«Para mí la vida y la escritura son la misma cosa, se van moldeando mutuamente»Por Claudia Apablaza

Fotografía de Fernanda Montoro

La primera vez que leí un libro de Fernanda Trías (Montevideo, 1976) fue hace casi veinte años, en 2006, su novela La azotea. La primera vez que la vi fue el año 2011, la recuerdo hablando en una barra en un bar de Buenos Aires, como una pequeña isla entre todas esas escritoras chilenas y argentinas. Una escritora migrante, como hasta hoy, extranjera y abismal siempre, lejos de Uruguay, de Montevideo («de ese país pequeño, gris y conservador. pero al mismo tiempo rico en tradición literaria», según la propia, en la que ella se siente cómoda).

Dejó Uruguay tras la muerte de uno de los autores que marcaron su carrera, su maestro y en ese momento editor Mario Levrero y ya no quiso volver. Comenzó una vida lejos de su país natal, se fue primero a Francia a una residencia de escritores, luego a Berlín, a Buenos Aires, a Nueva York a estudiar Creative Writing, a Valparaíso, a una residencia en España, y finalmente a Colombia. Desde hace diez años vive en Bogotá, pero siempre mirando el mapa y pensando hacia dónde migrará en su próximo viaje.

El año que la conocí era la única autora uruguaya participando en el encuentro Las cenizas del Puyehue, festival literario que reunía a 40 escritoras chilenas y argentinas y que organizamos con el escritor Gonzalo León y que tomaba el nombre de ese fatídico día 4 de junio de 2011 en el que el volcán Puyehue entró en erupción. Una lava viscosa se disparó en todas las direcciones y, como consecuencia, toneladas de cenizas se trasladaron furiosas desde Chile a Bariloche para impactar la ciudad y dejar todo cubierto de un polvo gris y tóxico. Una nube oscura, una tormenta, una lluvia de cenizas chilenas se había trasladado a la Patagonia Argentina.

Qué momento tan premonitorio conocer a Trías, la autora que años más tarde triunfaría con un libro distópico, de fenómenos climáticos que arrasan la tierra, los afectos y la transparencia de las aguas: Mugre rosa. «Afuera el viento ya levantaba polvo y mugre. Volaban papeles y restos de basura. Las nubes rosadas habían desaparecido y el cielo tenía ahora ese tinte brillante, como de carne cruda chorreando su jugo sobre nosotros».

El año de ese festival, yo ya había devorado los dos libros que circulaban de Trías. Cuando llegué a vivir a Barcelona el año 2006 alguien me dijo que era la mejor escritora latinoamericana y que debía leerla, cuando todavía alguien tenía el descaro de referirse a las escritoras como la mejor, la más, en esa eterna resaca del boom que aún nos persigue. Creo que fue un escritor peruano con el que bebíamos y compartíamos libros. Que debía leer La azotea (2001) y Cuaderno para un solo ojo (2002). La autora que ya se estudiada en Estados Unidos y ni siquiera alcanzaba los treinta años. Que el académico uruguayo Hugo Achugar la estudiaba a fondo, le enseñaba en sus clases y la había antologado en El descontento y la promesa: nueva/joven narrativa uruguaya. (2008). Comenzaban a circular los primeros libros de los uruguayos Dani Umpi, Natalia Mardero e Ignacio Alcuri: Miss Tacuarembó, Posmonauta y Sobredosis pop.

Me devoré La azotea, me devoré Cuaderno para un solo ojo. Ambos libros cruzados por la asfixia, esas ciudades y espacios onettianos que la autora porta y recalca dentro de sí. En La azotea, una mujer embarazada vive con su padre en un departamento del que no salen nunca. La poética del miedo, del encierro y del incesto. Ese pequeño espacio que aparece como el único lugar por donde la protagonista puede huir de esa vida infernal, así como la misma Trías huyó de su país natal. Cuaderno para un solo ojo, el amor entre dos lesbianas, la violencia y el asesinato de una de ellas.

No existe la carrera, porque no hay un lugar adonde llegar. El proceso artístico es personal, muchas veces lento y lleno de desvíos. Al menos yo vivo la escritura de esa forma: una búsqueda artística, no una producción industrial

Y ahí estaba Trías en el festival de escritoras chilenas y argentinas sentada en la barra de un bar, como esa gran isla, cálida y segura. Algo recuerdo de esas noches y las historias que hoy revisito al leer La ciudad invencible. Me contó que alguien la violentaba y el escritor Ricardo Strafacce la animaba a salir de ese agujero. Pasaron los años, nos fuimos viendo en distintas ciudades, nos seguimos leyendo. Nos vimos en Bogotá, nos disfrazamos para Halloween, bailamos con la editora de Laguna, nos tomamos una foto en un bar con la cara de Allende detrás de nuestras nucas y que decía «Venceremos». Luego estuvo en Santiago de Chile en una lectura en Estudio Panal. Luego nuevamente en Santiago de Chile, semanas después de yo haber tenido a mi hija y donde ella había viajado a presentar el libro de cuentos No soñarás flores, ese libro en que aparecen nítidas y abismales distintas voces de mujeres enfrentadas cada una a sus designios. Luego en Quito y la última feria antes de la pandemia. Nos había invitado la escritora María Fernanda Ampuero. Trías apareció poco, había ido solo por un día. Luego nos vemos cada vez que viene a Madrid, una y otra vez, en un bar, yo bebiendo vino y ella agua. Yo con covid cenando después de la presentación del libro Mugre Rosa, la novela en que la ciudad y los afectos de una mujer se ven desbordados, novela que había ganado hace poco el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, el prestigioso galardón que se entrega cada año en la Feria del Libro de Guadalajara a una novela publicada por alguna escritora de habla hispana el año anterior a su entrega. También lo han ganado Nona Fernández, Cristina Rivera Garza, Daniela Tarazona, María Gainza, Camila Sosa Villada, entre otras.

