«Llámame ingenua por creer que la literatura puede ser cambio y resistencia»Por Claudia Apablaza

Fotografía de Lisbeth Salas

Hace pocas semanas Gabriela Wiener celebró sus «bodas de porcelana como migrante» en España. Los 20 años de aniversario, según dicen, son de porcelana porque parecen sólidos pero siguen siendo frágiles. Y el camino de quien migra nunca termina de afirmarse del todo. Reunidos en un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha, algunos fuimos testigos de lo que ella llamó su «renovación de votos», no sin tensiones, con el territorio que la acoge desde que un día partió de Lima para, como escribió Roberto Bolaño, perder un país pero ganar un sueño. Era una fiesta mestiza, híbrida, mezcla de amor romántico y amor compartido, que celebraba también a Sudakasa, el refugio/casa/residencia que junto a otras compañeras escritoras y artistas ha comenzado a levantar sobre esas tierras. Celebrábamos con ella la escritura, la pertenencia colectiva como autoras latinoamericanas migrantes que ya llevamos años en España resistiendo con nuestros proyectos, afectos y precariedades. De pronto, Gabriela cogió un puñado de tierra y bromeó con la escena en que Scarlett O’Hara aprieta en un puño el barro de su plantación y promete que no volverá a pasar hambre. Después de declararse una «superviviente del poliamor español», besó al hombre con el que lleva también veinte años de vida en común y nos invitó a cruzar el amor como se cruza un puente o la frontera.

Gabriela fue la primera de nosotras en llegar a España. Al menos de nuestra generación. Una de las primeras en migrar de muchas de las que llegamos a mediados de los 2000, y que fuimos asomando débilmente nuestras cabezas en ese pequeño sector llamado «literatura latinoamericana» donde solo tenían sitio los Villoro, los Fresán o los Vázquez. Pequeñas editoriales independientes españolas fueron publicando nuestros textos extraños, dementes, «degenerados» como le gusta decir a Gabriela. Eran libros cuestionadores de ciertas poéticas anodinas y temas del primer mundo publicados por los grandes sellos transnacionales y una alternativa a la gran novela latinoamericana post post boom. Nosotras éramos las latinoamericanas, las raras, las indias, las latinas, las mestizas, las negras, empeñadas en mezclar literatura y vida pese a sus miradas excluyentes. Pero Gabriela nunca fue la buena salvaje, ni la escritora asimilada que hubieran querido que fuera. «A Gabriela Wiener no le importa si no crees que su trabajo es literatura» fue el titular que eligió el New York Times para el perfil que le dedicó hace unos días en la portada de su edición internacional y en la edición americana a propósito de Undiscovered, la traducción de su novela Huaco retrato. Y es verdad, ahora que sus libros se traducen y llegan a cada vez más gente podría importarle, pero no es el caso.

Hoy sostener que una obra literaria solo se debe a sí misma y que el arte es el arte por el arte, me parece más de la vieja estrategia piola para traficar con ideología que refuerza las estructuras de poder

Esa tarde en la fiesta de aniversario a cincuenta minutos de Madrid, donde reside desde el 2011, recordé los días de Barcelona en que nos olíamos a lo lejos como las migrantes precarias y las perritas románticas que somos, autoras de textos que Bolaño no pudo escribir porque era un perro. Pero como al autor de Los detectives salvajes, a Wiener siempre la movió el deseo de poner en tensión todas las fisuras del sistema. Cuestionar este otro lugar al que viajamos pero que nunca nos contiene, que expulsa nuestras ideologías, estéticas, subjetividades, nuestros cuerpos anómalos, un continente que no contiene. Y que marca a quienes lo habitamos. Desde el principio de su carrera literaria, la obra de Wiener ha estado atravesada por ese conflicto, por la rabia, la honestidad, la pasión, una ternura que conmueve, la ironía de sí misma y la política. «Todo lo que hacemos rezuma ideología», me dirá en esta entrevista. Gabriela no cree en la literatura por la literatura, porque hablar del arte por el arte le parece «más de la vieja estrategia piola para traficar con ideología que refuerza las estructuras de poder». De esta forma, ha ido construyendo un proyecto literario y vital revolucionario por su manera de hacer contrapoder.

