«J’appartiens à l’opposition qui s’appelle la vie».
Honoré de Balzac
Yo era presidente en esos días del Comité de Defensa de la Libertad de Expresión y habíamos tenido contactos con el Pen Club Internacional, con sociedades de autores de diversos países, con dos entidades extranjeras bien conectadas: Amnistía Internacional e Index on Censorship. La causa de la libertad de expresión no era exclusivamente chilena, desde luego, y ahora, después de treinta años, estoy convencido de que sigue siendo una de las causas universales más importantes, más urgentes en el más amplio de los sentidos. Más de una vez me ha tocado arrepentirme de haber dejado morir nuestro comité cuando la caída del pinochetismo lo hacía en apariencia innecesario. Pues bien, en esos días del otoño de 1988 se dio la posibilidad, ya no recuerdo exactamente cómo, de que grandes personajes de la literatura norteamericana, el dramaturgo Arthur Miller, el novelista William Styron y su mujer, también escritora, Rose Styron, viajaran a Chile, con apoyo del Pen Club y de la embajada de su país, para solidarizar con los periodistas chilenos vigilados y hostilizados por la dictadura. Fue un episodio interesante de comienzos de transición: la derrota de una dictadura latinoamericana, típica en muchos sentidos, incluyendo el de su implacable crueldad, en una campaña electoral y un plebiscito que nos sorprendieron a nosotros mismos, que fueron, en esencia, inventivos, imaginativos, precisamente atípicos. Amigos venezolanos ahora exiliados en Madrid me preguntan si la experiencia de Chile puede ser útil para la Venezuela de hoy. No tengo una buena respuesta. A fines de la década de los ochenta del siglo pasado, había resquicios visibles en el régimen militar chileno. Algunos de esos resquicios tenían que ver con una creciente libertad de expresión. Otros, con la organización gradual, nunca fácil, de una oposición democrática eficiente, que incluía a organismos de Iglesia como la notable Vicaría de la Solidaridad. En cualquier caso, les digo a mis amigos venezolanos que la invención, la imaginación siempre son útiles y, si se unen a una visión tranquila, no histérica, no excesivamente optimista del adversario, pueden llegar lejos. No era el «voto más fusil» de que había hablado tanto la extrema izquierda pasada, sino el voto sin fusil o a pesar del fusil. Era un movimiento de la sociedad civil chilena, que los militares no habían conseguido destruir del todo, y que quizá en la Venezuela de hoy ha sido más castigada y erosionada.
Olvido muchos detalles de aquella visita ya lejana de los autores norteamericanos, recuerdo otros, y releo obras de Miller y de Styron con máxima atención. Primer «detalle» que recuerdo y que es mucho más que un detalle. Todas las recensiones de prensa hablaron de Arthur Miller como «el marido o exmarido de Marilyn Monroe». Algunos jóvenes poetas contaron que se habían acercado temblorosos de emoción al autor de Muerte de un viajante (Death of a Salesman): iban a darle la mano a una mano que había tocado el cuerpo divino de Marilyn. De William Styron no dijeron casi nada y da la impresión de que no se interesaron en saber más. Y no hablemos de la encantadora Rose Styron. Nadie se interesaba en un personaje que no había salido en la revista Hola o en su equivalente de entonces. Con tres o cuatro excepciones honrosas, la prensa que estos autores habían viajado a defender demostró una mediocridad abrumadora. Sólo les interesaba el valor mediático de los viajeros. No fueron capaces de comprar o buscar alguno de sus libros, de leer ni analizar nada. No sé si han progresado algo desde entonces. Tengo mis dudas al respecto.
Me acuerdo de que los tres visitantes y dos o tres chilenos almorzamos en un restaurante que se encontraba al costado del entonces hotel Carrera y de que los llevamos a dar una vuelta por el centro de Santiago. Fue una idea bastante peregrina, una evidente ingenuidad mía, no sé si compartida por algunos periodistas que participaban en la recepción, de los que me parece recordar ahora a Sergio Marras. Los viajeros venían obviamente cansados de su largo viaje y las micros, los bocinazos, la polvareda, los peatones sudorosos de las calles Bandera, Morandé, Agustinas y Huérfanos no consiguieron levantarles el ánimo. Ellos, observados por nosotros de reojo, no decían una palabra, pero su silencio no podía ser más expresivo. Miller dijo en algún momento que Santiago le recordaba mucho un viaje reciente suyo a Estambul. Estambul, claro está, tiene una historia milenaria, tiene el Bósforo, tiene cúpulas bizantinas, minaretes islámicos, torres, muros medievales. Santiago tiene el cerro de Santa Lucía, que no es un mal invento, aunque en ese paseo no alcanzamos a llegar a sus contrafuertes. Nuestros invitados, seguidos siempre de cerca por un coche de seguridad puesto por la embajada, partieron a dormir. El programa comenzó algunas horas más tarde, creo que con una visita a la Universidad Católica. Dos o tres días después, frente a remolinos de polvo, de papeles sucios, de hojas secas que se levantaban en la calle Teatinos, a la salida del hotel, me dijeron en forma compasiva, amistosa, que me sorprendió y me dejó pensativo: «Jorge, por favor, ándate de aquí. Si te quedas aquí, la contaminación te va a matar. Nosotros te ayudamos a instalarte en nuestras tierras de aire más puro: en Martha’s Vineyard, en la isla de Manhattan, donde sea».
No sé si me reí o si me sentí condenado: contaminación, dictadura militar, historias cotidianas horribles. Pero un día por la tarde, cuando ya se anunciaba el crepúsculo, pasamos en automóvil por la orilla del parque Forestal y de la Escuela de Bellas Artes y ellos exclamaron, sorprendidos, que esos lugares les parecían bonitos. Creo que alguna vez llegaron hasta el barrio Alto, aunque no dijeron nada, y no había, me parece, nada que decir. ¿Qué puede decir un intelectual norteamericano de la imitación de un barrio de provincia de los Estados Unidos? Hubo reuniones en la Sociedad de Escritores, en el teatro de la Universidad Católica, en la Universidad de Chile, en la casa de Isla Negra de Pablo Neruda. Miller y Rose Styron, en su condición de dirigentes del Pen Internacional, habían invitado a Neruda a Nueva York a mediados de la década de los sesenta. Ese viaje provocó una furiosa carta de los intelectuales cubanos revolucionarios, o supuestamente revolucionarios, contra Neruda, carta que el poeta no pudo tragar ni perdonar nunca. Era un signo de esos tiempos de vigilancia, de sospecha, de censura permanente. Los escritores se vigilaban entre ellos, se acusaban, se descalificaban a cada rato y creían que esta especie de enfermedad colectiva les confería una aureola de heroísmo. Veo hasta el día de hoy a escritores con sonrisas idiotas y con aureolas de santidad política paseando en zapatillas de tenis por los campus norteamericanos.