Y nuevamente con Trías en Madrid, año 2022, enfrentadas al futuro que ella misma había vaticinado en sus textos distópicos, el cambio climático a tope, inmersas en una ola de calor de más de cuarenta grados, en un estacionamiento en el centro de Madrid, abrazadas en una foto bajo el cartel de «No hay salida».

Entre tus dos primeros libros, La azotea (2001) y Cuaderno para un solo ojo (2002) y la publicación del tercero, La ciudad invencible (2014) hay un gran silencio editorial, doce años. Pienso en autores como Nicanor Parra por ejemplo, que entre Cancionero sin nombre (1937) y Poemas y Antipoemas (1954) pasaron 17 años. Al leer esos dos textos de Parra, claramente vemos la radicalización de su estética. Qué pasó en tu caso, ¿por qué ese silencio?

La ciudad invencible se publicó con otro título (Bienes muebles) en 2013 en la pequeña editorial que tenía Lina Meruane en Nueva York, Brutas Editoras. Y en 2012 había publicado una plaqueta de relatos en Uruguay, y otras cositas sueltas en revistas y antologías. Pero en general fueron años incómodos, más de búsquedas y de aprendizajes. En 2004 Levrero murió y a los pocos días huí del país. No te voy a decir que fue exactamente esa la causa, porque yo me había ganado una beca para una residencia en Francia, pero tras la muerte de Levrero ya no quería volver a Montevideo. Sentía la ciudad como un lugar ajeno, inhóspito. Era una orfandad que desconocía y estoy segura de que eso también me afectó en la escritura y en la confianza en mí misma, porque si algo hacía Levrero era levantarme una y otra vez del fondo de mi autoestima, donde yo solía arrebujarme. Dejé de tener esa figura, ese apoyo. Más tarde iba a descubrir que debía convertirme en esa figura para mí misma, que no podía esperar que otros hicieran ese trabajo por mí, ¿viste? Me fui a Francia y terminé viviendo ahí varios años. Pero vivía en el campo, aislada de todos, del país del que había huido y del país al que había llegado. Fueron años en los que escribí mucho, cosas que luego no publiqué porque fueron experimentos fallidos. Por suerte, y gracias a la influencia de Levrero, nunca entendí la escritura como una carrera. Digo por suerte porque me permitió, y me sigue permitiendo, vivir mis procesos en los tiempos que sean necesarios. Para mí la vida y la escritura son la misma cosa, se van moldeando mutuamente. Aunque Semprún diga la escritura o la vida, por algo al final no pudo evitar escribir… Un escritor no tiene esa elección. Pero a veces hay que dejar que la vida decante mucho tiempo, años. En esos años leí mucho, viajé, miré, pensé, y me dediqué a experimentar con el medio audiovisual. Hice algunos cortos documentales con mi amiga la fotógrafa Fernanda Montoro, que se pasaron en festivales, e incluso ganamos algún premio. Era una manera de experimentar con otras formas de narrar, de contar historias, de pensar personajes. Y me sirvió mucho para escuchar y desarrollar el oído para los diálogos, la manera en que otros hablan. Todo nutre la escritura. Entonces, lo que visto en la biografía son años de silencio, en realidad son años de aprendizaje y maduración. Yo descreo completamente de la obsesión actual por publicar rápido, como si eso pudiera garantizarte algo, como si eso te diera alguna «vigencia» (pero un escritor no es un producto de supermercado con fecha de vencimiento). Los libros se van a mantener con vida o no por sí solos, independiente de tu voluntad. No existe la carrera, porque no hay un lugar adonde llegar. El proceso artístico es personal, muchas veces lento y lleno de desvíos. Al menos yo vivo la escritura de esa forma: una búsqueda artística, no una producción industrial.

Siguiendo con tus primeras publicaciones, me llama la atención que tu segundo libro, Cuaderno para un solo ojo (2002), ese libro donde una mujer sostiene un cuaderno que narra situaciones personales, es hoy en día imposible de encontrar. No se volvió a reeditar, solo tuvo esa edición el año 2002 en Uruguay en una colección que llevaba Mario Levrero. Hay muchos autores o autoras que reniegan de sus primeras publicaciones, ya sea por pudor, por no haber alcanzado el estilo que identifica su obra, o simplemente porque no les gusta. Tenemos el caso de Kafka, de Emily Dickinson, Nabokov, el mismo Cortázar con Las nubes y el arquero. ¿Qué pasó con ese libro?

