POR PATRICIO PRON

«¡Quien tenga algo que decir, que dé un paso adelante y que se calle!», exigió Karl Kraus en una ocasión; pero Félix de Azúa (Barcelona, 1944) no parece prestar gran atención a los consejos de los austríacos eminentes: desde hace años es uno de los articulistas más leídos y polémicos de la prensa española, en la que suele alertar de los peligros del nacionalismo catalán, ignorando a menudo los del español, no menos importante y cuantitativamente más significativo; revisita y cuestiona las continuidades del franquismo al tiempo que viva a las figuras políticas que constituyen su prolongación más evidente; adhiere a las opiniones de quienes ven en la Constitución española algo más que el resultado de un consenso provisorio por definición; juega el pésimo juego de abrazar un extremismo para rechazar otro.

Nada de esto se encuentra «a la altura» de la estatura intelectual de Azúa, doctor en Filosofía, catedrático de Teoría del Arte, miembro de la Real Academia Española, uno de los escritores y ensayistas europeos más importantes de los últimos cincuenta años; pero, precisamente por ello, es eficaz a la hora de propagar una visión distorsionada de su autor en el marco de la cual puede imponerse la conclusión errónea de que, como sucede con la de la mayor parte de los polemistas españoles, su obra literaria sería remanente, un simple apéndice de unas opiniones terminantes pero circunstanciales, supeditadas como están a acontecimientos que, al menos en España, son olvidados antes incluso que las reacciones que suscitan.

 

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Pero Félix de Azúa publicó su primer libro en 1968, a los veinticuatro años, fue voluntaria o involuntariamente un novísimo y perteneció a la promoción de intelectuales que rompió con el aislamiento que el régimen de Francisco Franco y el nacionalismo cultural habían impuesto a su literatura, así como uno de los pocos escritores de este país auténticamente cosmopolitas, algo que Tercer acto viene a recordar no sin ironía, ya que la novela transcurre en un café parisino de segunda categoría, una habitación sin ventanas en la parte vieja de Barcelona, varias infraviviendas de la capital francesa, una comisaría, una villa alemana sin demasiado atractivo junto al río Sarre, una casa indistinta en un suburbio barcelonés, un convento que acoge indigentes de esa ciudad, una cueva en los alrededores de un pueblo costero.

Los desplazamientos a los que se someten los personajes de esta novela pueden parecer azarosos, así como los saltos temporales de la narración (2017, 1971, 2007, 1963, 1960, etcétera), pero Azúa no suele dejar nada librado al azar. A lo largo de una trayectoria de casi medio siglo, ha ido de la poesía a la novela y de la novela al ensayo y al periodismo, en un recorrido en el que cada movimiento responde a una desilusión: con la poesía (tras la publicación de libros como Cepo para nutria, 1968; El velo en el rostro de Agamenón, 1970; Lengua de cal, 1972; y Farra, 1983; reunidos en 2007 bajo el título Última sangre) debido a lo que en su Autobiografía de papel (2013) llamó «la imposibilidad de mantener la ambición moderna de una poesía como fuente de conocimiento, en igualdad con la ciencia y la religión» (71), y con la novela (después de publicar su ciclo de las «lecciones»: Las lecciones de Jena, 1972; Las lecciones suspendidas, 1978, y Última lección, 1981; Mansura, 1984; y las muy exitosas Historia de un idiota contada por él mismo o El contenido de la felicidad, 1986; Diario de un hombre humillado, 1987, Premio Herralde; Cambio de bandera, 1991; Demasiadas preguntas, 1994; y Momentos decisivos, 2000) a raíz de la imposibilidad de sustraer la novela de la lógica en la que la inscribe su condición de mercancía y como resultado de lo que parece haber sido una internalización del conocido rechazo valériano al género. Para Azúa, «La poesía ha extinguido su presencia social y es ahora un intercambio privado de excelentes profesionales cada vez más próximos al artesanado, la novela es un negocio competitivo que ha regresado a la mejor tradición mercantil, el ensayo ha llegado a competir con la novela, pero el periodismo se ha expandido de un modo colosal hasta dominarlo todo y dejar de ser “periodismo”, es decir, artículo de diario» (Autobiografía de papel, 143).

