POR JAVIER MONTES

Conocí a Mercedes Cebrián hacia 2009, pero yo ya había decidido antes, al leerla, que seríamos amigos. Como en Jude el oscuro el protagonista ve un retrato de Arabella y decide que será su novio antes de conocerla, al leer sus libros yo hice lo propio con nuestra amistad, al principio puramente proyectada, imaginaria y unilateral. Tuve que vencer sus reticencias, porque Mercedes es muy suya, y razonablemente cauta ante efusiones y excesos sentimentales. Pero hemos acabado siendo amigos, y eso es una de las cosas más agradables y estimulantes que me han pasado en la vida. 

¿Qué tiene que ver esto con nada, dirá ahora alguno? ¿No es esto un comentario de Cocido y violonchelo, su último libro? ¿A santo de qué viene hablar de lo amigos que son o dejan de ser el reseñista y la reseñada, de lo bien o mal que se caen?

Pues tiene todo que ver, en este caso. Porque hay flechazos de amor, y hay flechazos de amistad; hay incluso flechazos geográficos y urbanos, y de esos habla a menudo Mercedes Cebrián: Cocido y violochelo es también, entre muchas otras cosas, el relato de su flechazo con Italia y sus ciudades, sobre todo de Roma para arriba. 

Y luego, por supuesto, hay flechazos de lectura. Hay un tipo de escritor que privilegia la voz, el tono, el estilo, la textura del texto, sobre la trama y sus tramoyas, y que deja así en lo que escribe una impronta inasible pero muy palpable de su carácter y su manera de estar en el mundo. Ese tipo de escritor se presta particularmente a ese tipo de fulminaciones (Mercedes lo es). Hay un tipo de lector que busca a ese tipo de escritores en sus lecturas (yo lo soy). Y cuando se ponen en contacto escritores y lectores así de nada sirve fingir imparcialidad: la cuestión, inevitablemente, se vuelve personal. 

Dicen que no hay que conocer a los escritores cuyas obras nos gustan. Sin ir más lejos, lo dice en este libro la propia Mercedes: «Conocer en persona a un escritor (…) puede arruinarnos para siempre las lecturas posteriores de su obra». Yo en eso no estoy de acuerdo con ella, y me guío por mi experiencia: no son muchos, pero todos los escritores cuya obra me ha gustado y que he procurado conocer por eso después me han caído estupendamente. 

Concedo que la advertencia de peligro, tan extendida, puede tener su fundamento referida a escritores que se atrincheran detrás de lo que escriben, que engolan la voz e impostan el tono, que nos recuerdan constantemente, por si no nos habíamos fijado, los grandes temas que tratan (el Perdón, la Culpa, el Mal, el Capital, etc), o que entienden la literatura como construcción absoluta de un mundo autónomo que abstrae o trasciende al individuo. Los hay magníficos, por supuesto, en ese género, y es muy posible que a Balzac, por ejemplo y por lo que cuentan sus contemporáneos, fuese mejor no tratarlo demasiado de cerca.

Pero Mercedes Cebrián vuelca tanto en sus libros su modo de mirar el mundo, se retrata silueteada, sin narcisismo, con tanta gracia y elegancia, que uno tiene al leerla la sensación de ir conociéndola. Al hilo de todo esto, contaré algo como como botón de muestra: años después de empezar a ser amigos, resultó que tuve que viajar a Nueva York. Justo por aquella época Mercedes pasaba una temporada en Filadelfia con una beca Benjamin Franklin para estudios de doctorado en la Universidad de Pennsylvania (no tan sonora como Harvard o Yale, pero igualmente pata negra e Ivy League). Yo siempre había querido conocer el Museo de Filadelfia y ver allí las salas con las obras de Duchamp: me subí en un tren, ni corto ni perezoso, y prácticamente me autoinvité a pasar la noche en su casa. Quedamos en su facultad, pero Mercedes tenía otros planes museales para mí: me recibió muy sonriente y me condujo por los pasillos de la impresionante biblioteca hasta el baño de chicos de una de las salas de lectura. Seria, y a la vez divertida, con un gesto muy suyo, me invitó a entrar y a fijarme bien en el tercer urinario de la hilera adosada a la pared del fondo. Ella, como mujer cis que era y es, no podía acompañarme. Noté su mirada llena de humor y su gesto deadpan (como tantas personas de gran inteligencia y sentido del humor, Mercedes sabe introducirlo en las conversaciones sin enfatizarlo con el más mínimo gesto, sin mover un músculo ni aflojar su cara de póker, y escribe también así). Y a la altura de los ojos del posible orinante, en efecto, sobre el tercer urinario de la fila, pude encontrar una plaquita de metal atornillada a la pared que con pulcra tipografía rezaba: «Este urinario está dedicado a la memoria amantísima de X, hijo y alumno modelo, etc.»

