«Me gusta la frustración que genera estar siendo derrotado por el lenguaje constantemente»POR AROA MORENO

Fotografía de Oswaldo Ruiz

Cuando crees que reconoces su escritura, cambia radicalmente de estrategia. Para Emiliano Monge, escribir es, cada vez, empujar sus propios límites más y más allá. Una batalla cuerpo a cuerpo con el lenguaje. Y, aunque esquiva la palabra obra, así como todas las acepciones de la palabra carrera para referirse a su trabajo, sus libros sostienen una coherencia que los atraviesa del primero al último: altas dosis de valentía y una destreza total con la palabra, puesta a favor de lo que narra, de lo que evoca, de la realidad que transforma en páginas, qué otra cosa que la vida, lo más crudo de México. Lo de todos.

Anda con una imagen últimamente para explicarse: un pulpo. Una cabeza con un cerebro central y sus ocho brazos. Y a su vez, esos tentáculos tienen, cada uno, un complejo sistema de neuronas. Dice que los brazos serían las novelas. Dependen, de forma aislada, de un mismo pensamiento, el suyo —inteligencia, experiencia, lecturas, la intuición—, pero claro que reaccionan entre sí. Algo como eso.

Monge nació en Ciudad de México en 1978 y vive hoy entre ese caos infinito de la capital y una casa en el campo en el valle de Morelos, a medio camino entre Tepotzlán y Amatlán. Se ha convertido, cuenta, en habitante del planeta de la bipolaridad: «según el día, me rodean el ruido o el silencio, los motores de los coches o los de las chicharras, la prisa o la lentitud, el frenesí o la pausa, la excitación o el tedio». Yo lo imagino paseando temprano con sus perros, Corcho, Mora, Hule, Alambre, Sombra, Chimichanga y Mayate. Evocando, cuando está lejos de la ciudad, el lugar en que nació y creció, donde estudió Ciencias Políticas, y esto lo dice él, añorándola como una posibilidad y un puñado de recuerdos.

Fue a los dieciséis o diecisiete años, con Los demonios, de Fiòdor Dostoyevski, cuando quedó atrapado por el lenguaje. Desde entonces, juega a que en todas sus novelas aparezca una frase del autor ruso: «Tan inesperado como inevitable». Algo hubo en esas palabras que le advirtieron sobre lo que iba a significar escribir. O vivir, quién sabe. Le rinde homenaje. Después, descubrió que Dostoyevski copió esa frase, a su vez, de otro autor, un americano muy amigo de Walt Whitman, no confiesa a quién. No es el único juego que hay en sus libros en los que se guiña un ojo a sí mismo, a los que escribieron antes y a los lectores más atentos. Cada línea y estructura interna tiene su peso. Toda palabra, una profundidad. Me dice: ve la neurosis. Y me señala las páginas y, entonces, claro que la veo.

Y fue durante el movimiento estudiantil que llevó a casi un año de huelga a la UNAM, durante los años 1999 y 2000, cuando comenzó a escribir. Desde que aquel joven estudiante emprendiera la escritura ha publicado dos colecciones de relatos y siete novelas. El cielo árido fue galardonada con el Premio Jaén de Novela y Las tierras arrasadas con el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska que otorga el Gobierno de la Ciudad de México. Dos de ellas, No contar todo y Justo antes del final, toman como material literario a su familia paterna y materna, respectivamente. Pero el ejercicio literario es tan artesano y excepcional que al lector le va a dar igual de dónde proceda la trama. Las demás, abordan de distintas formas la violencia, las migraciones, la distopía de un posible mundo arrasado, la desaparición.

Tiene Emiliano Monge algo inapresable. Algo que se presiente en los estratos más hondos de sus novelas y en él mismo. Que, a veces, cubre con sentido del humor, tanto cuando escribe como en la conversación, intentando la huida de lo emocional. «Qué desilusión y qué coraje, Emiliano. Me cae que arruinaste el momento, con lo bonita, para colmo, que se había puesto la tarde», le dice ese personaje que es su padre al personaje Emiliano en No contar todo. En un correo que nos enviamos a mitad del verano, le pregunto, como primera inmersión, en qué momento de su vida se siente, y me responde que menuda cachetada sin advertencia, con lo tranquilos que andábamos. Y se me escapa. Con lo bonita que se había puesto la tarde.

Lo recojo en la boca de metro de Tribunal, en el centro de Madrid, un sábado de mediados de septiembre de 2024, y lo saco de la ciudad. Hablamos cerca de cuatro horas en la cocina de mi casa. Él no se acuerda, pero le explico por qué, para mí, es un privilegio entrevistarle. Aparte de la posibilidad de asistir en presente a la lectura de un escritor coetáneo enorme, en el año 2012, lo vi de lejos, y esta lectora que jamás lo hace se acercó a decirle cuánto le había gustado El cielo árido (Random House, 2012), una novela espiral que cruza la biografía discontinua y salvaje de un hombre, inolvidable Germán Alcántara Carnero, en un paisaje violento y estéril. A él le dio vergüenza mi acercamiento; a mí también. De eso hace algunas vidas.

