POR  JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

LA EXPERIENCIA Y EL NOMBRE

La experiencia la hemos tenido todos. En un momento de la conversación, ante lo que otro dice, callamos o decimos algo insulso. Una vez terminada, cuando ya no hay remedio, se nos ocurre una réplica estupenda, lúcida, ingeniosa. No es casualidad que quien nombró este fenómeno viviera en Francia en un siglo, el xviii, en el que la conversación era considerada un arte. Se trata de Diderot, y llamó a esta vivencia el «ingenio de la escalera». Al menos, eso es lo que dice la Wikipedia y se repite por doquier. También explica la enciclopedia exprés que la escalera es la de la tribuna de oradores, que uno está bajando cuando se le ocurre la respuesta genial y ya inútil. La prueba que se aduce es un texto de su obra la Paradoja del comediante. Si vamos a él, comprobamos que, en efecto, se describe la experiencia, pero no encontramos la famosa expresión por ningún lado. Para colmo, la escalera que aparece no es la de una tribuna, sino la de la casa del anfitrión donde ha tenido lugar la comida en la que el narrador se ha quedado sin palabras. Merece, pues, la pena citar el texto. Dado que en la traducción de Ricardo Baeza (Madrid, Calpe, 1920) no aparece el término escalera, utilizo la de la edición de Mondadori de 1990, quizá a cargo –nada se dice al respecto– de Fernando Savater, quien firma la introducción general a ese y a los demás ensayos que aparecen en el libro:

Contaba yo un día este hecho en la mesa, en casa de un hombre al que sus talentos superiores destinaban a ocupar el puesto más importante del Estado, el señor Necker; había un número bastante grande de gentes de letras, entre los que estaba Marmontel, al que quiero y me quiere. Este me dijo irónicamente: […] «Esta interpelación me desconcierta y me reduce al silencio, porque el hombre sensible, como yo, se ve completamente afectado por lo que se le objeta, pierde la cabeza y no vuelve a ser dueño de sí mismo hasta llegar al pie de la escalera».

Estas palabras están dichas en el contexto de una discusión sobre si el actor o la actriz deben sentir aquello que interpretan. El interlocutor que cuenta la anécdota referida sostiene que la clave está en observar y reproducir fielmente y con sangre fría los gestos de una persona con sentimientos, pero sin padecerlos. Como ejemplos pone a la Clairon y a Garrick, aquella una famosa actriz francesa y este un no menos conocido actor inglés. En un coup de génie recursivo, Diderot introduce la polémica en la propia conversación sobre la polémica. Es el hombre sensible precisamente quien se queda sin palabras y el hombre frío quien asesta la réplica pertinente, del mismo modo que es el actor insensible quien mejor reproduce los gestos de la tristeza o la alegría y el actor fogoso el que, si bien un día puede lograr una buena actuación, al siguiente fracasará. Diderot (o el personaje que habla por él) distingue con claridad entre el sentimiento de algo y su puesta en escena, que queda entorpecida por aquel, en consonancia con lo que un profesor mío dijo una vez: «No se puede poner cara de atender y atender al mismo tiempo».

El ingenio de la escalera como experiencia nos aparece, pues, en una comida mundana, inserta a su vez en una discusión sobre el teatro. El mundo (en el sentido en que esta palabra se entendía en Francia en el xviii) y el teatro, dos ámbitos que veremos se reflejan uno en otro.

Queda por dilucidar quién utilizó la expresión por primera vez, dado que no fue Diderot. Y cuando nos ponemos a buscar nos encontramos con otra sorpresa. También se la relaciona con Rousseau, quien habría dicho: «Nunca tengo ingenio más que abajo en la escalera». Como vemos, esto, de ser cierto, tampoco supondría una acuñación de la expresión, si bien aparecerían sus dos términos, ingenio y escalera. Pero es que no se encuentran esas palabras en el ginebrino. Lo que dice en sus Confesiones, lugar al que se remiten los que ven en Rousseau el origen, es lo siguiente: «Lo particular es que, no obstante, tengo bastante acierto, penetración y hasta agudeza de ingenio con tal que me dejen tiempo; haré una improvisación excelente si me aguardan, pero de repente nunca he sabido hacer ni decir cosa que valga la pena. Podría sostener magníficamente una conversación por correo, como dicen que los españoles juegan al ajedrez». De modo que Rousseau tampoco acuñó la expresión si bien podemos ver en él, como en Diderot, quien tiene la ventaja de nombrar la escalera, la experiencia. Vuelve a aparecernos la escalera (pero tampoco la expresión tal cual) en unas supuestas palabras de Nicole que encontramos en la Encyclopediana (perteneciente a la Encyclopédie méthodique). Este jansenista del siglo xvii habría dicho respecto a un hombre que hablaba bien: «Me gana en la habitación; pero en cuanto estoy abajo en la escalera lo he confundido». La misma anécdota la relata Sainte-Beuve en Port-Royal, con una diferencia curiosa y que nos alejaría de la escalera como lugar de la experiencia: el que está en aquella cuando se le ocurre a Nicole la buena réplica es el doctor que le ha ganado en la disputa, mientras que él se ha quedado en su habitación.