En su primer libro publicado en España, Sexografías, se involucra hasta el fondo para narrar en primera persona formas de la sexualidad contemporánea en las que Wiener también se ve inmersa, desde frustrantes intercambios swingers hasta encuentros con madres del cole de su hija. El segundo, Nueve Lunas, es la crónica de su embarazo, un libro pionero entre los que vendrían, una brújula para desacralizar la maternidad que tanto le serviría a sus compañeras escritoras latinoamericanas y feministas. En Llamada perdida hace una retrospectiva de su viaje migratorio y describe con humor y dolor cómo es conectarse con ese otro lado del océano que no queremos perder. Más adelante publicaría Dicen de mí, ese genial experimento para el que la autora entrevista a sus allegados y les pregunta solo acerca de ella misma, para exceder así una vez más, y tensar sin pudor, la clave autobiográfica.

Wiener es una provocadora, una activista nata, una escritora genial. Su última novella, Huaco retrato, es otro retrato de sí misma pero en clave anticolonial y antirracista para el que sigue los pasos de Charles Wiener, su presunto tatarabuelo europeo, racista y huaquero. En menos de doscientas páginas logra desestabilizar la gran imagen del padre y del patriarca que estructura y soporta toda la cultura occidental, esa figura fundadora que tiñe todo tipo de sistemas, relaciones e instituciones, y del que aún no escapamos pese a las cuatro olas del feminismo y la potencia de la última ola.

Escritora, performer, periodista, poeta y militante de varias causas, Wiener acaba de publicar un nuevo poemario, Una pequeña fiesta llamada eternidad, además de sus textos sobre el poliamor reunidos en el volumen Qué locura enamorarme de ti, nombre de su obra de teatro que narra su experiencia con la no monogamia. Estos días trabaja en un nuevo libro, Atusparia, una novela en clave satírica y autoficcional, pero que no nos habla de la Gabriela de hoy ni de la del pasado como en sus otros libros, sino de la Gabriela del futuro.

Fotografía de Lisbeth Salas

En su conferencia «De la crítica literaria al activismo cultural» (2017) la teórica argentina Josefina Ludmer reflexiona, entre otras cosas, acerca de la autonomía de la literatura en relación a lo político, y cómo se encarnan las ideas políticas en los personajes públicos de escritores o en más bien en las obras. Entre los ejemplos menciona cómo «Cortázar, por ejemplo, o García Márquez, podían escribir lo que querían, pero por fuera debían apoyar la Revolución Cubana». Bueno, eres escritora, activista y periodista, y tus ideas políticas se relacionan temporalmente con la publicación de algunos de tus libros. Es decir, pienso en Huaco retrato con tu activismo antirracista, Qué locura enamorarme yo de ti con tu activismo por el poliamor, Sexografías por un activismo por el sexo libre y la experimentación, Nueve Lunas por el activismo por las maternidades disidentes o subversivas, entre otras. ¿Cómo se relaciona tu activismo con tu escritura y tus libros?

Me encaja mucho la teoría de Ludmer, a veces parece que le entusiasmara lo que está pasando con la literatura actual y otras que le resultara devastador, una ambivalencia que ella estudia y, por suerte, cultiva. Estamos en tiempos de literaturas post autónomas, para usar sus términos. Han cambiado las condiciones en las que se produce y se recepciona escritura, por tanto ha cambiado la forma en que escribimos. Y para bien y para mal cada vez es más lejana a los lectores la idea de una literatura que responde solo a sus lógicas internas, como parecían hacer las obras maestras del siglo XX. Ahora que lo formulas así, veo por primera vez cómo se relacionan directamente libro y acción en cada una de mis obras. Me gusta darme cuenta gracias a ti que fue desde el comienzo, desde el primer libro. Que aunque no tenía ni puñetera idea de que estaba escribiendo política sexual y de los cuerpos, Sexografías es un libro que además de narrarse acciona en el mundo, tira discurso, persigue un cambio. Más que contaminada por los noventas y los vientos del norte, me siento un cuerpo del sur: tenemos una sensibilidad especial para detectar lo que nos tiene colonizados y una pulsión para salir de ahí. Recuerdo cuánto me emocionó en mi época universitaria descubrir el género testimonial, en ese momento deseliticé mi visión de lo literario. Pero si voy más atrás, yo fui desde la cuna una persona muy política, en el sentido de que fui educada en la transformación en el sentido revolucionario. No soy una moderna ni una pragmática ni una integrada, estoy más cerca de Lord Byron que del realismo socialista, pero soy una romántica materialista. Y por supuesto no nos hagamos inocentes: todo lo que hacemos rezuma ideología. Vallejo dice en uno de sus poemas más brutales que él no se sufre ni como artista ni como ser humano siquiera, que él sufre solamente. Escribir es dejarse derrotar por la vida, por su potencia, pero la realidad existe y pesa y duele, más allá de lo que diga el arte a sus espaldas. Llámame ingenua por creer que la literatura puede ser cambio y resistencia. Por suerte siento mucha afinidad literaria y política con mis contemporáneas.