No hay nada más brutal que desproveer a alguien de su lugar. No hay nada más brutal, también, que imponerles un hueco así a los que se quedan. La desaparición es un vórtice que succiona y que no deja de llevarse cosas, a todas horas, todos los días. No lo pensamos, pero el derecho al duelo es el derecho más humano de todos. El duelo se hereda, igual que la posibilidad del duelo. Y esa herencia es una herencia de dolor y de silencio

Me cuenta que la última escritura le ha dejado muy tranquilo. Y es cierto que lo parece. Leo en voz alta una frase del poeta chileno Raúl Zurita que subrayé la noche anterior. Me dice que acaba de verlo en un festival en Querétaro y que compró el libro que está hoy sobre mi mesa y que, justamente, esa frase, le hizo pensar en Los vivos (Random House, 2024), su última novela. A mí también. Es esta: «Todo lo que escuchamos y decimos es la grandiosa reinterpretación que los vivos hacen de la sinfonía que han ejecutado los muertos». Así sea.

La última vez que nos vimos, me dijiste que, cuando fueras viejito, Los vivos sería la única novela de la que no te arrepentirías. ¿Por qué?

Avergonzar, dije. Y tampoco tengo claro por qué lo dije, porque no tengo claro por qué lo siento. Tiene que ver con una renuncia, creo, con renunciar a formas que imponen el pensamiento y ciertas obsesiones. Tiene que ver con sentir que, por una vez, no queda la sensación de que había otro modo. ¿Sabes qué me pasa? Que puse todo lo que tengo en este libro. No sé qué forma tiene eso, pero sé que hice un ejercicio de escribir con todo el cuerpo, la parte física y la otra. Por más que sea racional, por más que las ideas estén ahí, renuncié a encontrar respuestas. La literatura es solo una manera de reconstruir la misma pregunta, de darle otra forma, una forma nueva a una pregunta hecha un millón de veces, esta vez me aferré como nunca a esa reconstrucción. No fue difícil de escribir, pero fue dolorosísimo de escribir.

Hablando solo de la forma, del estilo o de la arquitectura de la novela, siento que en este libro cristalizaron muchas cosas que había estado buscando en otros libros y que no habían llegado a su lugar, así como siento que conseguí mantener fuera cosas que, otras veces, se me colaron por aquí o por allá.

Para mí siempre ha sido importantísima la frontera entre la palabra y el silencio. Siempre he estado jugando con eso, siempre he estado buscando ahí, y creo que nunca me acerqué tanto. Ni siquiera en No contar todo, en la parte de la entrevista en la que están las preguntas y no las respuestas. Siento que ahora, de veras, encontré un lugar donde se puede sentir que esta novela se escribió ahí, justo ahí, donde están los niños que jalan de la cuerda, unos hacia un lado, los otros hacia el otro.

¿En el equilibrio?

O en el desequilibrio total. Donde se vence o donde se hace el equilibrio.

¿Cómo se escribe algo delicado con un asunto presente y brutal?

No hay nada más brutal que desproveer a alguien de su lugar. No hay nada más brutal, también, que imponerles un hueco así a los que se quedan. La desaparición es un vórtice que succiona y que no deja de llevarse cosas, a todas horas, todos los días. No lo pensamos, pero el derecho al duelo es el derecho más humano de todos. El duelo se hereda, igual que la posibilidad del duelo. Y esa herencia es una herencia de dolor y de silencio. Un silencio que está presente en todo y que es bastante inexpugnable. Las ciencias sociales y el periodismo no pueden asomarse ahí, a ese espacio. Ni la física cuántica. La literatura y el arte pueden tratar de hacerlo, tratar de ser nuestros sentidos dentro de ese silencio, que ese hueco, ese vacío.

Hace una semana fue la primera vez que hablé del libro. Estaba firmando y vi que había una señora que esperaba, pero no estaba en la fila. Estaba parada con su bastón y con el libro. Cuando acabó la fila se acercó y empezó a hablar y se rompió. Me contó que su hija estaba desaparecida. Me quería dar las gracias porque no podía creer que con algo tan doloroso se pudiera haber escrito algo hermoso. Yo me paré y me derrumbé con ella. Luego, un rato después, sentí que ya. Que con que a una intimidad un libro pueda darle algo, todo está bien. Pero esto no lo escribas, esto te lo cuento a ti. La cosa es que, igual, es más bien por esto por lo que te dije que de Los vivos no me voy a arrepentir, igual es por esto que no me voy a avergonzar.

