Esa expresión, «corazón puro», es la misma que aparece en el pasaje de las bienaventuranzas (Mateo, 5, 8), que tanto gustaba al poeta, desde su catolicismo tradicional: los que tienen un corazón lleno de pureza son los bienaventurados, porque verán a Dios. El Evangelio utiliza la palabra «ver», la misma que Eliseo usa para el encuentro del ser humano con la poesía, de tal forma que se establece un paralelismo entre la presencia Dios y la posibilidad del arte, cuyo punto de unión es la inocencia. «Hay una Poesía escrita a grandes rasgos de luz y de sombra —declara—, en jeroglíficos de nubes y rostros y árboles, que sólo pueden leer los Inocentes» (Diego, 1991: 383), y éstos son, fundamentalmente, los niños, los cuales habitan en un paraíso que está en vías de convertirse en pérdida. Los moradores de la infancia, mientras residen en ella, ven.
En el discurso de 1958, «En esta tarde nos hemos reunido», Eliseo habló largamente de la infancia, llena de «poéticas maravillas», portadora de la capacidad de mirar la «prodigiosa realidad» (Diego, 2014a: 31). Después del canto general a la infancia, el poeta explicó la suya, para concluir que ese bildungsroman justificó su vocación literaria. Mientras era niño, fue suficiente vivir en la Quinta y dominar ese jardín, de modo inconsciente. Respirar, mirar, vivir, gozar de la plenitud, sin saberlo, era un modo de estar en contacto con la poesía sin «la exigencia penitencial de la letra», disfrutando de un modo natural de su autoridad «sobre las aves del corral, y sobre la mata de alcanfor que ahondaba el patio del Este, y sobre la picuala y las atónitas bolas de billar, y sobre los frágiles y blancos balances de la sala de música», de tal forma que sólo cuando fue expulsado de ese paraíso y todo pasó a formar parte del pasado, del recuerdo, comenzó a mirar aquello que estaba definitivamente extraviado, y en ese momento fue consciente de que necesitaba «la letra» (Diego, 2014a: 33).
El poeta ilustró ese proceso mediante la imagen de un niño que juega solo, en silencio, ensimismado con su historia, con aquello que «ve». En un momento dado levanta la cabeza y oye unos pasos que se acercan a la puerta de la habitación, por fuera. Es algo que ha esperado durante un buen rato, y ansía el encuentro con lo que se avecina. El poeta, entonces, reconoce su miedo ante el horror de lo que se acumula detrás de la puerta, y desea que nunca se abra, para evitar el sufrimiento del niño. Dejar de ser pequeño, dejar de ser inocente, cortar el ensimismamiento, abrir la puerta al conocimiento es algo parecido al proceso que se relata en el Génesis, y que recuerda Diego en su discurso. Adán y Eva abandonaron su condición de inocencia cuando quisieron saberlo todo, accediendo a la ciencia del bien y del mal. En el momento en que eso ocurrió, ya no hubo vuelta atrás: la inocencia es irrecuperable. De ahí el castigo y la errancia definitiva.
La historia de la Quinta no termina con esa expulsión. Ese sitio «en que tan bien se está», como dice en uno de sus poemas más conocidos, tuvo un protagonismo destacado en la consolidación de lo que más adelante se llamaría el grupo Orígenes. Eliseo Alberto, hijo del poeta, describía una de las habituales reuniones del grupo, ya en los años cincuenta, en ese lugar mítico, con la asistencia de Cintio Vitier, Fina García Marruz, Gastón Baquero, Octavio Smith, José Lezama Lima, Ángel Gaztelu, Agustín Pi, etcétera, a las que se unían en ocasiones Roberto Fernández Retamar, algo más joven que el núcleo del grupo, Cleva Solís, Roberto Friol, Adelaida de Juan, Julián Orbón, Francisco Chavarri. En ellas charlaban, comían, bebían y, sobre todo, leían y comentaban poesía. Había incluso un veredicto sobre la calidad de los poemas, que guardaba relación con la cantidad de lágrimas que Bella, la esposa de Eliseo y hermana de Fina, derramaba durante la lectura de los textos, circunstancia por la que los poetas la llamaron «El Lacrimómetro». Escribe Lichi:
Los lacrimales de mamá eran juiciosos, literariamente correctos: a partir de cinco gotas, estaba listo. Cuatro, de acuerdo. Tres, debería ser trabajado. Dos, lindo. Una, en fin. Cero lágrimas, a la basura. Pocos versos acabaron en el cesto, debo decirlo en ánimo de no parecer exagerado, pero al que le tocaba, le tocó. La ley era pareja. Sus pupilas no tenían privilegios (Alberto, 2017: 121).