Cocido y Violonchelo trata de una cosa para tratar de otra cosa para tratar de otra cosa. A primera vista habla, a grandes rasgos, de cómo ya muy entrados los cuarenta la autora decide aprender a tocar el violonchelo. Pero la narración de ese aprendizaje accidentado (y para algunos, absurdo y descabellado) sirve en realidad para tratar, en un sentido más amplio, del esfuerzo en el aprendizaje como motor y sentido vital

Salí riendo maravillado. Mercedes me esperaba sin mover una ceja, sonriendo como la Sibila de Filadelfia. Yo, que había ido a la ciudad llevado por un motivo convencional, para ver las obras del autor del más famoso urinario de la historia del arte, me encontré de pronto con un urinario en absoluto tan famoso pero que condensaba a la perfección la textura social y la idiosincrasia de Penn, de Filadelfia, de todo un clima moral en Estados Unidos. Y condensaba, desde luego, muchas de las cualidades de la escritura de Mercedes, su poesía y su prosa. ¿Cómo había conseguido enterarse de semejante primor de cursilería, de extravagancia anglosajona, de humor negrísimo? ¿Cómo había entendido que la visita de ese pequeño monumento secreto era tanto o más reveladora, instructiva y divertida que ningún museo polvoriento? ¿No era ése, en realidad, un gesto suyo y a la vez duchampiano? 

Algo así se siente al leerla. Cocido y Violonchelo trata de una cosa para tratar de otra cosa para tratar de otra cosa. A primera vista habla, a grandes rasgos, de cómo ya muy entrados los cuarenta la autora decide aprender a tocar el violonchelo. Pero la narración de ese aprendizaje accidentado (y para algunos, absurdo y descabellado) sirve en realidad para tratar, en un sentido más amplio, del esfuerzo en el aprendizaje como motor y sentido vital. Y a su vez, esa declaración de intenciones es la afirmación de una actitud fundamental de curiosidad gratuita pero inagotable, de un interés desinteresado, por así decir, por el mundo: «¿Y por qué habría que saber eso?» se pregunta ella misma a mitad de libro, antes de responder convencida: «Se me ocurre una respuesta: para que no se nos escape ni el menor detalle de este mundo».

Lo paradójico es que para hacer esto el libro refleja un mecanismo mental de desaprendizaje y de extrañamiento: Mercedes no busca tanto lo nunca visto sino lo mil veces visto para enseñarnos a volverlo a ver con ojos nuevos. Ella misma habla al hilo de esto del «ostranénie, el extrañamiento que el teórico formalista Víctor Shklovski detectó como uno de los principales modos de operar del arte, y que nos invita a ver los objetos desde una óptica no familiar». Y una prueba de lo efectivo que resulta este procedimiento es que para cuando uno lee la frase, mediado el libro, se pregunte si realmente existirán el tal ostranénie y el tal Shklovski, o si no serán un dispositivo extrañante más de Mercedes, y en el fondo no le importe, embarcado (¿o embaucado?) como está ya en su visión poética del mundo. 