Lo tengo que contar.

¿Por qué descartaste hacer una crónica?

Creo que no lo descarté, nunca me lo planteé. No es lo que yo quería hacer. Cuando terminé Las tierras, en 2014, quise escribir sobre los desaparecidos y no encontraba la forma. No sabía cómo. La literatura tiene la obligación de poner distancia con un tema que tendría que ser primera plana, la noticia con la que abren los periódicos. Yo estaba buscando esa distancia. Cómo afrontar el tema, desde dónde, cómo meterme en algo que es noticia, que es presente, pero con las herramientas de la literatura. Buscaba y no encontraba. Un día, en una conferencia de otro tema completamente distinto, el panelista terminó diciendo «los vivos». Esa frase me sacó todo lo que yo había pensado durante esos años. Me dije: es una novela de aparecidos. Para hablar de la desaparición, tenía que hablar de la aparición.

Al día siguiente, me puse a escribir. Tenía la certeza de que ya tenía algo, pero sin saber muy bien qué. Eso nunca me pasa. Yo escribo casi siempre cuando siento que tengo algo claro, por ejemplo, un narrador. En una novela mía pueden cambiar muchas cosas, pero el narrador, no. Y esta novela tuvo hasta cuatro narradores en primera persona, cada uno de los personajes principales, pues, contaba su parte de la historia. Pero no me acababa de cuadrar. Entonces apareció la necesidad de silencio en la historia del niño, la necesidad de que él, el niño, no hablara. Eso trajo al narrador, que venía a contar solo la historia del niño, pero que después se fue comiendo el resto de la novela y de las voces. Y dije adiós a las mil páginas que pensaba escribir y dije adiós a los discursos en primera persona y dije adiós a querer contar cien historias. De algún modo, ahora me doy cuenta de que lo más complejo de la escritura de este libro sucedió antes de que fuera siquiera un libro posible, en esos años en que estuve pensando cómo abordar el tema.

Fotografía de Oswaldo Ruiz

Y acabó siendo tu novela más corta.

Porque además había una suerte de pulsión por escribir esta novela. Yo te puedo explicar, quiero decir, todo lo que he dicho que pasó en el proceso de escritura es aquello que fue pensado. Pero no te puedo explicar todo lo que fue intuición, eso es muy difícil racionalmente. Y la intuición es fundamental en la escritura. Así que además de lo dicho, hubo otras razones que la volvieron mi novela más corta. Sentí que tenía que ser como un animal frágil, no sé muy bien por qué, pero eso intuía y a eso me agarré todos los días, a que debía ser como un esqueleto de un pajarito o de un ratón. Que fuera los huesos de algo. Por más que sea compleja o que sea una novela de ideas.

También pasó algo que apenas entiendo ahora, que me haces hablar. En todos esos años, aunque no encontraba la forma, hablé con muchos familiares de desaparecidos, y digo familiares, aunque hubo de todo: amantes, amigos, parejas, mucha gente. Si vives en un país como México, estás en contacto con muchas víctimas de la violencia. Hay un punto, cuando estás entrevistando a alguien, en que hay un desborde del testimonio y sienten necesidad de hablar sin parar, pero con los familiares de desaparecidos esto no pasa. Hay una contención del discurso muy cabrona. Hasta ese derecho se les quitó. No hay elocuencia, son testimonios asediados. El lenguaje está atrapado. Pensé: tiene que ser una novela de frases y párrafos cortos. Quería honrar la forma del testimonio. Lo dice Enrique Díaz Álvarez en La palabra que aparece, uno tiene que ser muy responsable con el testimonio porque es lo único que tenemos, es nuestra propia historia. La literatura tiene que honrar más allá de lo que se dice.

Todos los periodistas cometen el error de preguntarles a los familiares de desaparecidos cuál era su color favorito. Y ellos dicen: cuál es. O cuántos años tenían: tenía, no, tiene. Por eso, no hay pasado en la novela. Los personajes aparecen sin recuerdos. Debía partir de un presente que no tuviera nada atrás. Es, otra vez, lo que trato de entender de esta situación espantosa que es negarle la posibilidad del duelo a la gente. Cualquier cosa que se diga de más es acercarse a entrever si están vivos o no. Cuánta gente se sabe que no están vivos. Pero tampoco tienes la certeza de que estén muertos. El desaparecido no está ni vivo ni muerto. Por eso el tiempo es otro carril del libro. El tiempo solo tiene sentido para los que estamos vivos o estamos muertos. Si no estás ni vivo ni muerto, cómo transcurre, ¿es lineal o no? La novela tensa esa idea del tiempo.

¿Piensas en quienes te van a leer?