 

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Azúa comenzó a escribir en un período en el que, como afirma, «el ámbito de la escritura artística se mantenía sin cambios esenciales desde los últimos dos siglos, es decir, desde el Romanticismo europeo de finales del xviii (pongamos que desde 1790)»; a partir de ese momento, sin embargo, «nos tocó vivir una transformación que ha desfigurado por completo el aspecto, la forma, las estrategias del arte de escribir, en cosa de treinta años» (Autobiografía de papel, 20). Autobiografía sin vida (2010) y Autobiografía de papel daban cuenta de esa transformación recurriendo a una estrategia narrativa singular, ya empleada previamente en un excepcional Diccionario de las artes (2002 y 2011): narrar el final de la concepción romántica del arte, que el autor llama «el acabamiento», como una trayectoria personal, una suerte de autobiografía en la que no importan las intimidades del sujeto sino la forma en que éste ha habitado su época y ha sido habitado por ella.

Tercer acto constituye la clausura de ese proyecto, tras las dos «autobiografías» y Génesis (2015). Azúa traza en ella un retrato de su generación y del recorrido que algunos de sus miembros realizaron entre la versión catalana de la dictadura franquista, que animaba las mejores páginas de la Historia de un idiota […] y que aquí es definida con extraordinario acierto como «soez» (13), la confluencia y los estudios en París y el retorno a una España sólo superficialmente modernizada: cuando uno de los miembros de su círculo se encamina hacia su muerte, el narrador y su hermano «provisorio» deben salir a buscar a una mujer cuyas contradicciones, tempranamente advertidas por el primero en una sesión de ingesta de ácido lisérgico, ilustra las de su generación. La búsqueda deviene un pendular entre tiempos y lugares por el que desfilan, sin que importe demasiado su identificación por parte del lector, avatares de Agustín García Calvo, José Luis Aranguren, Ferrán Lobo, Javier Fernández de Castro, Fernando Savater, Víctor Gómez Pin y Rafael Sánchez Ferlosio.

«Aún vivía el dictador y seguíamos siendo oficialmente un grupo de exiliados de la dictadura, aunque ninguno, excepto Julio Silvela Silva, fuera en verdad un represaliado, los demás estábamos allí por aburrimiento, por azar, por romanticismo o por aventura, pero nos sentíamos dolorosas víctimas del régimen» (69), recuerda Azúa, desacralizando una estancia en París de la que algunos integrantes de su generación se valieron pocos años después para probar su participación en una lucha antifranquista que, si realmente existió, tuvo lugar en algún otro sitio. «La verdad es que nunca habíamos sacrificado nada, ni nos habíamos arriesgado, sólo tomábamos un hábito y poníamos el gesto dramático del que se arriesga y se sacrifica, pero sin jugarnos nada. Una farsa», admite (92). La muerte de Franco puso fin a ese fingimiento; pero, como narra Azúa, sólo dio lugar al regreso a España de los jóvenes «exiliados» parisinos del círculo y a la creación de nuevos disfraces, comenzando por el de la acción comunicativa en el ámbito universitario como parte de un esfuerzo democratizador de la sociedad española caído en mayor o menor medida en saco roto, como pone de manifiesto la emergencia de corrientes subterráneas de odio y extremismo antidemocrático de los últimos años. «Entramos todos de golpe y sin darnos cuenta en el mundo detenido de las personas mayores», escribe Azúa:

Cada uno de nosotros, en universidades madrileñas, inglesas, vascas o catalanas, sufrimos aproximadamente la misma experiencia, lo que provocó un último equívoco, y es que cuando nos encontrábamos o reuníamos, fuera al cabo de una semana o de cinco años, parecía que nada hubiera cambiado porque a todos nos había sucedido exactamente lo mismo y sólo las arrugas y los achaques añadían alguna novedad a las conversaciones, siempre chorros de orina política que caían en el sumidero de las novedades sin dejar huella. Persuadidos de pertenecer a un ámbito privilegiado donde las mejores cabezas forjaban el futuro de la sociedad no nos percatamos de que en realidad éramos empleados de una oficina en la que el mando lo ostentaba la máquina administrativa, perfectamente acéfala y endógama. […] Hicimos mucho daño (210-212).