Y aunque Eliseo Diego se quejaba muchas veces de que los versos de Cintio, de Roberto u otros habían arrancado más lágrimas que los suyos, lo cierto es que el poeta de la Quinta había logrado el amor de Bella, algunos años antes, gracias a la poesía. Concretamente, el primer poema «que ablandó a mi madre, y como solo sabe debilitarse de amor una muchacha de veinte años, fue “Nostalgia de por la tarde”» (Alberto, 2017: 122). La Quinta, desde 1929, fecha en la que los Diego se trasladaron a La Habana, a 1953, año en el que Eliseo volvió allí para residir con su mujer y sus tres hijos, estuvo a veces alquilada y en otras ocasiones fue lugar de encuentros familiares y poéticos pero, sobre todo, fue el centro de las preocupaciones estéticas del poeta de Arroyo Naranjo, quien parte, para validar su poética, de un primer recuerdo de la infancia, recién estrenada la casa con su jardín, y observa en su interior su intimidad inaugurada, para llamar la atención sobre la enorme distancia y desproporción existentes entre la sencillez de la escena recordada, evocada, y la «voracidad» con la que ella había quedado «ardiendo» en su memoria (Diego, 1991: 382).
El problema estriba en que el poeta siempre es un adulto y, técnicamente, es imposible recuperar la edad de la inocencia, por esa distancia y esa desproporción de las que hablamos, que son las que separan al niño del hombre formado. Por eso, la única posibilidad de «ver» como los niños es siempre un remedo, como afirma en su discurso: «Ver un gato, mis amigos, es ver un gato. Es visión que bien podría ser insondable. Y mantenerse fiel a este único esplendor puede bastarnos» (Diego, 2014a: 30). Lo que en el niño es algo natural, milagrosamente corriente, en un adulto es fruto de un aprovechamiento de los dones, pero también de la conciencia de su incapacidad para conseguir una posesión verdadera de las cosas, de la mirada. Sólo hay destellos, momentos de intensidad no provocados, como si un receptáculo de privilegios visitara al poeta. Ver con los ojos de antes es una quimera, un empeño inútil, pero el poeta puede aproximarse y sentir que, por momentos, llega. Por eso, hay una gran diferencia de actitud entre el niño y el adulto con respecto al uso de la palabra. En el niño hay una relación plena y natural, sin voluntad de posesión ni de transmisión, mientras que el adulto necesita manipularla, dominarla, buscar una armonía que se ha perdido con la edad de la inocencia. Dice Aramís Quintero:
La letra, y su legión de resonancias, existe para el niño; pero él, en su magnífico egoísmo, se ocupa sólo en consumirla, no la transmite sino muy azarosamente y sin la menor intención de darnos nada […]. Las palabras, los nombres —letra impresa u oral—, llegan al niño a través del adulto, y comienzan en él un proceso en que el lenguaje se enriquece en extensión y en profundidad y, con él, el poder creativo y el espíritu. Pero la creación es, en el niño, labor lúdica, actividad de juego (en una forma mucho más evidente que en el adulto) (Quintero, 1991: 212-213).
Desde sus primeros textos, Eliseo quiso describir el mundo de los niños, sin hacer estrictamente literatura infantil. Los tres libros publicados en los años cuarenta, dos de prosa y uno de verso, transitan obsesivamente por el espacio de la infancia, en un sentido general pero también por las continuas referencias a lo que fue su puericia. Los cuentos de En las oscuras manos del olvido relatan los primeros años de vida del poeta, utilizando los mismos nombres que los personajes familiares de la vida real, los mismos lugares, y con un protagonista del que no se esconde su identificación con el autor. De hecho, en el relato «Historia del daguerrotipo enemigo», se produce un original desdoblamiento entre el Eliseo niño que vive su plenitud infantil, que ve, sin más, y el otro, el adulto, que pone las palabras, que las necesita para ver. En la narración, la voz toma a veces la perspectiva del observador y a veces la del observado, con un asomo de ambigüedad del que haría gala Julio Cortázar en sus narraciones de naturaleza surrealista:
Miradme, observad a Eliseo Diego, atento el oído, la mirada atenta, en vela por un niño de seis años. Yo soy el que habla, ya lo he dicho, el que escribe, el que es escrito. Con mi gran cuerpo de gigante ando aquella parte de la historia en que nadie repara, pues yo soy el gigante que recorre toda la historia por la otra parte, ordenándola y haciéndola, haciéndose. Ved a Eliseo Diego que se ha vuelto de frente a su sueño y lo mira con sus ojos abiertos. Procura hacerlo eterno, diáfano, eterno. Habría de ser perdurable, el minuto salvado en lo eterno, el que dura tanto como dure la palabra. Observad su transformación en mí, en el cuerpo de tinta y ceniza que alienta con su sangre, en el gigante oculto en el abismo nocturno, cercano su rostro a la puerta del sueño (Diego, 2004: 43).