No. Hace poco, en Ecuador, iban a leer el poeta venezolano Igor Barreto y el peruano Mario Montalbetti, dos poetas descomunales a los que admiro mucho. Le preguntaron a Montalbetti que quién le gustaría que leyera sus libros. Él respondió: a mí me gustaría que me leyeran Shakespeare, Vallejo. Y yo pensé, qué pedante. Pero al instante dijo: la cosa es quién es para mí Shakespeare, quién es para mí Vallejo. Y ellos son el lenguaje. Para mí, dijo, esos poetas que me gustaría que me leyeran son el lenguaje, entonces me gustaría que me leyera el lenguaje. Así que yo le escribo al lenguaje.

Escuchándolo, pensé que ese lector en el que los escritores pensamos alguna vez es, tal cual, el lenguaje. Y que uno sólo puede escribirle a ese lector. Por eso mi novela es también para el lenguaje. Y la ventaja de ese lector, el lenguaje, es que cualquier historia se le puede contar de un modo distinto, de hecho, la única obligación con ese lector es, precisamente, buscar ese modo distinto. Si lo piensas así, hay muchas más posibilidades para la escritura de las que podemos concebir. Pero también hay muchas más posibilidades para la lectura, porque de algún modo el lector debe aceptar que a quien está leyendo, además de a un escritor, es al lenguaje.

Luego, claro, está la historia, no sólo la forma. Con respecto a esta, aunque no pensaba en un lector, me decía, me repetía todo el tiempo: tienes que hacer literatura, no pienses solo en la tragedia social. Pero, como me pasó con Las tierras, apenas acabé, empezó la incomodidad de hablar de literatura. Siento que lo primero que tengo que decir, cuando hablo de Los vivos, es: Vivo en un país en el que cada día desaparecen ocho o diez personas. El Estado ha abandonado a los familiares de los desaparecidos. Piensa, si no, cómo se ha llegado a un punto en el que se ha creado el oficio de varillero. Ese hombre o mujer que clava una varilla en la tierra para olerla y saber si ahí hay cuerpos o no, si ahí hay o no una fosa común. Implica que nadie les está ayudando, que no hay ni dinero para escarbar en todos lados. Ve la brutalidad de eso.

Más allá del lector, ¿cómo se produce la transformación de algo tan íntimo y solitario como es escribir en una lectura que debe apelar a la emoción compartida o colectiva?

Te tienes que convencer de que va a pasar. Que lo que escribes puede conectar. Aunque te estés engañando. Te debes engañar muy bien. Porque escribir demanda eso, que te engañes y engañes al mundo, que tomes el control de todo… obsesivamente. Por eso, uno de los problemas de terminar un libro es que te quedas con un vacío enorme. Y qué hace uno entonces con esa necesidad de control, dónde la pones, si no es dentro de esa burbuja en la que te metiste y que fue creciendo hasta ser un mundo en sí mismo. Porque no hay manera de controlar lo que está afuera, que es, también, lo que pasa después de que terminas. Y hay que entenderlo. Aunque cuesta mucho. La primera vez que publicas crees que puedes. Y vas aprendiendo con madrazos que no, que ya no hay nada que controlar. Pero si no creyeras que va a conectar con alguien, no escribirías. Hay una parte de escribir en la que hay que ser muy crédulo, muy ingenuo, para descartar el mundo y meterte ahí. Yo sé que, entre proyecto y proyecto, puedo ser una persona horrible, seca, cortante, furiosa, amarga. La escritura es como mi ancla. Y me fui haciendo consciente. Un día le decía a mi pareja, oye, perdón, sé que ando de un humor insoportable. Y ella se rio y me dijo, lo prefiero, porque por lo menos estás. Qué horror, pensé. Si no puedes controlar eso en un espacio íntimo, cómo vas a controlar lo otro.

Se han cumplido diez años de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, con ese lema: «Vivos se los llevaron, vivos los queremos». Pero también pienso en otras búsquedas anteriores, como las madres de la plaza de Mayo que siguen gritando: Nuestros hijos viven. Viven en la lucha, viven en los sueños. O en la gente que se reúne aquí para pedir atención a la memoria de la Guerra Civil y la dictadura: Fosas cerradas, heridas abiertas.

Me hablas de España, de Sudamérica, pero lo que ha cambiado es que antes estaba claro quién era el desaparecedor, la serpiente del Estado: el Gobierno, el ejército, la policía. Ahora, en esta fase del necrocapitalismo, es una serpiente de mil cabezas. Hace desaparecer el Estado, desaparece el crimen organizado, desaparece el narcotráfico, desaparece la trata de personas. Es decir, el neoliberalismo ha multiplicado la desaparición, la ha cotidianizado. No desaparece el perseguido o alguien por sus ideas políticas, no es alguien que está luchando contra algo. Ahora, desaparece el adolescente que fue a comprar un refresco a la tienda. Es aterrador. Es la banalidad del capital, la banalidad del mal cotidiano.

