POR JACOBO IGLESIAS

En el principio fue el fuego. Y a su alrededor surgieron las historias y los cuentos. Vladimir Propp —que dedicó toda su vida a estudiar el origen y la estructura del cuento ruso— afirmó que el folclore es la matriz de la literatura. Walter Benjamin sostenía que la experiencia que se transmite de boca en boca es la fuente de la que han bebido todos los narradores. Según esto, Prometeo también nos regaló a Shakespeare y al Quijote. Y ese atrevimiento mereció un castigo a la altura de un obsequio singular que nos sacaría doblemente de las tinieblas: el fuego y la Literatura.

Desde entonces, el lugar del fuego ha sido siempre el lugar de las historias: la cocina, el brasero, la lareira, el filandón. Allí donde hay rescoldos hubo cuentos. Y es en esos lugares donde se forma el oído de Luis Landero para la narración: alrededor del fuego.

El de Luis Landero es un caso singular de nuestras letras: jamás ha escrito un libro de cuentos, y sin embargo es uno de los mejores cuentistas de este país. Sus libros de memorias —El balcón en invierno y El huerto de Emerson— así lo demuestran.

Luis Landero nació en 1948 en Alburquerque, un pueblo extremeño donde el idioma se hace fronterizo. A los doce años emigró a Madrid cuando la España del interior comenzaba a vaciarse. La de Landero fue una de esas familias que durante los años 60 abandonaron la vida del pueblo y el trabajo en el campo para bregar sobre el asfalto de Madrid. Y pareciera que sus memorias se hayan vaciado también de todo artificio para ofrecernos el esqueleto de la narración, una prosa libre de mañas literarias, algo que fluye limpio, sin efectismos: un traje al que no se le ven las costuras. Las memorias de Landero parecen no estar atadas a más sumisiones literarias que a las del simple arte —o artesanía— de contar. Landero narra los episodios de su biografía con la fuerza de un autor anónimo. Y es en esa aparente sencillez donde está su complejidad.

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Pero las memorias de Landero comenzaron, en realidad, muchos años atrás con el que ahora podríamos considerar el primer volumen de una trilogía: Entre líneas: el cuento o la vida. Un hermoso libro con dos voces narradoras que pasó más o menos desapercibido a principios de siglo, y en donde ya está el tono y la semilla de estos otros dos volúmenes.

Al igual que ya ocurría en aquella primera entrega, Landero construye los relatos que conforman sus memorias a la manera oral. No quiere literaturizarlos demasiado sino preservar esa oralidad de la que nacen. Escritas como un ensartado de historias o una ristra de cuentos, Landero nos narra diversos episodios de su vida: sus primeros trabajos —o sus primeros amos—, sus primeras lecturas, su paso por la farándula como guitarrista flamenco, su infancia campesina o los personajes que poblaban el pueblo y el campo en una España y un mundo que ya no existe. ¿Qué otra cosa es una vida sino un ensartado de las historias, de los cuentos que nos han ido haciendo cambiar?

En varios de esos capítulos asistimos a los primeros trabajos de un joven Landero. Esos episodios nos conectan con el Lazarillo hasta el punto de que en ocasiones Landero parece querer narrarnos cómo llegó a la cumbre de toda buena fortuna, que para él es haber podido dedicarse a escribir sus libros cada mañana. En uno de ellos, su padre lo saca repentinamente de la escuela para colocarlo de aprendiz en un taller mecánico. Al principio todo marcha bien, pero al cabo de unos meses, el amo, al igual que el ciego, descubre las tretas del mozo Landero, que miente, da rodeos innecesarios cuando tiene que salir a hacer recados o se detiene por el camino a jugar y fumar en las salas de billares. Así las cosas, la calabazada no tarda en llegar, primero en forma de despido y después en la alargada sombra del cinturón paterno. Y de esta guisa el pícaro Landero pareció despertar, como Lázaro, de la simpleza en la que estaba dormido.

En otro de estos episodios o tratados sobre sus primeros amos, Landero comienza a trabajar de chico para todo en unas famosas mantequerías del barrio de Salamanca; y como quiera que su familia no creía la variedad de manjares que allí se elaboraban —hojaldres, canapés, pasteles, conservas exóticas— Landero comenzó a sustraer algunas piezas para que su madre y su hermana pudieran verlo y saborearlo, hasta que el amo de aquel ultramarinos de nuevo descubrió todo el entuerto.