Los dos Eliseos realizan exactamente la función que les ha otorgado la singular poética del autor, que defenderá para toda su obra: el adulto trata de ver al niño y llegar, por medio de las palabras, hasta lo que él llegó de un modo natural e inconsciente. El niño está y eso es suficiente. El adulto tiene que esforzarse para «ver», «mirar» y escribir: eso es la poesía, la literatura y el arte en general: poner en palabras la visión que el niño no necesita comunicar, porque queda dentro de sí de un modo suficiente. En Divertimentos, su segundo libro de relatos, también de los años cuarenta, la presencia del mundo infantil es más oblicua, pero persistente: está en los argumentos de los cuentos, en las fuentes (el libro del Conde Lucanor, por ejemplo, y otros modelos relacionados con el didactismo o la literatura cuya lectura es útil o sencilla para los niños), en el tipo de personajes que aparecen y los sucesos que les ocurren, en los elementos fantásticos de algunos de los relatos, etcétera.
El librito es también un relato de la nostalgia abrumadora, con una obsesión por mantener a salvo de la corrosión del tiempo ciertos objetos, situaciones, personas, voces. Y el tercer texto de los años cuarenta, su primer poemario, está absolutamente dedicado a sus recuerdos de la Quinta y de la Calzada, de la infancia propia en un lugar y en un tiempo determinados. En cuanto al último libro de relatos que escribió, publicado ya en los años setenta, Noticias de la Quimera, conviene señalar que supone un conjunto de relatos similares a los de los libros anteriores, de diversa procedencia en el tiempo, muchos de los cuales habían quedado sin publicar desde los años cuarenta o se habían perdido en alguna publicación efímera o de escasa difusión, en los que una de las notas comunes es la fantasía.
En el prólogo de Noticias de la Quimera, Diego vuelve a evocar los orígenes narrativos de su vocación literaria, y reconoce que le hubiera gustado escribir una novela de largo aliento en lugar de esos textos breves. Pero lo más interesante de su apreciación es que, cuando propone los modelos a los que le hubiera gustado parecerse, en esa tarea de contar historias más largas, alude a La Isla del tesoro, El gran Meaulnes o Un fuerte viento en Jamaica, obras escritas sobre peripecias de niños y, en principio, escritas para lectores relativamente jóvenes, relacionadas con la educación de los niños, las aventuras o el paso de la infancia a la juventud sobre la base de una educación sentimental.
En otro lugar evoca a C. S. Lewis, autor de novelas fantásticas que aseguraba que los infantes son capaces de entender cualquier cosa, siempre que lo que se les relate sea adecuado a su nivel de experiencia. Eliseo pensaba que no hay o que no debe haber una literatura específica para niños, por eso nunca afirmó que sus cuentos habían sido escritos con el fin de que los leyeran los más pequeños. En una entrevista con Luis Manuel García opinaba que casi siempre los cuentos que son escritos para los niños y para los adultos son idénticos, porque su estructura es la misma (comenzar por el principio, seguir por el desarrollo de la trama y terminar por el final, como decía Kipling). Esto, que puede parecer una simpleza o una necedad, realmente no lo es:
Un buen cuento tiene que empezar por algo que agarre tu interés, y mantenerte en suspenso hasta el clímax y el final. Pero los cuentos para niños se considera que deben estar llenos de cosas bonitas, arcoíris y cosas así, y son páginas y páginas y no acaba de empezar la acción del cuento. Y hasta el epílogo, al final, lleno de cosas lindas. Pero los niños aspiran a que la historia les cuente algo que los agarre hasta el desenlace. De modo que casi siempre la literatura premeditadamente para niños es mala, y sólo hay dos tipos de literatura: la buena y la mala. Y la buena literatura siempre está al alcance de los niños mientras esté en su nivel de experiencia. Hay muchos libros que el escritor escribió de cierta manera y coincidió con el gusto de los niños (Diego en García, 2000-2001: 111).