En relación a esto último, ¿cómo es esa afinidad con tus contemporáneas?

Las escritoras latinoamericanas que han nacido después de los 80s escriben literatura fundamentalmente política que interviene en el debate público. Hoy sostener que una obra literaria solo se debe a sí misma y que el arte es el arte por el arte, me parece más de la vieja estrategia piola para traficar con ideología que refuerza las estructuras de poder. Desde las nostalgias imperiales, desde la ciudad letrada que no nos quiere en su club de sabios. Escribimos en el mundo y, necesariamente, haremos o no haremos contrapoder con ese acto. Recuerdo que una escritora en un 8M publicó una columna que se titulaba «Mi feminismo es esta lluvia». Olé por ti si te quedas escuchando música clásica, viendo la lluvia caer por la ventana y escribiendo en lugar de salir a la calle. Si tú a todo le llamas feminismo, yo a todo le llamo literatura. Y en paz.

Me gusta que te refieras al poder transformador de la literatura. ¿Crees que para acceder a ese poder transformador de lo literario hay que involucrar la propia intimidad en la escritura, sin disfraces ni filtros, sin artificios como lo haces por ejemplo en Dicen de mí y en Llamada perdida? Y en ese sentido, qué piensas de las reflexiones de Diamela Eltit en su libro de ensayos El ojo que mira, cuando se refiere a las literaturas selfies y afirma que el yo se funda en el neoliberalismo: «Como lectora veo la influencia contingente del neoliberalismo en las escrituras selfies», dice, para subrayar que algunas escrituras del yo son controladas por el sistema y sin embargo otras escrituras del yo, según Eltit, portan sentidos plurales, como la obra de Annie Ernaux, por ejemplo, un yo con el que se dialoga desde cierta distancia. Es decir, ¿cómo ves esa diferencia entre literaturas del yo neoliberales y literaturas del yo con un poder transformador?

No sé, no la veo mucho. No me manejo en esas categorías. Voy a buscar el ensayo de Diamela. No he tenido la suerte de que sea mi profe pero mis amigas en Nueva York la consideran Dios. En principio no me dedico a la crítica académica ni a la periodística ni a la campechana. Mucho menos de libros de escritoras. Con lo mal que lo han pasado y lo pasan. Suficiente con sus vidas y sus cuentas de débito. Me dedico a veces sí al chisme. La verdad me cuesta mucho diferenciar entre yoes. Entre mis propios yoes, incluso, tengo de los dos creo, tengo una literatura selfie y una literatura comunista, para elegir. ¿Ves que acabo de tropezar en el yo? Es fácil caer en el yo y desbarrancarse. No sé si neoliberal pero el yo más insufrible, y mira que hay cantidad, es el que mientras escribe se cuida hábilmente de no escribir la palabra Yo. Igual es más o menos fácil de descubrir. Tienen una manera de escribir tan buena que ya es bravuconería. No me gusta hablar en público del cuerpo ni de los yoes de las demás, porque es algo que llevan haciendo ya con mucho éxito los hombres desde hace un siglo. Encima es que solo se juzga el yo de la escritora, no el empire state del escritor. Nunca olvidemos la frase de Audre Lorde: «No se puede derribar la casa del amo con las herramientas del amo». Lo personal es político. Dejemos de jerarquizar, de hacer las listitas, de decir qué es y qué no es literario. No creo que por cambiar el género o un pronombre se transforme la horrible realidad pero al menos se da un pasito más. A mí Annie me parece una escritora francesa notable que ya se ganó un Nobel, así que mejor hablemos de otras, del Yo de Quya Reyna o de gente así. Creo Sho. Y lo digo en argentino porque queda más antipático.

Vamos ahora a hablar de otro de tus temas, la migración. Hace poco leía la biografía de Susan Sontag que hizo Benjamin Moser. Él se refiere a la migración como una experiencia traumática pero a la vez liberadora al reflexionar acerca de las migraciones de Sontag. En tu texto «El Gran viaje», en Llamada perdida, haces alusión a lo que fue dejar Lima y trasladarte a Barcelona el año 2003: «Vivir, trabajar, empezar de nuevo, y aunque no fuera París estaba a pocas horas en tren de la ciudad de las buhardillas y la lluvia, donde algún día escribiría la novela que me redimiría». También en ese libro mencionas Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, que sé que hasta el día de hoy es referente para ti como autora, sobre todo su libro Los perros románticos. Citas ahí algunos versos: «En aquel tiempo yo tenía veinte años/ y estaba loco./ Había perdido un país/pero había ganado un sueño». Cuéntame de esa primera experiencia de migración literaria que describes, de cuando llegaste a España, pensar Barcelona, París como la meca de la literatura; y ahora, 20 años después, si aún esa experiencia o tus reflexiones acerca de la migración y la literatura se conservan tal cual.

