargo, tal y como lo observamos de la mano de autores como Kleist, Hölderlin, Keats, Byron, Shelley o Leopardi, este anhelo siempre acabará fracasando ya que el sujeto se encuentra desgarrado existencialmente. La unidad de la identidad es una quimera, un espejismo en el que el sujeto pretende suplir a toda costa su condición trágica. Como puede verse, esta cuestión no es propia de los discursos contemporáneos de Heidegger, Lacan o Derrida. La identidad fragmentaria y siempre troceada, el yo que ha explotado y cuyos restos de metralla se esparcen en los diferentes niveles y dimensiones de lo real, no es algo exclusivamente contemporáneo, tal y como puede rastrearse a lo largo de El Héroe y el Único. Ya en la tragedia griega, con Esquilo, Sófocles y Eurípides a la cabeza, pero también en las diferentes vertientes del Romanticismo, puede observarse de una forma diáfana este hecho. Pues bien, esta ruptura del yo, esta polifonía de voces que lo anudan para darle la ilusión de unidad, puede rastrearse a lo largo de la obra literaria de Argullol. Por ejemplo, en Lampedusa vemos de qué manera la identidad de Leonardo Caracci, desde su llegada a Siracusa en octubre de 1937 hasta que se establece definitivamente en Lampedusa a la espera de su Irene (recordemos que Irene en griego significa paz), no cesa de transformarse. De ser un erudito adolescente que se fascina por las ruinas del mundo clásico de Siracusa pasa, a lo largo de su travesía, por múltiples y contradictorios estados que parecen trocear su identidad hasta invalidar absolutamente cualquier tentativa de reconocimiento pleno: enamorado, extasiado, apesadumbrado, sufriente, arrogante, humilde, enfermo, curioso, apático, leal, desleal (su relación con Gianni por Claretta, aunque pretenda revestirse de cierta honorabilidad, es una traición al amor de Gianni por Claretta, asimismo la propia relación amor con la propia Claretta parece estar teñida constantemente de una necesidad de olvidar a Irene). Exactamente lo mismo nos encontramos en Transeuropa y todos sus personajes. Víctor, Vera, tía Ana, tío Antón, Andrei, Vladimir, Raisa… Nadie es quien parece ser, un secreto parece atravesarlos de tal manera que impide hablar de un yo absolutamente unívoco. Todos los personajes son realmente alguien otro de lo que representan (o pretenden representar) en la trama. Este hecho también lo podemos observar en el hombre de la cicatriz de oro en Tratado erótico-teológico, o bien el retrato espectral que realiza Argullol de Gaudí en Mi Gaudí espectral. En todos ellos, encontramos sujetos divididos, que se asientan sobre las arenas movedizas de lo real y que constantemente mudan de personalidad hasta alcanzar un estado de metamorfosis perpetua que definiría, al fin y al cabo, el verdadero esquema que define su subjetividad. Se trata de un yo que, en definitiva, muta de tal forma que se hace enigmático tanto para el mundo como para sí mismo, si es que tiene sentido hablar de sí mismo en este contexto de pura transitoriedad identitaria.