Escribí Cuaderno para un solo ojo a comienzos de 1998. Tenía veintiún años. Fue lo primero que logré terminar. Creo que ese es un momento fundacional para alguien que quiere escribir, sobre todo si es joven: saberte capaz de terminar un texto que empezaste. Yo no escribía relatos, pasaron muchos años antes de que escribiera mi primer cuento. Siempre estaba escribiendo novelas. Y abandoné muchas. No lograba llevarlas a término, porque en el camino me encontraba con obstáculos técnicos de todo tipo, e incluso la trama se me desbarataba. Luego de varios intentos me di cuenta de que no tenía las capacidades técnicas para sostener tantos personajes, tantas subtramas, y me propuse escribir una historia más acotada. Empezar y terminar algo significa mucho porque sobre eso comienza a sedimentarse la fe. La fe de que, si pudiste una vez, podrás una segunda, y tal vez una tercera. Aunque parezca imposible. Esa fe me hizo escritora mucho más que publicar o que cualquier reconocimiento externo. Cuaderno para un solo ojo fue importante para mi épica personal. Pero no estaba convencida de querer publicarla. Me daba pudor. Ahora pienso: ¿por qué? Cuaderno es una historia de obsesión, de paranoia y de violencia de género en una relación entre dos mujeres. Entonces, estaba el erotismo lésbico y la violencia, dos cosas un poco arriesgadas para una primera publicación en aquella época, y además yo era muy tímida. No conocía escritoras de mi edad que estuvieran publicando, porque en Uruguay no había. Los libros de otros países de América Latina no llegaban, escribíamos sin comunicación ninguna con otras personas de nuestra generación. Y, además, en ese momento solo Mariana Enríquez había publicado su primera novela, en 1995, y Lina Meruane sacaría ese mismo año, 1998, su primer libro de cuentos. Nona Fernández y Andrea Jeftanovic publicaron sus primeros libros recién en el 2000 y Samanta Schweblin en 2001, el mismo año que publiqué La azotea. Entonces había una sensación de soledad, no como sería el caso ahora.

Sin embargo, a Levrero le gustaba mucho ese texto, e insistió para que se publicara. Finalmente salió dentro de la colección que él creó y que se llamaba De los Flexes Terpines, en honor a Lewis Carroll. Ahora, cuando releo Cuaderno, descubro que en ese texto ya estaban presentes varios temas que me iban a acompañar durante mucho tiempo, sobre el cuerpo, el miedo, la obsesión, la paranoia, la enfermedad mental… La protagonista tiene una terapeuta que la pone a escribir en un cuaderno, y esa figura de autoridad para ella es amenazante, hostil, entre repulsiva y misteriosa. La terapeuta es tuerta, pero a pesar de haber perdido un ojo no lo cubre, no lo esconde. A la protagonista ese ojo cosido le repugna, y de ahí nace el título: el cuaderno lo escribe para un solo ojo, ¿para cuál?, ¿el que puede leer o ese otro ojo que no ve, para la ausencia? Ese mismo año, 1998, iba a empezar a escribir La azotea, con la fe ganada, e iba a radicalizar esa paranoia. En La azotea, aunque es inmediatamente posterior, mi voz escritural decantó en un estilo más llano, menos ornamentado. Pero pienso que Cuaderno, como todo primer libro, siempre tiene un valor: es el valor de dar cuenta de un proceso y de unas búsquedas. Sirve como arqueología personal.

Fotografía de Fernanda Montoro

Volviendo a La azotea (2001) y pensando en la lengua, el territorio y las tradiciones literarias, en ese libro dialogas con el concepto de encierro, con el concepto de asfixia, en este caso un laberinto infinito de agobio al interior de una casa con un padre y un bebé. Pienso en El lugar de Mario Levrero, y en El pozo de Juan Carlos Onetti, ambos textos que también nos remiten a habitaciones y lo que se deriva de esa asfixia. Cuéntame qué tanto influyeron estos dos grandes autores uruguayos en tu escritura.

Me parece muy interesante esa observación porque los dos textos fueron importantes para mí y porque tanto Onetti como Levrero son autores que sigo revisitando y de los que sigo aprendiendo. Fijate que incluso los títulos están hermanados: el lugar, el pozo, la azotea. Hay algo muy claustrofóbico en ser uruguayo, supongo, boqueando por un poco de aire entre el peso geográfico y cultural de dos gigantes como Argentina y Brasil. Y en mi caso creo que se le suman dos cosas a la experiencia claustrofóbica de un país pequeño, gris, conservador: el haber nacido y crecido en dictadura, que sin duda contribuyó a esa sensación de ahogo y de amenaza perpetua, y el haber nacido mujer, porque el lugar de la mujer (el pozo) es la casa, no el afuera, no la aventura del mundo sino la seguridad del hogar. Y yo crecí sintiendo esa doble amenaza, afuera estaba el peligro, adentro estaba el espacio de seguridad. Aunque al final descubriera que adentro se encontraba otro tipo de peligros, esos que ocurren en la intimidad y que permanecen secretos.