No parece, pues, que la expresión se haya utilizado antes del siglo xix. La referencia más antigua que he encontrado es la del noble Pückler-Muskau, quien, en una carta escrita en alemán en 1827, la escribe en francés indicando que es usada por los franceses. Muchos años después, en un ejemplar de Figaro de septiembre de 1866, se lee un artículo titulado precisamente así, «L’esprit de l’escalier», en el que, con ingenio y humor, Ivan de Woestyne cuenta un inventado origen mitológico y se ponen ejemplos, además de hacerse la siguiente reflexión: «Es el ingenio de los tímidos, de los débiles y de los imprudentes, como l’esprit d’à propos, es el espíritu de los fuertes». Vemos aquí, pues, nombrado el ingenio contrario: l’esprit d’à propos, el ingenio de la oportunidad o de la improvisación.

 

EXCURSIÓN A LOS SALONES O EL JUEGO DE LA CONVERSACIÓN

Hemos visto que, siendo la experiencia universal, la expresión, provenga de donde provenga y como el propio Pückler-Muskau apunta al tomar nota de ella, se enmarca en el mundo de los salones. Ese mundo tiene la complejidad que le otorgan el tiempo (los salones nacen en el xvii y los seguimos viendo en época de Proust) y la variedad, por lo que cualquier rasgo que pretendamos adjudicarle puede sufrir excepciones. En un artículo publicado en esta misma revista repasamos la historia y las características de los salones, especialmente los del Antiguo Régimen. Ahora nos interesa acercarnos concretamente a sus conversaciones para ver la importancia en ellas del ingenio improvisador, el envés de l’esprit de l’escalier, aunque más bien deberíamos decir que este es el envés de aquel, pues su carácter negativo y opuesto pertenece a su definición. Vimos en aquel artículo estas provocadoras líneas del Orlando, de Virginia Woolf: «La vieja madame du Deffand y sus amigos hablaron cincuenta años sin parar. Y de todo eso, ¿qué sobrevive? Tal vez, tres frases ingeniosas. Por consiguiente, es lícito suponer que no dijeron nada o que no dijeron nada ingenioso, o que esas tres frases ingeniosas llenaron dieciocho mil doscientas cincuenta noches, lo que no significa un apreciable porcentaje de ingenio para cada uno de ellos».

Sin embargo, leemos en una carta de Guez de Balzac que el relato de lo que se contaba en una semana en el hotel de Rambouillet (siglo xvii) recogía «una materia más amplia que la contenida en muchos libros de historia», «digna de ser aprendida, instructiva y al mismo tiempo divertida». Garat nos cuenta, hablando de Suard, un miembro del salón de madame Geoffrin (siglo xviii): «Creía que los siglos estarían mucho mejor retratados por la historia de sus conversaciones que por la de sus literaturas, pues son pocos quienes escriben y muchos los que conversan y porque es demasiado común que los escritores se imiten y copien, incluso a muchos años de distancia, mientras que no es nada raro que nos veamos felizmente obligados a hablar como sentimos y pensamos por nosotros mismos». Al parecer, quería escribir una historia de las conversaciones en Francia desde el siglo x.

¿En qué quedamos, pues? Podemos intentar conciliar ambas miradas o, al menos, explicar cómo es posible que se hayan producido, siendo ciertamente tan opuestas.

Es verdad que temas serios y elevados podían ser materia de conversación social, pero también podían serlo asuntos pequeños, corrientes y galantes. La importancia no estaba en el tema del que se hablaba, sino en cómo se hacía. «[…] Quiero que se digan cosas grandes y pequeñas, con tal de que se digan siempre bien», decía mademoiselle d’Scudéry. Y ello porque el objetivo de la conversación no era el de un debate que pretende llegar a una conclusión sobre algún punto oscuro o controvertido, sino que su meta era… la propia conversación. Su finalidad era ella misma. En el fondo, se trata de un juego. ¿Y cuál es la finalidad de un juego? Ninguna, pues el juego se caracteriza por no tender a un fin. No por ello es arbitrario o irracional. Es verdad que la razón hace que el hombre se dé a sí mismo fines y los persiga conscientemente, pero justamente en el juego la razón, que está presente, está desactivada en cuanto a ese carácter finalista. La razón se hace presente en el juego mediante las reglas. No hay juego con fines, pero tampoco hay juego sin reglas. Por tanto, es necesario conocerlas para jugar. De ahí los tratados que intentaban aclarar las de la conversación. Ha de destacarse la valía de los otros jugadores, agradar a los demás, divertir, y evitar alardear del propio ingenio o el egoísmo y la pedantería. El instrumento para ello era el ingenio (esprit), que implicaba rapidez, estar pronto a colocar la frase oportuna, ajustada, humorística y sabrosa. Así la conversación iba cambiando de un tema a otro con celeridad. El sociólogo Simmel ha subrayado este aspecto: «El carácter de la conversación sociable incluye que pueda cambiar fácil y rápidamente su tema; ya que este aquí solo es el medio, le corresponde ser tan intercambiable y ocasional como lo son, en general, los medios frente a la finalidad establecida». Esa velocidad con la que se pasa de uno a otro asunto no impide la coherencia, aunque vista desde fuera costara encontrar cuál era el nexo de unión entre ellos.

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