Sin embargo, y vinculado con esta cuestión, es importante destacar lo esencial que es el extrañamiento para tener un (cierto) autoconocimiento. Jugando con la máxima délfica del «conócete a ti mismo», para Argullol el sujeto sólo se reconoce en el momento en que es capaz de perderse, o bien, lo que es lo mismo, en el instante en que se refleja en una alteridad radical e inconmensurable. Ese otro es quien le dice al sujeto quién es. Ahora bien, esa identificación siempre es provisional, fugaz, y algo caprichosa ya que lo que lo que le dice esa alteridad no acaba de conciliare con la idea que el sujeto tiene de sí mismo. El reflejo siempre tiene algo de pérdida, de imposibilidad, de extrañeza. Pero, asimismo, y aunque parezca paradójico, garantiza una cierta unidad. Hay una integridad de mínimos que proporciona toda imagen especular. Unidad frágil, tambaleante, casi una impostura podría decirse, pero unidad, al fin y al cabo. Por consiguiente, al reflejarse, al extrañarse, al perderse, sale a la luz la alteridad que vertebra inexorablemente nuestra interioridad. Este hecho, por ejemplo, puede observarse nítidamente en el instante en que, en Visión desde el fondo del mar, Argullol nos habla de la imposibilidad de hacer un autorretrato perfecto, minucioso, exhaustivo, fiel. Tanto existencial, en el momento en que contemplamos nuestro semblante en el espejo, como estéticamente, en el momento en que Rubens, Van Gogh, Rembrandt, etcétera, hacen sus autorretratos, el rostro de uno mismo siempre es un extraño que se revela (y rebela) ante nuestra mirada. Este fenómeno lo podemos encontrar también en algunas páginas de Davalú, y, en particular, en el momento en que, al afeitarse, contempla la impronta de su sufrimiento en su semblante. En este caso en concreto, el extrañamiento del protagonista es acentuado por la injerencia del dolor, pero es precisamente esa presencia de Davalú y del sufrimiento que genera su asentamiento en sus vértebras la que dibuja una imagen especular deformada, grotesca, pero al mismo tiempo fiel a lo que es el protagonista en ese instante de su existencia. De nuevo, en Desciende, río invisible, la enfermedad invalida cualquier hegemonía de la posesión plena de la identidad. Tanto Tomás, que es quien la padece, pero también Gabriel, Durán, Marta, que son lo que conviven más o menos fugazmente con ella, se ven sometidos a su influjo en lo que hace referencia a la configuración de su propio autorretrato. Todos parecen especularse en Tomás y en la enfermedad que le corroe. Y Tomás, como no podía ser de otra forma, se refleja en su enfermedad para tener un cierto conocimiento de lo que es en este momento (tal y como se ve, por ejemplo, en el momento en que decide no poseer a Marta y dirigirse a continuación al prostíbulo. No puede corromper la belleza porque la enfermedad le comunica irremediablemente de su condición miserable). En todos estos casos, se ve como nuestro rostro, nuestro cuerpo y el reflejo que tenemos de todo ello se erigen en la encarnación de nuestra ignorancia suprema: ¿quién somos en realidad? Asimismo, por otro lado, también podría decirse que garantiza la permanencia de la máscara que todos llevamos, y que asegura la escenificación de un simulacro de tres dimensiones: de nosotros al mundo, del mundo a nosotros y del nosotros a nosotros mismos.

 

LA CONDICIÓN TRÁGICA DEL HÉROE O COMO AÑORAR LO QUE NUNCA SE HA POSEÍDO

Ahora bien, este extrañamiento es de esta manera debido a nuestra condición trágica. Somos algo ajeno, distinto, a nosotros mismos porque siempre hay algo perdido que nos constituye. Tragedia y comedia. Tragicomedia, como tanto le gustará decir a Argullol. Existe una edad de oro siempre deseada y que, por ello, empuja nuestra voluntad a adentrarse por los diferentes espacios de lo real. No obstante, sabemos perfectamente que jamás la poseeremos. Es una certeza. Más aún, esa edad de oro que nos impulsa, ese estado de plenitud que deseamos, con cierta ansiedad y desasosiego, intuimos, o en algunos casos sabemos, que no ha existido jamás. Tal y como leemos en El Héroe y el Único y en El fin del mundo como obra de arte, la edad de oro por la que tanto luchamos, que tanto nos desespera, no deja de ser un engaño, un hechizo, un sortilegio. Un espejismo necesario, fundamental, crucial, pero espejismo, al fin y al cabo. Este fenómeno puede observarse diáfanamente en la decisión que toma el protagonista de Davalú cuando inicia su viaje a Cuba. Todo parece indicar que lo idóneo es la no partida, que lo ideal es la necesaria convalecencia que palie un dolor que acaba de iniciar su tortura. Pero el protagonista se marcha. Va hacia adelante, pero también, por qué no decirlo, va hacia atrás. Más en concreto hacia ese territorio mítico (importantes en este aspecto son las referencia a La Habana prerrevolucionaria) en el que, quién sabe, poder alcanzar la unidad originaria y, por ello, que el desgarro (físico en este caso) finalice de una vez por todas. Exactamente lo mismo podemos encontrar en el viaje de Gabriel y Tomás en Desciende, río invisible, o en toda la travesía de Bruno en El asalto del cielo. Son ejemplos de la manera en que el hechizo de la unidad, de lo perdido irremediablemente, tal vez por su inexistencia o tal vez por su carácter necesariamente evanescente, se convierte en el motor irrenunciable de la aventura.