POR TONI MONTESINOS

A nadie se le escapa que decir Jorge Luis Borges es hablar con letras mayúsculas de la historia de la literatura en español desde que debutara con el libro de poesía Fervor de Buenos Aires. Haber charlado con él fue el privilegio, entre otros muchos, de Ruben Loza Aguerrebere, que lo conoció en 1978 y al que vio en diversas ocasiones en Montevideo y Buenos Aires. Borges facilitaría la publicación en La Prensa del cuento de Loza Aguerrebere «El hombre que robó a Borges», y el propio autor uruguayo le dedicaría un libro, Conversación con las Catedrales (Funambulista, 2014), en que se respiraba la vocación artística tanto de Borges como de su otro protagonista, Mario Vargas Llosa. Aparecía ahí un Borges intuitivo y sagaz, que a la pregunta sobre cómo era su modo de afrontar la escritura, decía: «Empiezo un cuento con una frase casual y esa frase ya tiene un futuro, un pasado».

Y es que son muchos los libros que, ya sea acercándose desde el plano más personal o el meramente artístico, han acabado indagando en cómo escribía Borges. Por ejemplo, en el 2009, en Las razones del poeta (Gredos), José María Micó se ocupó de analizar la presencia del soneto en su obra, explicando la forma en que evolucionó desde el versolibrismo hasta convertirse «en un sonetista pertinaz y en un artista consumado de la rima obvia», algo que el propio Borges había rechazado, curiosamente, en El tamaño de mi esperanza (1926). 

Pues bien, es reciente la publicación de El método Borges (traducción de Ernesto Montequin), que lleva al extremo este tipo de aproximaciones minuciosas de corte técnico. En él, Daniel Balderston, que dirige el Borges Center de la Universidad de Pittsburgh y la revista Variaciones Borges, nos proporciona un detallado estudio sobre los manuscritos y papeles perdidos del autor bonaerense. Estos están desperdigados por el mundo y muchos en colecciones particulares, pero el crítico fue buscando vías para al final acceder a más de trescientos (en el citado centro se publicaron tres libros facsimilares con ellos: Poemas y prosas breves en el 2018, Ensayos en el 2019 y Cuentos en el 2020). Fue algo así como descubrir el laboratorio de Borges, quien, al ir perdiendo vista, fue recurriendo a su madre, a la que empezó a dictar textos a partir de 1955. De esta manera, Balderston fue viendo cómo el escritor borraba y corregía, usaba frases ajenas de sus autores predilectos para darles un nuevo rumbo expresivo o como inspiración argumental de un cuento, o hacía cambios de títulos: por ejemplo, el manuscrito de «Hombre de la esquina rosada», en su primera versión, se llama «Hombres de las orillas». En definitiva, Borges trabajaba desde una extraordinaria autoexigencia en busca del ritmo, del fraseo, de la palabra exacta.

De esta manera, Balderston fue viendo cómo el escritor borraba y corregía, usaba frases ajenas de sus autores predilectos para darles un nuevo rumbo expresivo o como inspiración argumental de un cuento, o hacía cambios de títulos: por ejemplo, el manuscrito de Hombre de la esquina rosada, en su primera versión, se llama Hombres de las orillas. En definitiva, Borges trabajaba desde una extraordinaria autoexigencia en busca del ritmo, del fraseo, de la palabra exacta

Tomando más de 180 manuscritos y documentos primarios, Balderston pretende de algún modo reconstruir el proceso que condujo a Borges a la concepción de diferentes poemas, cuentos y ensayos. Así, se puede seguir la composición de «El Aleph», «Emma Zunz» o «El jardín de senderos que se bifurcan». Es realmente interesante, desde luego, ver que «Borges escribía mediante un proceso minucioso en el que desplegaba numerosas posibilidades, seleccionaba algunas de ellas y luego las reescribía. No partía de esquemas ni de proyectos; la escritura se desarrollaba primero en cuadernos o en apuntes bastante desordenados, luego continuaba en copias en limpio (que sin embargo conservaban una cantidad considerable de tachaduras y de reescrituras), y luego, al menos en un caso, en un dactiloescrito con anotaciones manuscritas». Y sin embargo, se trata de una mirada hacia Borges para colegas estudiosos, me atrevería a decir, que gusten de tener la debida paciencia para seguir de cerca estos mini movimientos de decisiones de escritura.