Qué va a pasar dentro de tres o cuatro décadas. Cómo vamos a ver, a recordar, a relacionarnos con todo esto, si es que estamos aquí y no hemos terminado de destrozar el planeta. Cómo se van a relacionar las sociedades con su pasado, con esta memoria suya. Qué huellas quedarán. 2666, de Roberto Bolaño, tiene veinte años y es una novela que ya trata, en parte, sobre la desaparición.

¿Cómo se gesta un tema dentro de ti? ¿Cómo reconoces que eso es, y no otra cosa, sobre lo que vas a escribir?

Porque cada vez empiezo a pasar más tiempo en esa historia y esa historia empieza a comerse a la vida cotidiana. Te cuentan algo y tú estás en ese otro espacio, en esa burbuja que decía. Y esa burbuja empieza a crecer. Entonces ya estás dentro de la novela, aunque no estés tecleando. Pero en mi caso me cuesta pensar en un denominador común. Cada libro, cada historia se impuso de un modo distinto. El último gatillo llegó de forma diferente. A veces tienes la entrada por el tema, a veces tienes claro el narrador. Nunca tengo clara la escena de la que voy a partir, pero sí a la que voy a llegar, por ejemplo. Empieza a rondar y a veces es pura neurosis. Es cuando te dices: qué estoy haciendo. Cuando sabes que debiste esperar un poco más pero ya no podías vencer a la necesidad de meterte ahí, aunque no tuvieras claras cosas que hubiera sido bueno tener claro antes. Pero es que, si no, nunca habrías empezado.

En Justo antes del final y en No contar todo, las historias estaban. Eran, por lo tanto, una búsqueda de otra cosa. Otras veces, solo tienes clara la forma, y la historia se va construyendo en la escritura. Eso me pasa mucho. Muchas veces, no puedo hacer avanzar la historia si no es escribiendo, si no estoy sentado. Escribir es una forma de pensar y yo pienso mejor cuando estoy escribiendo. Estoy seguro. Igual que estoy seguro de que nuestros libros deben ser, siempre, más inteligentes que nosotros. Me hice una estructura previa en El cielo árido y me resultó necesaria hacerla en Tejer la oscuridad, y esa es la más compleja que he hecho. Pero soy disperso y mis estructuras son móviles. Tengo tres o cuatro libretas donde voy apuntando cosas. Luego no sé dónde están. Pero, de algún modo, siempre están claras en mi cabeza, si antes las anoté por ahí.

Yo no creo en los talleres ni en las escuelas, pero sí creo en hablar con escritores y escritoras. En esas pláticas con amigos se aprenden muchas cosas sobre el proceso del otro. A mí me han dado dos grandes consejos. Una vez, me encontré a Margo Glantz en la Feria del Guadalajara, en una de las primeras veces que fui, y me dijo que le había gustado mucho mi libro Arrastrar esa sombra. Pero, al final, me dijo: «Solo quiero que entiendas una cosa, Emiliano, no todo tiene que ser perfecto». Una de las mejores cosas que he oído en mi vida. «Bájale», me dijo. Se refería a mi obsesión por intentar que cada frase tuviera que quedar perfecta.

El otro consejo me lo dio Sada: «Lo único que los escritores tienen que tener claro antes de empezar a escribir es cuánto dura la historia». ¿Dura una semana, un mes, un año? Parece ridículo, pero es fundamental. Las tierras, 24 horas. El cielo árido, cien años.

¿Cómo luchas entre la belleza de tu escritura y lo que cuentas? ¿Has sentido alguna vez que traicionabas la brutalidad de lo real?

No. Siento exactamente lo opuesto. Creo que lo que debe ser erradicado es la pornomiseria. La literatura sin literatura. Hay un fenómeno que tenemos que terminar de entender: se dejaron de vender periódicos. Y mucha gente, lo que encontraba en las noticias, en la nota roja, lo busca ahora en las librerías. Y lo encuentra ahí. Todos esos libros inmediatos, de supuesta actualidad, de lo difícil que es la vida, no tienen literatura. Y están en todos lados. No digo que no deban existir. Pero hay un abandono de la literatura. Creen que es un valor hacerlo así: sin narrador, sin trabajo por el lenguaje.