 

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A lo largo de Diccionario de las artes y en otras intervenciones suyas, Azúa ha defendido una cierta irresponsabilidad del arte, un rechazo a su instrumentalización política y a los extremos que lo conciben, ya como una manifestación de fuerzas sociales, ya como la expresión irreductiblemente individual del genio, y, aunque pudiera no parecerlo en una primera lectura, Tercer acto es consecuente con esa defensa: se trata de un ajuste de cuentas, pero está repleto de pequeños y grandes momentos de un humor sardónico y eficaz; también es un recordatorio de que los engaños que practicamos nos tienen a menudo como sus primeras víctimas, que el esplendor es fugaz y su final es inevitable, que las muchachas en flor sólo lo son por un breve instante y que todo es vanidad, pero también de que, como su autor escribió en Historia de un idiota […], existe un «lado tercamente glorioso de los hombres, los cuales, incluso en justificación de sus acciones más abyectas, son capaces de edificar monumentos de perdón, comprensión y esperanza» (71).

Se trata del resultado de unas convicciones adquiridas a lo largo de una vida no sólo leída y escrita («De pronto el mundo entero se convirtió en diferentes modos de hacerse papel: libros, folios, documentos, cuadernos, cartas, enciclopedias, fichas, diarios, diccionarios, los objetos mismos desaparecieron y sólo me importó su modo de plasmarse en el papel», afirma en Tercer acto, 206), sino también vivida en la contradicción inherente a reconocer la banalidad de todos los propósitos humanos pero creer en los nuestros para que la «tentación del abismo» no nos hunda. No exhibe la exageración cómica de la Historia de un idiota […] ni es tan ensayística como las dos «autobiografías», carece de la ligereza de (por mencionar dos novelas que abordan en mayor o menor medida el mismo período de tiempo y la misma generación) El gran momento de Mary Tribune de Juan García Hortelano (1972) y Noches de Bocaccio de Juan Marsé (1987, publicada en 2011) ni incurre en lo que un testigo de excepción como Fernando Savater describió en una ocasión (hablando de los primeros libros de Azúa) como el producto de «un excesivo mimetismo con la fórmula narrativa de Juan Benet y cierto regodeo críptico»; pero, de alguna manera, surge y se inspira en los sitios que su autor visita más a menudo en sus libros, por ejemplo en ensayos como La invención de Caín (1999 y 2015), el Diccionario y las Nuevas lecturas compulsivas (2017), y que ninguna compañía aérea se ha tomado la molestia de conectar todavía, por alguna razón desconocida: de una cueva en la francesa Ardèche hasta la playa de Chesil, en el sur de Inglaterra, pasando por una torre en Tubinga, un castillo cerca de Burdeos, Kassel y cierta cabaña en la Selva Negra; se parece sobre todo a Génesis, la novela anterior del proyecto, a la que supera.

Sobre la novela planean dos o tres preguntas, sin embargo. La primera consiste en qué hacer con el mandato paradójico que preside la obra: ¿Debemos leerla sin olvidar que sus personajes están «inspirados» en personas reales o ignorar por completo este hecho? Y si no se debe leer este libro como una novela «en clave», ¿por qué esta historia, estos personajes y estas vicisitudes y no otras? La segunda pregunta que sugiere la novela es qué tipo de lectura puede esta suscitar que no la sitúe en el marco de una crítica literaria hispanohablante consensual incluso en sus manifestaciones más aparentemente extremas cuyos criterios absolutos de valor son, en el mejor de los casos, «me ha emocionado» y, en el peor, «no se entiende». Por último, Tercer acto obliga a los más asiduos lectores de Azúa a preguntarse por qué razón recurre el autor a la novelización de unas experiencias si la novela (en particular, la novela realista, como esta) ha ingresado ya, como Azúa ha dicho en numerosas ocasiones, en un territorio de inanidad del que nada puede extraerla, completamente sumergida como está en «el acabamiento».