Por su parte, Francisco García Jurado proporciona una visión del autor realmente original. En algunos momentos de su vida, Borges declaró que su autor favorito era Virgilio; según este catedrático de filología latina en la Universidad Complutense de Madrid, la Eneida iría más allá de una mera lectura o influencia para explicar y justificar la poética borgeana, como si se tratara de una obra que Borges hubiera querido volver a escribir. ¿Borges como su propio Pierre Menard, autor del Quijote, entonces? Eso daba a entender brillantemente García Jurado en Borges, autor de la Eneida, en el 2006 –publicado en una editorial muy pequeña, ahora convertido en un libro accesible por fin en Guillermo Escolar Editor–, en que según David Hernández de la Fuente, abrió «una vía nueva que hasta hoy ha sido fecunda y ha creado escuela», aquella que trata la tradición y la recepción clásica mediante «una serie de investigaciones de amplia mirada y profundo alcance». 

Así queda demostrado en La «Eneida» de Borges. Regreso a una obra subterránea, que juega con la idea del lector como autor que recrea la obra leída. García Jurado afirma haber reconstruido «las claves históricas, estéticas y vitales que explican la lectura creativa que Jorge Luis Borges ha hecho de la Eneida»; parte del cuento de Menard, claro está, aludiendo luego a las «obras visibles», las que aparecen en las bibliografías y ocupan bibliotecas, en contraste con las «subterráneas», mucho más difíciles de percibir al ser «una apropiación mental y sentimental de la obra, que nos puede llevar a identificarnos con el autor leído, a buscar, incluso, su máscara». El presupuesto es, dicho así, complejo e intrigante, y poco a poco el ensayista nos va llevando al terreno virgiliano, la forma en que diversos autores han dialogado literariamente con él, hasta ir deteniéndose en diversos ejemplos borgeanos, como la relación entre Dante y el poeta latino en los Nueve ensayos dantescos. 

Es el Borges que utiliza fuentes originales para nutrir su obra: por supuesto, la ensayística, como cuando aportó el denso artículo «Publio Virgilio Marón. La Eneida» para su Biblioteca Personal, en que comentaba el uso de los tropos literarios virgilianos; un Borges que emanó tanta creatividad y tan profundamente leyó tantas obras cumbre, que iluminó la historia literaria con versos como «La amistad silenciosa de la luna / (cito mal a Virgilio) te acompaña» (de «La cifra»), o sorprendió, teniendo una feliz ocurrencia, al incorporar, alterándolo genialmente, un verso virgiliano en un poema dedicado al mismísimo Sherlock Holmes.


El factor de un Borges orillado

Entre el caudal de obras que van apareciendo en torno a la figura de Borges, destacó en su día, El factor Borges, de Alan Pauls, que vio la luz en la editorial Anagrama en el 2006. En él, lo decía el mismo autor al comienzo, se ofrecía una especie de manual de instrucciones para orientarse en la literatura borgeana. Ahora, en este 2022 surge otra edición, por parte de Literatura Random House, de este libro que iba atravesando diversos conceptos –originalidad, tradición, biblioteca– para explicar la esencia de Borges, en cuya obra, asegura Pauls, «abunda en esos personajes subalternos, un poco oscuros, que siguen como sombras el rastro de una obra o un personaje más luminosos. Traductores, exégetas, anotadores de textos sagrados, intérpretes, bibliotecarios, incluso laderos de guapos y cuchilleros. Borges define una auténtica ética de la subordinación […] Ser una nota al pie de ese texto que es la vida de otro: ¿no es esa vocación parasitaria, a la vez irritante y admirable, mezquina y radical, la que prevalece casi siempre en las mejores ficciones de Borges?».