Cada libro, cada historia se impuso de un modo distinto. El último gatillo llegó de forma diferente. A veces tienes la entrada por el tema, a veces tienes claro el narrador. Nunca tengo clara la escena de la que voy a partir, pero sí a la que voy a llegar, por ejemplo. Empieza a rondar y a veces es pura neurosis. Es cuando te dices: qué estoy haciendo

Todo esto da pie al efectismo y a la puerilidad. Juan José Saer tenía razón al responder a Vargas Llosa cuando este dice que la literatura no puede ser política porque se vuelve panfletaria. Saer le responde que no sea menso, que la política o lo político no está tanto en la historia como en el lenguaje, que todo escritor hace un acto político cuando decide con qué lenguaje va a escribir. Con qué palabras. Y a eso no se puede renunciar. Se puede ser consciente o no, pero no se puede renunciar. Cuando eres consciente, tienes una posición ante el lenguaje. Mostrar el horror o el dolor tal y como es no corresponde a la literatura ni al arte, en la literatura y el arte nada debe ser «como es». La literatura tiene que hacer un trabajo distinto, debe permitir que la atención que no se fija en lo que está normalizado vuelva a fijarse porque todo nos resulta distinto. El lenguaje para hablar del horror puede ser bello, por ejemplo. Para que así miremos las cosas distinto.

No sé si es bello el lenguaje de mi última novela, claro. Pero sí sé que hay una apelación, que hay un intento de destapar una sensibilidad que no se despierta con la mera repetición o recreación de lo real, un intento de ser parte del lenguaje y de que el lenguaje sea parte del lector. Es un problema que tenemos los escritores. Puedes vivir una vida entera enamorado o habiendo sido picado por la lengua. Todos, de chiquitos, oímos hablar a los papás, a los hermanos, a los maestros, y queremos hablar. Nos divierte. Contamos historias. Pero los que van a ser lectores toda su vida, y ya no digamos los escritores, hay un momento en el que ya no pensamos «qué dice aquí», sino «cómo dice esto». Ahí te vas a la mierda. Quedaste atrapado en el lenguaje.

Cuando acabas un capítulo de novela o un artículo, ¿no tienes la sensación de que algo se cierra de una forma extraña, que eso sucede casi solo? No te preguntas: ¿Cómo he llegado hasta aquí?

Te sigue sorprendiendo. Uno se asombra mucho cuando entra en el proceso de corrección. Cuando estás leyéndote, te dices, esto tendría que ser así. Y lo cambias y piensas que deberás hacer cambios más adelante, en consecuencia. Pero sigues y resulta que ya habías hecho esos supuestos cambios. Entonces es que había algo que te era obvio, antes de que lo vieras. Resulta, pues, que, en cierto punto de la corrección, todo está mucho más cerrado desde antes de que esté cerrado. Eso es asombroso, sí. Pero eso también es lo que vuelve imposible explicar lo de la intuición, que decíamos hace rato. Si intentas explicar esos asombros, el que está escuchando puede pensar que estás loco, eres un pretencioso cualquiera o eres un pendejo. Pero hay una parte que es así, eso pasa. El asunto es que hay cosas que se conectan en el libro antes de que se conecten en el escritor. Porque un libro se vuelve parte de la mente del escritor, pero también es una mente, en cierto punto, que el escritor mira. Pasan cosas ahí que luego pasan en uno.

¿No es eso de lo mejor de escribir?

Yo no soy de los que cree que escribir es un gozo. Es una pesadilla. Es muy jodido escribir. Tiene sus momentos de alegría. Cuando resuelves algo que llevas días sin resolver. Son absurdos, por ejemplo, los corajes que uno hace cuando está trabajando y se va la luz y no habías guardado. Absurdos porque solo implican tiempo. De algún modo, aunque piensas que tienes que volver a escribir un pasaje y temes que no saldrá como había salido, sale exactamente igual. Quiero decir, llegas al punto en el que estabas, una y otra vez.

Pero claro, estás todo el tiempo peleando con tus propios límites, intentando empujarlos un milímetro. Tiene que ser un conflicto la escritura, contigo mismo, con las palabras, con la historia que quieres contar. Esos pequeños momentos de gozo lo valen todo, si no, no escribiríamos.

Yo no reconozco cuando algo está bien, lo que me digo es: lo resolví. Yo no creo en la inspiración, ni en las musas ni en esas tonterías. Lo que pasa con los que creen en eso es que no saben ver o dimensionar todo el trabajo que han puesto en los días que consideran malos. Cuando logras hacer avanzar algo no es porque ese día estés inspirado, es que llevas un mes pensando en cómo resolverlo. Le dicen inspiración al instante en que se cristaliza todo el tiempo en que estuviste trabajando.

Eres un escritor de oficio entonces, ¿pero qué me dices de esta palabra horrible: talento?

Qué complicado. Si tienes o no talento lo tiene que decir alguien más. Descartes decía que lo más parecido a los escritores eran las bestias de carga. Sí siento eso. Escribir es arrastrar, cargar, levantar y empujar y, además, me gusta que sea eso. Me gusta el cuerpo a cuerpo con el lenguaje. Me gusta la frustración que genera estar siendo derrotado por el lenguaje constantemente y me gusta la frustración que genera que la historia no avance. Y desviarte y decir: tengo que regresar.