No son preguntas fáciles de responder y, por lo tanto, es maravilloso que una novela contemporánea las suscite. Tercer acto es un tipo singularísimo de novela de formación en el que no hay formación alguna excepto la de una sensibilidad y unas ideas que son todo lo que Azúa está dispuesto a revelar de sí mismo, al margen de la conmovedora dedicatoria de esta novela: al igual que en su poesía, la despersonalización de la experiencia abre un campo de posibilidades, pero también limita las lecturas y las vuelve forzosamente ambiguas. La contingencia de que un libro sea leído de diferentes maneras por lectores distintos parece haber desaparecido del horizonte de posibilidades de la crítica literaria en español en las últimas décadas, pese al prestigio que todavía parecen conservar incluso en ella «Pierre Menard, autor del Quijote» de Jorge Luis Borges y Terry Eagleton, quien alguna vez propuso irónicamente la creación de un «Reader’s Liberation Movement»; sin embargo, es un hecho que las grandes obras del arte literario suscitan lecturas a menudo antagónicas y que en ese antagonismo radica su perdurabilidad y su fuerza. Azúa, que no parece haber olvidado esto, es, como recordaba Andreu Jaume en alguna ocasión, el más vigoroso vínculo que nos une con la producción de Gabriel Ferrater, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral y Juan Benet; uno de los últimos de una escena literaria que, en su amplitud y extraordinaria diversidad, podía albergar, pese a todo, la marginalidad gozosa de Francisco Ferrer Lerín y la pretensión de centralidad de Pere Gimferrer y Javier Marías, las derivas narcisistas de Julián Ríos y Juan Goytisolo, los intentos de Vicente Molina Foix y la narrativa comercial, pero no por ello más exitosa, de Terenci Moix y de Manuel Vázquez Montalbán: parece haber sido una escena en la que el juicio crítico no podía eludir la complejidad ni el reconocimiento de posibilidades y limitaciones de las estéticas de autores muy distintos; es decir, una escena mejor que la actual.

Tercer acto podría venir a recordarnos esto, pero hace mucho más: restituye a la novela su doble condición (la de mercancía, sí, pero también la de vehículo privilegiado para narrar la existencia del sujeto y de la sociedad y la época a las que pertenece); nos recuerda que la traición y la culpa pueden conducir en ocasiones a la redención; nos permite volver a tomar conciencia del hecho de que el mundo es tan singular, y la experiencia tan diversa y paradójica, que incluso es posible que alguien escriba una obra maestra a los setenta y seis años de edad, a despecho de la pobreza intelectual de su época, en medio del tiempo suspendido de una pandemia de alcance mundial, sin demorarse en el placer (por lo general sobrevalorado) de tener una opinión sobre cada uno de los asuntos políticos del día y contra las convicciones propias acerca de la novela y la obra maestra, en el ejercicio de una honestidad más sincera y más radical.

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

· Azúa, Félix de. Autobiografía de papel. Barcelona: Literatura Mondadori, 2013.

· Azúa, Félix de. Autobiografía sin vida. Barcelona: Literatura Mondadori, 2010.

· Azúa, Félix de. Diccionario de las artes. Nueva edición ampliada. Barcelona: Debate, 2011.

· Azúa, Félix de. Génesis. Barcelona: Literatura Random House, 2015.

· Azúa, Félix de. Historia de un idiota contada por él mismo & Diario de un hombre humillado. Barcelona: Anagrama, 2010.

· Azúa, Félix de. Nuevas lecturas compulsivas. Madrid: Círculo de Tiza, 2017.

·Azúa, Félix de. Tercer acto. Barcelona: Literatura Random House, 2020.

Azúa, Félix de. Última sangre. (Poesía 1968-2007). Pról. Pere Gimferrer. Barcelona: Bruguera, 2007.

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