Pero hay otra cosa, porque El pozo es una novela breve, y Onetti fue un maestro de este género. Dice Saer en un ensayo sobre Onetti que en los años 60, la forma que «encarnaba la máxima aspiración estética, el modelo de toda perfección narrativa, no era ni la novela ni el cuento, sino la novela breve». A mí como lectora siempre me fascinó la novela breve, porque tiene una fuerza, un ritmo y una profundidad únicas del género. Podés escribirla y leerla en unas pocas sentadas, la intensidad se sostiene todo a lo largo del texto, no hay espacio para esas páginas olvidables que casi siempre tiene una novela larga, pero aun así te permite habitar ese mundo lo suficiente. El cuento encierra, la novela habita. Aunque esta distinción de géneros sea un poco artificial, porque entonces lo interesante para mí pasaría a ser el gesto contrario: escribir un cuento que habite y una novela que encierre. La azotea fue, como dice Saer, una concepción intuitiva y repentina.

Bueno, sí, la mayor parte de tu obra son novelas, La azotea, Cuaderno para un solo ojo, La ciudad invencible, y Mugre Rosa. No soñarás flores es por excelencia tu libro de cuentos. Samanta Schweblin siempre se refiere a la diferencia entre escribir un cuento y escribir una novela. Ha llegado a decir que «Cualquier gran narrador argentino es sobre todo un cuentista que además escribe alguna novela». O ve a las novelas como una fatalidad, como algo que no pudo narrar en pocas páginas. También se refiere a la ansiedad y la escritura: «Creo que los cuentistas somos los ansiosos, somos cuentistas porque no estamos dispuestos a esperar dos años y medio para llegar al final». Cuéntame acerca de tu labor como novelista versus tu labor como cuentista. Qué diferencia identificas en estos oficios.

Toda crítica es una declaración de una poética personal. Lo explica bien Piglia en Las tres vanguardias. Y esa declaración suele ser a muerte, una guerra (dice él), porque de eso depende la supervivencia de tu trabajo. Por eso los escritores suelen hacer afirmaciones tan generalizadoras. Porque leído en el contexto equivocado, dice Piglia, un texto no vale nada. Cuando un escritor que escribe sobre todo cuentos dice que a los escritores se los conoce por sus cuentos, lo que realmente está diciendo es: «por favor no me juzguen por mis novelas». Se lee desde donde se escribe. Y un escritor inventa su propia tradición para que se lo lea desde ahí. Yo intento no hacer ese tipo de afirmaciones totalizantes porque cualquier de ellas puede ser fácilmente refutada con un montón de ejemplos contrarios. Todo depende del pedacito de literatura universal que quieras analizar. Manuel Puig, Juan José Saer, Roberto Arlt, César Aira, por nombrar algunos narradores geniales indiscutibles, no tienen su obra más relevante en el género del cuento. ¿Tendría sentido decir que hay que juzgarlos por sus cuentos? Además, creo que la idea jerarquizadora que pone en un lugar hegemónico al cuento, como una especie de exquisitez técnica de restaurante cinco tenedores, versus la novela que sería algo así como un chorizo al pan vendido en un carrito, es una idea anticuada. La separación misma de los géneros literarios debe ponerse en crisis. El cuento hace tiempo que es una categoría mucho más amplia, híbrida y experimental, que no se resume al cuento redondo que gana «por knock-out». Todas estas ideas como el knock-out cortazariano, la perfección, la economía de recursos, responden a un paradigma patriarcal. Una vez el escritor argentino Ricardo Strafacce me dijo: «Yo amo las novelas porque son imperfectas, rugosas, falladas. El arte es lo imperfecto por excelencia. La excelencia de lo imperfecto. Lo imperfecto prolifera y permite seguir escribiendo».

Que alguien sea principalmente cuentista o principalmente novelista tiene más que ver con una manera de mirar el mundo y una manera casi innata de pensar las historias y las imágenes, no de ser un mejor o peor narrador. Una novela nunca es un cuento que no pudiste narrar en pocas páginas; el cuento y la novela son gestos distintos. El cuento encierra, la novela habita. Desde su concepción, la historia misma ya viene acompañada de un determinado gesto. Además, existen muchos tipos de cuento, los hay largos, novelados, como los cuentos de la tradición norteamericana que me encantan, o como un cuento de Herta Müller que se llama «En tierras bajas» y que tiene noventa páginas, o como los cuentos de Sergio Chejfec en Modo linterna… los hay experimentales, abiertos, difusos, fragmentarios. El cuento es algo mucho más flexible que un mecanismo de relojería. ¿Quién quiere un reloj suizo cuando puede tener una máquina mágica para viajar en el tiempo?

En mi caso, cuando una imagen o personaje se me impone, casi siempre ya viene con una forma que la precede y naturalmente ya sé si es para una novela o para un cuento. No es algo que pueda elegir o decidir a posteriori. Yo siempre estoy escribiendo cuentos, pero nunca me siento a escribir un libro de cuentos como tal. Los dejo que se vayan acumulando espontáneamente y que vayan encontrando sus propias afinidades, su espíritu de conjunto. Entonces es un proceso mucho más lento y casi involuntario. A mí me gustan sobre todo los cuentos de personaje, y también me interesa la experimentación formal. Encontrar maneras de que fondo y forma dialoguen, no ir siempre a la misma estructura, porque siento que de ese modo se vuelve algo repetitivo y mecánico. Sin duda la novela implica un esfuerzo físico y de resistencia psicológica diferente. El simple hecho de leer en voz alta doscientas páginas, entre cinco y diez veces, a veces de una sola sentada para no perder el ritmo, es un tipo de esfuerzo que con un cuento no se hace.