Yo corrijo un millón de veces. Trabajo mucho sobre la corrección. Hay proyectos en los que he gozado más en la escritura y en otros la corrección. Es horrible, trabajo en capas. No soy capaz de volver a un punto a la mitad, vuelvo al principio. Si me abres una página y la empiezo a leer, me la sé. Es una memoria que está necesariamente conectada con el proceso de la escritura.

Fotografía de Oswaldo Ruiz

Entre todos tus libros, hay dos que son distintos en el punto de partida. Son No contar todo y Justo antes del final, donde cuentas la historia familiar de las ramas paterna y materna. ¿En qué se diferencia escribir una ficción pura de narrar una historia que aborda a tu propia familia?

Creo que no hay procesos más distintos. Pienso mucho en la escultura, mi padre es escultor y crecí cerca de la escultura. Hay dos modos fundamentales de trabajar. O quitas o pones. O partes de la nada, de un alambre y le vas sumando plastilina y le vas sumando y sumando y vas generando una forma que solo intuías hasta llegar a ella. O haces el proceso inverso. Partes de un bloque de granito y le vas quitando y quitando hasta llegar a esa misma forma. Yo tengo la sensación de que cuando trabajas con materiales biográficos es la última opción y cuando no trabajas con ese material es la otra. En los dos casos puedes perseguir lo mismo, pero en sentidos inversos.

Por otro lado, es como agarrar algo del mundo y revolcarlo en tu barro o agarrar algo de tu interior y sacarlo a que se revuelque en el lodo de afuera. En ese proceso de entrar o salir y mezclarse con otro sistema es donde empieza la literatura. Son procesos no tan distintos, pero exigen cosas distintas. En uno el cuerpo busca respuestas en la historia y en el otro busca respuestas en la forma. Pero exigen lo mismo, me parece. Exigen que conectes y desconectes cosas similares. Así como en Las tierras traté de que no me comiera el dolor de lo que estaba escribiendo, en un libro como No contar todo tienes que tratar de que no te coma el temor a hacer daño. Como el tiburón, que antes de morder cierra los ojos.

¿Hizo daño?

Traté de ser cuidadoso. Siempre he pensado que, para los que hemos trabajado con materiales biográficos, es fácil caer en la trama maniquea de decir que lo que importa es la literatura, que no hay nada peor en el mundo que la censura y que uno no puede autocensurarse. Y es verdad que parece muy cierto. Pero hay algo peor que la censura y es la delación. La única figura peor que la del censor es la del delator. Por supuesto que hay un cuidado de no infligir un daño innecesario. No puede uno olvidar que la necesidad de esto es la necesidad de la novela. Pensé que en No contar todo había aprendido la lección. A mi padre se le dañaron relaciones con otras personas. Eso no fui capaz de preverlo. Cuidé mi relación con otras personas, pero no pensé en su relación con otras personas. No había sido capaz de imaginar que eso podía pasar. Y con esa lección a cuestas pensé que no iba a volver a pasar con Justo antes del final y fue mucho peor. Mi papá tiene un chiste muy bueno que dice: «Quién iba a decirnos que los traficantes sinaloenses son más tolerantes que los católicos poblanos». A mi mamá se le fracturaron relaciones. Es muy difícil explicarle a alguien que no lee lo que es una novela. Explícale a alguien que la persona que está ahí no es su mamá, que es un personaje. Que lo que en teoría dicen esas protagonistas que él cree que son mi mamá y su tía no lo dijeron mi mamá y su tía, sino unos personajes, que no grabé y transcribí. En algún momento, eso me afectó. Luego me encontré a Horacio Castellanos Moya y le conté, porque me acababa de pasar, y él se rio y me dijo: Uno también escribe para eso, para joder a los imbéciles.

¿Volverás a escribir con material biográfico?

Bueno, ni tú ni yo sabemos qué vaya a pasar en la vida. Pero yo siento que con lo autobiográfico terminé. No me llama. No me atrae.

¿Eres consciente de las referencias que están sobre ti cuando escribes?

Todos somos conscientes de las referencias que llenan nuestro trabajo, creo. Luego, están las que otros ven y uno no: me dicen que si esta novela tiene de Rulfo o de Ibargüengoitia, por Las muertas. Los vivos y Las muertas. Yo he leído muchas veces Pedro Páramo. Ahora hace mucho que no lo leo. Pero en Pedro Páramo están muertos y aquí están vivos. Así que no lo veo así. Pero también están las referencias que uno no ve y que, cuando te las mencionan, te hacen sentido: el otro día, por ejemplo, un periodista me dijo: Está claro lo de Borges y El Aleph aquí, con ese contra Aleph. Me dice: ese vacío lleno de vacíos donde están todos los vacíos. Obviamente, me lo dijo y me estalló en la cara la escena de la que me hablaba, que escribí sin pensar en Borges. Increíble, ¿no? Cómo uno no es consciente de que hay una referencia tan potente y obvia. No sé ni cómo explicarlo. Es absurdo pensar que no escribes con ecos inconscientes.