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Desde entonces, el lugar del fuego ha sido siempre el lugar de las historias: la cocina, el brasero, la lareira, el filandón. Allí donde hay rescoldos hubo cuentos. Y es en esos lugares donde se forma el oído de Luis Landero para la narración: alrededor del fuego

La figura del padre atraviesa El balcón en invierno de lado a lado. Landero logra que esa figura —oscura y autoritaria— sobrevuele todo el volumen tal y como esta sobrevolaba la casa aunque no estuviera en ella. De esa tensión nacen algunas de las mejores páginas del libro.

Landero logra acercarse a ese universal que es la siempre compleja relación entre padre e hijo, el intercambio de roles que se sucede, y como solo el paso del tiempo puede hacer comprender a este las acciones que nunca entendió de aquel. La congoja del autor por no haber entendido —o no haber tenido la oportunidad de entender— eso a tiempo es uno de los puntos fuertes de El balcón en invierno y ese spleen atraviesa todo el libro.

Podríamos decir que El huerto de Emerson es una continuación de El balcón en invierno. Algunos capítulos tienen un tono más ensayístico, que no logra perder la oralidad. En este segundo volumen Landero nos vuelve a hablar de alguno de sus antiguos amos, de su universo familiar, del pueblo y del mundo campesino, pero también nos regala algunos consejos de escritura, nos recuerda sus preferencias como lector o incluso nos deja un testamento de estilo en forma de plegaria.

Se le ha reprochado a ambos volúmenes la ausencia de una estructura, pero tal vez sea esa forma —esa no estructura— la que más le convenga al libro, que se desarrolla tal y como lo haría una reunión frente al brasero, en la que el autor se dispone a contar algunas historias que brotan del manantial de su memoria sin un orden preestablecido.

Otro de los highlights de estas memorias es su vocabulario. A lo largo de los textos nos encontramos con viejos sustantivos —trocha, albarda, pedernal, pelliza, dril, azuela, recovero, chiscón, escudilla, farcia— o antiguos verbos ya consumidos por la llegada de la técnica —aventar, amollecer, aguachinar, hatear, chiscar, tizonear, aguzar, desbravar, chiflar, uncir, enjaezar—. Lejos de ser un mero alarde, con ello el autor pretende varias cosas. En primer lugar, devolvernos al tiempo y al espacio de la narración para traernos el alma de un hombre y un idioma en una época y un lugar: el miajón del castellano.

En segundo lugar, Landero emplea un modo de narrar en desuso y un vocabulario en desuso para narrar algo que ya no existe. Hay palabras en desuso igual que hay vidas y modos de vida en desuso.

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Walter Benjamin —en su ensayo El narrador— nos recordaba que si bien el arte de narrar ha sido siempre una facultad inherente al ser humano, este estaba tocando a su fin debido al empobrecimiento de la experiencia que había derivado del «monstruoso despliegue de la técnica». Al decaer la experiencia decayó también la narración oral y nuestra facultad de intercambiar historias. Por tanto, Benjamin diferenciaba entre narración —mundo artesanal— y novela —mundo de la técnica—. Por lo demás, la narración de historias siempre ha dependido del auditorio al que se dirige, mientras que la novela se concibió para ser libro y consumirse individualmente. La llegada de la técnica rompió, pues, con la tradición oral.

Para Benjamin toda narración verdaderamente genuina ha de estar «rodeada de un halo de arcaísmo como si se tratara de una historia que se ha venido contando desde siempre y para siempre». Y a este tipo de escritores es lo que él llamaría «el gran narrador».

La novela —prosigue Benjamin— «se diferencia de todas las demás formas de literatura en prosa porque no proviene de la tradición oral ni se integra en ella. Pero sobre todo se diferencia frente al narrar. El narrador toma lo que narra de la experiencia, la suya propia o la referida. Y la convierte a su vez en experiencia de aquellos que escuchan su historia».

Bejamin advertía que con la llegada de la técnica se había perdido el «don de estar a la escucha», y que había desaparecido la comunidad de los que tienen «el oído alerta». Y concluía que «narrar historias siempre ha sido el arte de volver a narrarlas, y este arte se pierde si las historias ya no se retienen… Así se deshace hoy el don de narrar, algo que se constituyó hace milenios, en el círculo de las formas más antiguas de artesanía».

A ese antiguo círculo de artesanos pertenece Luis Landero: tal vez uno de nuestros últimos narradores en el sentido que empleaba Benjamin. De esos que todavía tienen «el oído alerta» y dominan «la artesanía de narrar».

La autobiografía de Landero nos deja, pues, una prosa y unas historias que parten —y nos hacen partir— en busca del fuego del que nacen.

O lo que es igual: en busca de sí misma y de nosotros mismos.