EL FACTOR CUERPO
Desde muy pronto se muestra que la percepción no es el resultado casual de sensaciones «atómicas», como apuntó Locke, sino que tiene una dimensión activa y representa una apertura fundamental al mundo de la vida. El cuerpo es, al mismo tiempo, sujeto y objeto. Frente a la idea de Brentano (heredada por Husserl) de que «toda conciencia es conciencia de algo», Merleau-Ponty considera que «toda conciencia es conciencia perceptiva», inaugurando un giro significativo en la fenomenología, que exige una revisión a la luz del «primado de la percepción» sostenido por Berkeley, que se aleja de la metafísica y postula una noción concreta, fisiológica, basada en la realidad del cuerpo humano. El propio cuerpo es mucho más que una cosa entre las cosas, mucho más que un mero objeto del estudio científico, es condición permanente de la existencia. El cuerpo hace posible tanto la apertura perceptiva al mundo como la «creación» de dicho mundo. La primacía de la percepción significa la primacía de la experiencia, en la medida en que la percepción tiene una dimensión activa y constitutiva. El cuerpo no es algo que se encuentre frente a un espacio objetivo, quieto y enraizado en una situación que polariza sus acciones, sino que «existe orientado hacia todas las percepciones». En contraste con el dualismo cartesiano cuerpo-alma, en el cuerpo se reúnen tanto la corporalidad de la consciencia como la intencionalidad corporal.

 

ADIVINAR EN LAS JUNTURAS DE LO VISIBLE
La mirada envuelve las cosas y, velándolas, las revela. Hay un magnetismo del color que se nos impone. Es imposible decir quién manda, si la mirada o las cosas. Somos un nudo en una trama, atado con todas sus fibras al tejido de lo sensible. Ver es palpar con la mirada, pero es preciso que la visión se inscriba en el tipo de ser que nos revela, es necesaria cierta complicidad, es preciso que el que mira no sea ajeno a lo que mira. Además, conviene que la visión vaya acompañada de «otra» visión: yo mismo visto desde fuera, tal como me vería otro… Eso es lo que Merleau-Ponty llama «un volverse lo sensible hacia sí mismo», un reajuste interior basado en la premisa de que el vidente sólo puede poseer lo visible si él mismo es poseído. «Hay un círculo de lo tocado y el tangente, lo tocado toca al tangente. Lo mismo ocurre con la mirada. Ante esta situación, aparece un nuevo tipo de ser: un ser poroso, preñado, englobado en otro ser ante el cual se abre el horizonte».

No hay visión sin cortina, ese velo es su poder fascinante. La carne no es materia. El cuerpo no es ni una cosa ni una idea, es el medidor de las cosas. Hay que admitir que existe una idealidad que no es ajena a la carne, que le da sus ejes, su hondura, sus dimensiones. Pensamiento y extensión son el anverso y el reverso y estarán por siempre uno detrás de otro. La idealidad pura no carece de carne ni está desligada de las estructuras del horizonte. «Nuestra existencia como videntes, como seres que desdoblan el mundo y pasan al otro lado, de seres que se ven unos a otros y que ven con los ojos de otro, nuestra existencia como seres sonoros para otros y para nosotros mismos, contiene ya cuanto requiere para que haya palabra de uno a otro, para que haya palabra en el mundo… Y comprender una frase no es sino acogerla plenamente en el ser sonoro de uno. Y recíprocamente, el paisaje entero es invadido por las palabras como por una invasión, a nuestros ojos ya es sólo una variante de la palabra, y hablar de su “estilo” es hacer una metáfora. En cierto sentido, como dice Husserl, toda filosofía consiste en restituir un poder de significar, un nacimiento del sentido o un sentido salvaje… como dice Valéry, el lenguaje lo es todo, puesto que no es la voz de nadie, puesto que es la voz misma de las cosas, de las aguas y los bosques. Y lo que hay que entender es que entre estas dos ideas no hay inversión dialéctica, no tenemos por qué reunirlas en una síntesis: son dos aspectos de la reversibilidad que es la verdad última».