Tienes cuarenta y seis años, cuando miras hacia atrás, ¿sientes que hubo momentos que fueron un punto y aparte en tu vida?

La enfermedad, primero, de chico. Después, sin duda, la UNAM, la huelga. Eso me cambió la vida. Fue un milagro individualmente. En mitad de la carrera de Ciencia Política, se abrió un vacío. La huelga duró un año. Ahí fue cuando la escritura se me metió. Me puse a escribir. La vida me abrió un paréntesis. Cambió mi forma de leer, cambió mi forma de escribir. Luego, por supuesto, cambiar de país y, después, decidir volver a México.

Cuando escribiste Las tierras arrasadas decías que la migración era la gran tragedia del siglo XXI. ¿Sigues pensando lo mismo?

No la migración, sino lo que le da lugar, que es lo mismo que da lugar a la desaparición. La enorme desigualdad e impunidad que hay en el tercer mundo. La desigualdad y la impunidad son el caldo de cultivo perfecto para la migración, para la violencia, para la desaparición. Sigo pensándolo. Tener que dejar todo para sobrevivir. La idea idiota del sueño americano acabó hace mucho. Ya ni siquiera es perseguir un sueño, es huir de una realidad. Los sueños pueden llegar después románticamente para algunos. Pero no hay una sola frontera entre el tercer y el primer mundo que no sea testigo de una crisis humanitaria. El Mediterráneo, el cuerno de África, México y Estados Unidos, el sureste asiático. En todos esos lugares hay unas cifras de desapariciones brutales.

Europa y Estados Unidos atraviesan un momento complicado con la llegada de la extrema derecha a los gobiernos y el auge de esas ideas. La xenofobia se ha disparado como discurso contra los migrantes. ¿Seguimos sin hacernos cargo de que esa desigualdad es consecuencia de nuestras formas de vida?

Es muy fácil convertir al otro en el chivo expiatorio de todo el malestar, la incomodidad, de la desigualdad, cuando lo que lo genera es el sistema. Es el populismo. No es solo que la migración sea consecuencia del estado en que está el tercer mundo, que tiene que ver con el estado en el que está el primer mundo. Sino también con lo que el primer mundo hace en el tercer mundo y de lo que ya hizo. Y eso sigue sucediendo.

Ahora hay una discusión muy interesante y muy seria sobre, por ejemplo, si las cuotas con respecto al calentamiento global pueden asignarse igual a los países del primer y tercer mundo. Porque los países del tercer mundo para poder alcanzar el mismo nivel tendrían que contaminar mucho más. Es ese mismo mecanismo de condenarlos a soñar con algo que no se les va a permitir ser. Y eso habla de cómo se han vaciado y arrasado y despojado los territorios. Consecuencia de ese despojo es que la gente tenga que escapar. Las migraciones ya no son migraciones de una o dos personas de un pueblo, son diásporas. Comunidades enteras se van para poder sobrevivir como comunidades, no solo como individuos. Y crece el miedo al otro. De odiar al diferente. Es más fácil hacer un juicio sobre aquel que no se nos parece que sobre aquel que se nos parece porque implica hacer un juicio sobre nosotros mismos. Y es lo que rehúyen las sociedades que se suponen superiores a otras.

«Llenaré tu vacío contigo». Es una frase de Los vivos. Por qué nunca has escrito poesía.

Y tú cómo sabes que no la he escrito.

Es verdad, no lo sé.

Esa frase que me acabas de decir, yo no soy capaz de verla sin todo lo que hay antes y lo que hay después. A esa frase solo llegué por todo lo demás. No puedo crearla sin lo demás. Lo he intentado, aunque ya no, la poesía. No puedo. Es una sensibilidad distinta.

¿Vas sin cuaderno?

Siempre. Voy sin cuaderno por la vida. El poeta, no.

***

Cuando se marcha, por supuesto, abruptamente, siento ganas de lo mejor que puede darle un escritor a otro, ponerme a escribir lo mío, pero cojo una tiza y, en una pizarra, anoto la frase que le dijo Margo Glantz: «Relájate, no todo tiene que ser perfecto. Bájale». Aunque él diga que es uno de los mejores consejos que le han dado nunca, me quedo pensando que, en el fondo, no le hizo tanto caso.

Fotografía de Oswaldo Ruiz
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