Borges decía que basta mirarse la mano durante un rato suficientemente largo para empezar a verla como algo extrañísimo, incomprensible casi. Es un procedimiento que a menudo recuerda los procesos de dépaysement de la poesía surrealista o las iluminaciones súbitas de las greguerías de Gómez de la Serna. Es la voz de quien se niega a dar por visto todo lo que hay para ver en el mundo, y hace un esfuerzo poético por enunciarlo por primera vez: «Esa es mi fantasía recurrente», confiesa: «La de ser un elefante en una cristalería, un pulpo en un garaje». 

Así, una simple frase como «Emilia era la madre de un novio que tuve en el siglo XX» consigue con sutilísimo humor que de pronto nos sobresaltemos, que caigamos en la cuenta de que el siglo XX, en el que nacimos y vivimos nuestra primera juventud muchos de sus lectores, acabó hace ya más de veinte años, y empieza a ser ya un periodo del pasado ni siquiera tan reciente, a pertenecer ya a los manuales de Historia, a ser algo de época. 

O véase por ejemplo su explicación -o desexplicación- de la naturaleza misma de los instrumentos musicales: 

«El piano enseña los dientes y te deja que se los hurgues; los demás instrumentos son mucho más recatados: les tienes que apartar tú los labios, o más bien los belfos, si pensamos en un animal como un perro o una yegua a los que quisiéramos revisar las encías. No se dejan, nos lo impiden, se rebelan. Los instrumentos son como animales de granja que no quieren ser importunados. Fueron fabricados para sonar, pero nos ponen la tarea lo más difícil que pueden».

La parrafada, aquí, y por seguir con lo musical, se convierte en fuga o en improvisación jazzística de motivos armónicos tenuemente enlazados, a base de metáforas inversas encadenadas mediante libre asociación de ideas o imágenes poéticas. En el libro, Mercedes se confiesa dueña de un oído absoluto (que si he entendido bien, porque yo en cuestiones musicales soy más bien un cero absoluto, es la facultad de reconocer al vuelo, casi de ver por escrito, las notas musicales y la escala tonal de una melodía). Y la sinestesia visual-verbal-musical es desde luego el recurso casi inconsciente que da al libro su textura particularísima (la reconocemos quienes la apreciamos siempre como un bajo continuo en su poesía publicada). Es el oído absoluto de quien ve y casi palpa la sonoridad y la plasticidad de las palabras: «Se convirtió en una mujer robusta y atractiva, del tipo jaquetona», dice en un momento del libro, antes de confesar su juego: «Cualquier excusa es buena para emplear este adjetivo tan elocuente». 

En la última y brillante escena del libro, la autora visita un restaurante madrileño venerable, Casa Ciriaco, para probar su famoso cocido, y enlazarlo así con el violonchelo del título en un apareamiento improbable que recuerda al del paraguas y la máquina de coser sobre una mesa de disección que evocaba el conde de Lautréamont: «Me estoy comiendo, a cucharadas y en 2020, la médula espinal de una vaca (“Qué rico el tuétano. Esto es un cocido”)». A su lado, en las mesas vecinas, almuerzan parejas hípsters y militares jubilados. El hilo musical «es radiofórmula: a ratos algo pop en inglés y también algunas dosis de canción melódica en castellano, estilo Rocío Dúrcal. Pienso que algo toca a su fin aquí, en Casa Ciriaco». Y sin embargo, uno tiene también, al leer este libro, la sensación de un comienzo siempre renovado, en tanto dure la mirada intrínsecamente curiosa, poética y deslumbrada de su autora, y mientras siga traduciéndose en su prosa, de las más dúctiles y afinadas en castellano, que nos presta al leerla su oído absoluto no sólo para los tonos musicales sino para la tonalidad misma de la realidad. Cocido y violonchelo está escrito con ese tipo de inteligencia del mundo que elige, como todas las grandes inteligencias, la vía del pudor, de la antisolemnidad, del humor lúcido y extrañado, para decir lo que quiere decir (jamás para aleccionar, para imponer o avasallar). Ese, desde luego, es el mejor, y quizá el único, método de aprendizaje de cualquier instrumento.