Tiempo atrás, Beatriz Sarlo publicaba Borges, un escritor en las orillas (Ariel, 1995), en Buenos Aires, estudio que pudo volver a conocerse en el 2007 mediante la editorial Siglo XXI. Se trata de una mujer nacida en 1942 y formada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, toda una especialista en literatura popular sentimental, folletín, historia del periodismo y de los medios de comunicación de masas, cine y cultura popular, culturas urbanas. También en Borges, sobre el que indagó en su faceta más localista, alejándose de una reputación mundial que, de alguna forma, pudiera haber borrado su nacionalidad. Así, Sarlo situaba la escritura de Borges frente a su visión de las tradiciones y el pasado argentinos. El libro estaba dividido en dos partes. La primera la formaban una serie de conferencias sobre la ficción de Borges que había dado en la Universidad de Cambridge, en 1992; la segunda hablaba sobre el surgimiento de la vanguardia y las revistas literarias.

Para la investigadora, Borges es el escritor de «las orillas», un cosmopolita en los márgenes, un escritor que se asienta de continuo en la idea de reescritura de la tradición literaria. «No se trata de restituir a Borges a un escenario pintoresquista y folklórico que siempre repudió, sino más bien de permitirle hablar con los textos y los autores a partir de los que produjo sus rupturas estéticas y sus polémicas literarias», afirmaba. No en vano, Borges nació y escribió en la Argentina y, desde aquí, estableció su diálogo con la cultura occidental. Es más, «no existe un escritor más argentino que Borges: él se interrogó, como nadie, sobre la forma de la literatura en una de las orillas de occidente».


Amor, sangre y muerte

En el año 2016, el narrador y ensayista argentino Álvaro Abós tuvo la buena idea de bucear en un Borges poco conocido, aquel que se dedicó a labores de edición en la prensa bonaerense. El resultado fue una sugerente antología, Cuentos para leer los sábados (Alfaguara), formada por veintiún textos de algunos de los más reputados escritores de los siglos XIX y XX y que fueron seleccionados por el propio autor de Ficciones junto a su colega Ulyses Petit de Murat. Juntos, durante los años 1933 y 1934, coordinaron un suplemento cultural para el periódico Crítica –fundado en 1913– llamado Revista Multicolor de los Sábados que incluía «un muy considerable bagaje de material literario: cuentos, artículos, crónicas y reseñas. Ese material retomaba, a veces parodiándolo, los tonos y lenguajes del diario, proponiéndole al lector una nueva mirada a las noticias crudas que allí se ofrecían», explicaba Abós, a la sazón responsable de una biografía del director de Crítica, el polémico y al tiempo emprendedor en el periodismo argentino Natalio Botana, y del libro Al pie de la letra. Guía literaria de Buenos Aires.

Por esta razón, no extrañaba que muchas de las historias que se seleccionaron para este periódico de corte sensacionalista fueran «cuentos de amor, de sangre y de muerte», de corte popular y ameno como exigía Botana, que deseaba alcanzar el interés de diversas clases sociales el fin de semana. Se sospecha que el propio Borges firmó allí tal vez textos con diversos seudónimos, y en esas páginas además publicaría los que irían a reunirse en Historia universal de la infamia (1935). Es un Borges joven pero ya erudito, gran aficionado a las letras anglosajonas y al género detectivesco –de ahí que apareciera Chesterton, por ejemplo–; y algo parecido podríamos decir de Petit de Murat, poeta, dramaturgo, novelista, guionista cinematográfico y colaborador de las publicaciones bonaerenses más importantes de la época, que se acabaría exiliando en México en los años cincuenta y moriría en 1983.

El buen gusto de uno y otro resultaba incuestionable al hojear el libro: clásicos del género como Chéjov, Hemingway, London, O. Henry o Kipling; autores de largo aliento novelístico que tuvieron una destacada producción cuentística, como Dickens, maestros de lo fantástico como H. G. Wells, algún astro hispanoamericano como Onetti y un par de amigos de Borges como Enrique Mallea y Norah Lange… Todas estas firmas de renombre internacional iban acompañadas de escritores locales desconocidos para nosotros, como Pascual Güida o Santiago Dabove, u otros que en su día disfrutaron de celebridad, caso del cosmopolita Lafcadio Hearn, la feminista inglesa May Sinclair u otro especialista en la literatura fantástica como Alfred John Holloway Horn. Todo un menú de tramas ingeniosas, de suspense en bastantes ocasiones, que fueron en sus inicios ofrecidas al gran público «para leer el sábado» y que, en palabras de Abós, nos puede servir para «convertir en sábado cada día de la semana».