 

ROMPER EL PROPIO CERCO
Recapitulemos. El asunto primordial de la filosofía es el lazo de la percepción y el compromiso con lo percibido. La mirada que anima las cosas, el rayo platónico. La percepción deja de ser una cuestión fisiológica, psicológica o antropológica para adquirir un estatus ontológico. La percepción no es un hecho más del mundo. Como en Berkeley, se convierte en el acontecimiento fundamental del ser. La percepción es vía de iniciación y vía de identificación. Esa sensibilidad es apertura y encuentro primordial, siempre inacabada. «La psicología se condena a la abstracción exorbitante de no considerar al hombre más que como un conjunto de terminaciones nerviosas sobre las que actúan agentes físico-químicos… Nada nos asegura que la relación entre los hombres no incluya componentes mágicos y oníricos». Merleau-Ponty sostiene que entre el vidente y lo visible no hay relación de causalidad, tampoco de exterioridad, hay compromiso mutuo, complementariedad. Ese intercambio puede reducirse a una identificación, como hace el místico, o a suponer una exterioridad, como hace el físico, pero no es ninguna de las dos cosas. El vidente y lo visible nada son por separado, no preexisten a su relación (resuena aquí el budista Nagarjuna). Se encuentran entramados, atravesados, se reflejan uno en el otro. En una obra póstuma, Lo visible y lo invisible, escribe: «No hay cosas desnudas porque la mirada las envuelve y las viste con su carne». Esa mutua implicación nos disuade de creer que lo visible sea una creación del sujeto y de que pueda existir sin alguien que lo perciba. Se trata de una dualidad irresoluble, insuperable. No hay aquí inferencia posible, ni tampoco una síntesis dialéctica. O mejor, si la hay, no es dialéctica, es la vida misma, la cultura de la percepción, el juego en marcha de lo propio y lo ajeno. Ésa es la tercera vía que se propone aquí, sin hipostasiar ninguno de los extremos de esa tensión esencial. Una dualidad no excluyente, vivida y comprehensiva. Una ayuda mutua entre el vidente y lo visual, el oyente y la música (incluida, claro está, la palabra, la literatura, desde la confidencia al chisme), del que toca y la piel. Se descarta el dogmatismo del objeto y el dogmatismo del sujeto, el materialismo y el idealismo. No se afirma la exterioridad e independencia del objeto respecto al sujeto, como pretende el realismo ingenuo, ni tampoco la creación del objeto por parte del sujeto, como pretende el idealismo. Al intentar fundamentar la objetividad, se pasa por alto que ha sido la percepción la que nos ha dado acceso a ella. Una creencia, la de que hay algo «más allá de mí», muy natural, aunque, cuando sostiene que ese ser es independiente de toda percepción, cae en contradicción y oscurece más que aclara. Pero, por otro lado, al tratar de fundamentar la subjetividad, se obvia que es el objeto el material que constituye la interioridad.

La pregunta filosófica nunca es provisional, no busca (como la científica) una respuesta que venga a acallarla (de ahí el viejo parentesco de la filosofía con el escepticismo). De hecho, puede decirse que el realismo es verdadero como experiencia, pero falso como teoría, mientras que el idealismo es falso como experiencia, pero impecable como teoría. Ahora bien, entre la percepción inmediata y su traducción a lo discursivo (al lenguaje, ya sea en el poema o el algoritmo), entre percibir y pensar, no hay continuidad ni identidad, y la vida reflexiva se ve obligada a asumir la primera como real y la segunda como ilusoria. El que percibe no se encuentra des-situado, se halla inscrito en una circunstancia. Ahondar en esa implicación es la propuesta a la que nos invita esta filosofía.

 

[1] Una filosofía del pasado en ningún caso es un dato, sino una filosofía rememorada, revivida. Las genuinas filosofías son indestructibles, ningún pensamiento las agota.

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