Volviendo a La azotea, me gustaría hablar de la violencia que aparece en ella. Los temas tabú como el incesto, el deseo de la muerte de la madre, la violencia del padre hacia la hija embarazada, la violencia hacia unos peces, la locura del padre. Sobre todo creo que es un libro acerca de la violencia más descarnada y sin tapujos. Pero también una violencia y asfixia de la cual la protagonista quiere huir, y el lugar de la azotea de la casa como el único lugar por donde la protagonista pudiera escapar. Háblame de esta violencia descarnada que trabajaste en tu primer libro y que después también encontraremos en La ciudad invencible, Mugre Rosa y en No soñarás flores.

Hay muchos tipos de violencias, ¿no? Pero las que a mí me interesan son las que cometemos en nombre de otra cosa. En nombre del amor, por ejemplo. Esas violencias de los padres hacia los hijos («es por tu bien») o dentro de la pareja o entre amigas, o esas violencias que cometemos contra nosotras mismas, tal vez porque no nos perdonamos cosas o porque no creemos merecerlas. La violencia que ocurre puertas adentro. Y mi amigo Ricardo Strafacce me hizo notar que en el título estaba la violencia: La azoté-a, y es cierto que más de una vez, al digitar, me equivoco y escribo: La azota. En esa historia, todo lo que la protagonista hace lo hace bajo el convencimiento de que está protegiendo a su familia. Muchas cosas que hacemos para proteger a otros son violentas. Eso me parece más terrible que la violencia gratuita, porque en ese gesto se entremezclan muchas cosas y es al intentar desentrañar ese nudo de vulnerabilidades donde nacen las posibilidades narrativas. Por ejemplo, en La pianista, de Elfriede Jelinek, y en la película buenísima de Michael Haneke, la violencia de esa madre controladora a una mujer adulta es una cosa estremecedora. La infantiliza a tal punto que se refiere a la mujer de treinta años como «la niña». Quiere tenerla siempre cerca, incluso dice que forman una unidad (no la ha parido). La hija no tiene espacio dentro de la casa de la madre. La infantilización de la hija adulta hace que ella interiorice una violencia atroz contra sí misma, que luego deriva en esos impulsos sadomasoquistas. En la película, la escena en que la hija se arroja sobre la madre anciana en la cama y comienza a besarla, me parece magistral. Esas son las violencias que me interesa narrar.

En La ciudad invencible también nos acercamos a la violencia pero de otra forma. En esa gran novela que publicas en 2014 y luego reeditas en la editorial chilena Banda Propia el año 2022, hay muchos temas que la cruzan: la muerte, las mudanzas, la migración, la violencia de la ciudad, la violencia hacia los cuerpos, y cómo ese Buenos Aires que se dibuja o las ciudades en general son las que cada una se construye. En este caso, la ciudad que dibujas es la ciudad violenta. En la edición de Banda Propia decides sumar un texto «En nombre propio» donde podemos leer una genealogía de sobre cómo se ha representado la violencia de género en algunas escritoras: Selva Almada, Vivian Gornick, Giovanna Rivero, Silvina Ocampo, Sara Gallardo, Dolores Reyes, Cristina Rivera Garza, entre otras. Tengo dos preguntas en relación a esto: Primero, me da la impresión que la mayor de las violencias que sufre una mujer en este libro es por su condición de ser mujer y de ser migrante, donde podemos ver cómo en esa intersección aflora toda la violencia de la ciudad sobre su cuerpo. Y segundo, ¿por qué decidiste sumar ese ensayo? ¿Hay un deseo de dialogar con otras escritoras acerca de los mismos temas desde la escritura misma?

Ninguna mujer es inmune a la violencia de género, pero si tenés un cuarto propio y algo de dinero en el bolsillo, hay más opciones. Una mujer que está en situación de violencia de género y además no tiene adónde ir, porque no tiene trabajo, no tiene ingresos, no tiene conocidos ni personas que le salgan de garantes para poder arrendar un apartamento, la tiene mucho más difícil, y el violento sabe capitalizar esa dependencia. A eso se le pueden sumar otras precariedades, mujeres racializadas, mujeres con hijos. Cuando hablábamos de los años de silencio… en esos años yo viví en cuatro países distintos. Abandoné todo y volví a empezar, y siempre era empezar de cero, rearmar una vida sin garantías, sin estabilidad. Al igual que muchas escritoras, especialmente de América Latina, siempre he tenido trabajos precarizados, sin salario, sin contrato indefinido. El esfuerzo no es suficiente si, por ejemplo, no tenés capital social. En Argentina no te alquilaban si no tenías garantía de «capital». Es decir que si tu garante tenía una propiedad en provincia, tampoco servía. En Colombia viví el absurdo burocrático mayor cuando no me permitían abrir una cuenta bancaria sin mostrar un contrato laboral, pero en ningún trabajo te permitían firmar contrato si no tenías una cuenta bancaria. La violencia burocrática es real cuando sos migrante. Y todo el esfuerzo que implica interfiere con la producción escritural. Todo eso quería llevarlo al texto y pensarlo en el texto. El cuerpo de la ciudad, el cuerpo de la mujer, el cuerpo del texto. Pero al momento de escribir La ciudad invencible, que fue en 2012, no tenía muchos referentes de escritoras de mi generación latinoamericanas escribiendo sobre violencia de género, mucho menos en primera persona (como sería el caso, ahora, de Por qué volvías cada verano o la propia Cristina Rivera Garza). Y eso es complicado porque si bien la escritura y la vida no pueden separarse, la escritura se construye sobre una tradición. La literatura se construye sobre la literatura, dialogando con otres, y cuando no hay una vasta tradición, hay que construirla. De ahí mi interés por mencionar esa genealogía de escritoras (al momento de escribir el ensayo, todavía no se había publicado El invencible verano de Liliana y otros textos importantes sobre el tema). Lo que me interesa sobre todo es cómo escribir la violencia, es decir, las dificultades poéticas, no temáticas. Hay maneras interesantes y maneras poco interesantes de escribir sobre eso. El desafío es pensar estéticamente el tema. Como dice María Negroni, la literatura no es el tema, es lo que el lenguaje hace con el tema.

Los cuidados han recaído históricamente sobre las mujeres y que han sido una carga para ellas, entonces este asunto de “cuidar” no viene despojado de conflictos

En el mismo texto dices «La literatura de Buenos Aires es Buenos Aires». Creo que Buenos Aires siempre ha sido pensada como una ciudad muy literaria, repleta de librerías, editoriales, escritura. ¿Con esta aseveración te refieres a que cada ciudad es lo que es su literatura?

Del mismo modo como no existe una literatura en singular, tampoco existe una Buenos Aires en singular. Las ciudades están vivas, mutan, son un organismo en sí mismas. Lo que se entiende por «literario» suele ser un fósil. Cuando despertó, la literatura ya no estaba allí. Buenos Aires está llena de lugares míticos que se supone son literarios, pero no es allí donde pasa lo más interesante. Lo interesante siempre está ocurriendo en otra parte y las literaturas más emocionantes y renovadoras seguramente nacerán en el lugar menos esperado. Incluso te diría que esos lugares míticos se sienten tristemente vacíos, porque allí donde hubo algo ahora no hay nada. Es como París, ir a Montmartre o a Montparnasse hoy es una desilusión. Siempre me llama la atención esa gente que va haciendo turismo literario, detrás de ciertos lugares que ya están vacíos y que solo siguen vivos en los libros. Yo carezco de ese tipo de fetichismos. En Buenos Aires sentía que las cosas dignas de ser narradas ocurrían en las calles más anónimas, en los barrios menos literarios. Me interesaba esa conversación con el chino del mercadito, que apenas hablaba español pero que sin querer decía algo poético, y también pensaba que los hijos de esos inmigrantes tal vez iban a convertirse en los futuros Arlt o Borges. Matías Zhang, Agustina Li Sánchez. Qué se yo. ¿Por qué pensar en la migración europea como algo deseable, que forjó el país, y la migración actual como algo de una categoría inferior? La diversidad siempre le ha hecho bien al arte.

Siguiendo con La ciudad invencible, y cómo aparece ahí el tema de la migración, las ciudades y las literaturas. Dices que «la literatura de Buenos Aires siempre sucede en otra parte, se está escribiendo en otros barrios». Hablas de la gran migración que hay en esa ciudad y te refieres a que tal vez la literatura de un país se escribe desde esa migración. Tú también como una migrante más de Argentina. Puedes comentarnos más esta idea acerca de la escritura, las tradiciones literarias, la migración y la lengua. Pessoa ya lo dijo, y no sólo él, sino que muchos otros escritores: «mi patria es mi lengua».

Yo me siento ante todo una extranjera. Me fui de Uruguay en 2004 y desde entonces he sido una migrante en situaciones buenas a veces y terribles otras veces, pero incluso en la mejor de las circunstancias hay un desarraigo en la extranjería que nunca se llena del todo. No pertenecés en ningún lado. Al menos así ha sido para mí, pero tal vez yo simplemente sea una desarraigada, una des-ubicada, como dice Betina González, una idea que me gusta mucho. ¿Será que me someto a esa desubicación porque al fin de cuentas mi escritura se nutre de eso? Sí, mi patria es mi lengua porque no tengo territorio, pero mi lengua, al igual que mi patria, está hecha de retazos, de mezclas abominables. Al abrazar la mezcla estoy abrazando mi desubicación. Mi lengua es monstruosa porque no es de aquí ni de allá. Cuando escribí Mugre rosa, un gran amigo uruguayo que me ayudó a editarla, Leonardo Cabrera, el editor más exquisito que conozco, me marcaba los momentos donde algo simplemente no sonaba natural en uruguayo. Después me quedé pensando y entendí que las huellas de la migración no estaban únicamente en mi vida, en mis influencias, en las tradiciones que me han ido marcando, sino también -y sobre todo- en la lengua. ¿Por qué borrarlas? Esas marcas dan cuenta de lo que soy, son un testimonio de mi devenir geográfico y afectivo.

En relación al tema de las influencias y la tradición, creo que como autoras latinoamericanas hemos lidiado, querámoslo o no, en nuestra formación con la fuerza que tuvo el boom literario, eran nuestras lecturas obligatorias, pienso en García Márquez, en Vargas Llosa, Donoso, Cortázar, Onetti, pero también hemos querido rastrear las pistas de aquellas autoras invisibilizadas en nuestros países que también forman parte de nuestros referentes y son las autoras con las que finalmente dialogamos. Háblame de alguna autora uruguaya o latinoamericana con la que dialogas.

Yo no tuve mayores conflictos con el Boom porque no estudié literatura, entonces mis lecturas eran anárquicas y caprichosas. No obedecían jerarquías ni venían mediadas de afuera. Además, como los autores del Boom eran los favoritos de mi padre y yo quería distanciarme de lo que él leía, no los leí hasta bastante después y cuando los leí no me impactaron porque ya me había armado mi propio Olimpo. Tenía mucha resistencia a identificarme con el canon paterno. Si mi padre amaba sobre todas las cosas a Borges, yo decía que prefería a Arlt. El libro favorito de mi padre era Cien años de soledad y tenía una primera edición toda rota y manoseada. Con Borges me reconcilié, pero con GGM y MVLL no. Onetti no entró dentro del boom porque era un poco mayor, y sí es una figura paterna complicada en la literatura uruguaya, por el preciosismo de su prosa y la solidez de su poética, pero como mi padre decía que el súmmum de todo era El astillero, entonces yo prefería las novelas breves y los cuentos. Al no tener una formación académica en literatura, yo leía solo por placer, y Levrero tuvo mucho que ver en mis elecciones de lectura. Él me daba cosas a leer de su biblioteca, porque yo no tenía dinero para comprar, y te podrás imaginar que no eran precisamente los autores del Boom. Marosa di Giorgio, Gombrowicz, Felisberto Hernández, todo lo que llamaríamos el Lado B de la Literatura. De hecho, él fue el que me dijo, a mis veintidós años: «Vos tenés que leer mujeres». Y claro, en mi pequeña biblioteca no había ni una en ese entonces, y ni me había dado cuenta, porque en los noventa estaba completamente naturalizado el no leer mujeres. Ahí empezó a prestarme libros desde Carson McCullers o Flannery O´Connor hasta Colette o Clarice Lispector. Pero que escribieran en español, no había tantas. Años más tarde empezó ese trabajo del que hablás de buscar a mis antiguas, esas antecesoras latinoamericanas que nos abrieron el camino. A mí me gusta mucho Sara Gallardo, María Luisa Bombal, Josefina Vicens y Marvel Moreno. Y últimamente he descubierto a Guadalupe Dueñas, que tiene unos cuentos increíbles, y que está a la misma altura que Silvina Ocampo, aunque con mucho menos reconocimiento. Uruguayas, dos escritoras que me marcaron por su vínculo con el erotismo y con la poesía: Marosa Di Giorgio y Cristina Peri Rossi. Marosa es precursora porque se adelanta a su época con una escritura trans, donde se mezcla lo onírico con lo erótico, donde niñas y viejas son sujetos deseantes y copulan con plantas y animales, que en sí mismos también tienen agencia.

Hablemos ahora de oficio de traductora. Eres traductora del inglés y del francés. Cómo esto influye en tu trabajo como autora. Hay muchos escritores que son traductores y buscan en ello la fusión de su imaginario con otras lenguas, buscar otras sintaxis, u otras lenguas que se ajusten mejor a lo que se quiere expresar. Pienso por ejemplo en el libro La lucha por la lengua, ese diálogo entre Eunice Odio y Salvador Elizondo, donde Elizondo argumenta que el castellano es un idioma limitado en el terreno de lo literario y defiende el inglés por sobre todo. Háblame de tu labor como traductora.

Me resisto a esa idea colonial de que el inglés es un mejor idioma para lo literario. Cuando el chino sea el idioma del imperio, sin duda habrá quien diga que el chino es mucho más expresivo. Claro, el inglés es genial para ciertos juegos de sonido, las onomatopeyas, y es más compacto. Pero todas las lenguas tienen sus limitaciones, y es en el trabajo dentro de las limitaciones, o contra las limitaciones, que nace la literatura. Es como jugar al fútbol: alguien podría decir que es limitante porque hay que hacerlo con los pies. ¿Cómo hacer lo inimaginable, lo aparentemente imposible dentro del sistema que es nuestra lengua? Ahí es donde entra el trabajo artístico que consiste en agarrar la lengua y torcerle el pescuezo. Vallejo lo hace cuando dice: Vusco volvvver de golpe el golpe. ¿Esa V es un error ortográfico o es una vulva? ¿Es una vulva o es el propio Vallejo? Yo no me especialicé en traducción literaria sino en traducción médica, y aunque al comienzo lo sentí muy antipoético y triste, con el tiempo esos años de traducciones médicas me fueron aportando exactamente lo que necesitaba porque alimentaron mi obsesión por los cuerpos y las enfermedades. Una vez Yuri Herrera me dijo que tenía que guardar todos esos datos para hacer algún día algo con ellos. Para entonces no había empezado a escribir Mugre rosa, pero ya tenía una carpeta llena de recortes y curiosidades que había encontrado mientras traducía. Así descubrí la existencia del síndrome de Prader Willi, que padece el niño en la novela, y así descubrí toda la polémica sobre la mugre rosa (baba rosa, en España) que surgió en Estados Unidos. Para ser traductor y para ser escritor se necesita una misma cosa: la curiosidad.

Fotografía de Fernanda Montoro

En la novela Mugre Rosa nos presentas un mundo en crisis, azotado por los cambios climáticos por un lado, pero también cómo se desmorona el mundo afectivo de una mujer. Donna Haraway introdujo el concepto de Chthuluceno, que se refiere a una vida dañada por los desastres ecológicos, donde las mujeres debemos aprender a convivir con nuestro entorno y el ecosistema, asumirnos como parte de algo mayor y colectivo, ideas que se alejan de los relatos normados de la ciencia ficción clásica. ¿Crees que Mugre Rosa está escrita en esta clave de nuevas distopías feministas?

La ética del cuidado que propone Haraway me parece indispensable para pensar una manera de estar en el mundo. Entender el cuidado como algo que debe extenderse a todas las formas de vida, no solo la humana. Pero sabemos que los cuidados han recaído históricamente sobre las mujeres y que han sido una carga para ellas, entonces este asunto de «cuidar» no viene despojado de conflictos. En Mugre rosa están presentes varios de estos asuntos. Por un lado, la protagonista cuida de su exmarido y cuida de su madre, no sabe relacionarse desde otro lugar y toda su identidad está construida sobre la base de esa dependencia/dominación. Y luego está el niño enfermo, que también requiere cuidados, pero con quien construye un vínculo de otra índole. La pregunta que la protagonista tendrá que hacerse es si puede y quiere existir por fuera de esa identidad de cuidadora y qué quedará de ella cuando ya no haya nada más que cuidar, cuando el despojo sea total. Ahora bien, en un contexto de catástrofe pensaríamos que lo normal es querer salvarte a vos y a los tuyos. Pero ese apego a los lazos de parentesco tiene algo muy capitalista, ¿no? (Este niño me importa porque es mío, mientras tanto mueren cientos de niños en Palestina). Es ingenuo pensar que el capitalismo que atraviesa toda nuestra existencia no iba a impregnar también las relaciones afectivas, y por eso nos encontramos con estas ideas encastradas en nuestra propia psique: propiedad, relaciones desechables, recambio, consumo de personas.

El feminismo debe ser ecologista y debe ser anticapitalista, porque la idea de un crecimiento económico sostenido ad infinitum no es viable ni para la vida del planeta ni para la vida de las personas precarizadas, incluidas las mujeres e incluidos otros animales, pues la maquinaria se alimenta de vidas y se construye sobre ellas. La mugre rosa en sí, el producto cárnico, es para mí una imagen terrible porque se basa en el concepto de que todo absolutamente todo puede volverse rentable.

Pero hay que tener cuidado de no caer otra vez en esta creencia esencialista de que para las mujeres el cuidado es algo natural. No lo es. Y Haraway misma ha criticado las posturas ecofeministas espiritualistas que quieren devolvernos a las mujeres a todas estas ideas de lo ancestral, la conexión con la tierra, la fertilidad. La mujer no está más cerca de la naturaleza por naturaleza que los demás. El cuidado es una ética humana, no femenina. Pero yo pienso que las ecofeministas clásicas como Vandana Shiva proponen algunas cosas que son muy importantes, como el eco-apartheid y el paralelismo que existe entre le explotación del medioambiente y la explotación de los cuerpos de las mujeres. Hoy no podemos seguir escribiendo sin detenernos un momento a pensar en el Otro no humano. ¿Cómo vamos a representar el medioambiente, la naturaleza, el paisaje, los animales no humanos? ¿Qué lugar les vamos a dar en nuestras narrativas?

Para cerrar, me gustaría que nos contaras en qué libro trabajas actualmente y cuándo lo publicarás.

El año que viene sale mi nueva novela, El monte de las furias. Aunque es muy distinta de Mugre rosa, creo que es una continuación natural porque ahonda en varias de las mismas preocupaciones que menciono arriba y que guiaron la escritura de Mugre rosa. Nuevamente la relación con la madre, los cuidados, la explotación del territorio y de los cuerpos. Me interesaba radicalizar la búsqueda y seguir pensando una horizontalidad entre las distintas formas de vida y entre las distintas maneras de estar en el tiempo (el tiempo humano versus el tiempo geológico). Salirme de esa mirada meramente antropocéntrica. Ya casi cumplo diez años de vivir en Colombia y esta nueva novela da cuenta de esa influencia, no solo desde lo vinculado con el paisaje, sino también otras problemáticas.

Fotografía de Fernanda Montoro
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