Siento que lxs autorxs que migramos a partir de la primera década del 2000 ya no miramos más como referentes a lxs autorxs del boom a quienes difícilmente yo podría llamar hoy «migrantes». Nos vemos en escritorxs migrantes económicos como fue Roberto Bolaño, en todos ellos que escriben en el tiempo que le dejan los trabajos precarios y cuyas prácticas y temáticas están en tensión con todo el sistema capitalista e ideología del libro. No se puede estar fuera por supervivencia pero tampoco del todo cómodos dentro de un sistema de evidente desigualdad. Bolaño habla de pobreza, y hace ver el viaje de sus personajes escritores como gestas épicas y salvajes. Cómo no verse en esos espejos. La frontera aparece en sus libros. La desaparición. El exilio. El viaje interior y exterior. La diáspora. El desierto. La sombra. Como en Bolaño, la escritura de la migración es la escritura de las violencias. En esta década las migras hablamos de las violencias machistas, racistas, islamofóbicas… El horror, el mal en el que según Bolaño había que adentrarse para escribir, tiene muchas formas.

¿Entonces, cómo piensas ese cruce de un continente a otro hoy?

Respecto a ese lugar liminal del migrante, del trauma y a la liberación, pienso en otra escritora que tiene biografía de Moser, Clarice Lispector. Una escritora ucraniana es la escritora brasileña más importante del siglo XX. Qué loco, ¿no? Nadie diría que la literatura de Clarice no es brasileña pero tampoco nadie diría que es solo brasileña. Y eso que nunca pisó Rusia y solía decir que no había quedado en ella ni huella de su origen. Ser brasileña la liberaba de traumas originarios pero que de una u otra manera después brotaban en su escritura. Las identidades vitales y literarias son fluidas, ligadas al territorio ganado y al perdido, una encrucijada sin fin. Normalmente para migrar se pasa por un proceso de asimilación que es doloroso. A veces te cuesta el nombre, la lengua, la religión, a veces la vida. Clarice decía que ella había nacido en fuga. Su familia huía de la guerra. Me gusta la idea de que todos los que migramos estamos huyendo de algo. Escritoras en fuga, pasajeras en trance, escritoras del desplazamiento. Y a veces la huida es interior.

Dejemos de jerarquizar, de hacer las listitas, de decir qué es y qué no es literario. No creo que por cambiar el género o un pronombre se transforme la horrible realidad pero al menos se da un pasito más. A mí Annie me parece una escritora francesa notable que ya se ganó un Nobel, así que mejor hablemos de otras, del Yo de Quya Reyna o de gente así

En relación a esto último, ¿desde donde escribe alguien que ha migrado?

Podemos decir que reivindicamos ser migrantes no integrados, críticos con nuestro lugar de acogida y que ese conflicto está en las raíces de nuestra escritura. Mirada y lenguaje entrelazados. Somos migrantes a los que nos está tocando ver los peores horrores de las políticas de extranjería europea, aunque no soy de las que más las sufren. La artista Sandra Gamarra, nacida en Perú y hace 20 años residente en España, irá el próximo año a representar al país ibérico a la bienal de Venecia con una obra visual y plástica que cuestiona el colonialismo español. Hay formas a través del arte de politizar el dolor de la experiencia en la diáspora. Por mucho tiempo no encontraba esa comunidad que migra y escribe, estábamos todas aisladas buscando cómo integrarnos, como asimilarnos al mundo cultural español. Por eso entre varias nos hemos juntado para sacar adelante Sudakasa, un proyecto de refugio, escuela y residencia literaria y artística hecha por latinoamericanas. En la idea de que para escribir no hay que estar necesariamente solas, ni ser un genio. Yo no tengo una relación pacífica con la Europa fortaleza. Sí con las comunidades de la diáspora y con el tejido que hacemos entre todas las parias para hacernos menos hostil la vida. Y así encontrar un espacio para nuestras poéticas contra el olvido.

En cuanto a los temas que has trabajado en tu obra, y pensando en tus compañeras de generación, sobre todo latinoamericanas, fuiste una de las primeras autoras en escribir libremente acerca de las maternidades y darle ese giro del que nos habla siempre Adrienne Rich en Nacemos de mujer: la maternidad como experiencia e institución, donde no ataca la experiencia de la maternidad como tal sino la maternidad como una institución, las imposiciones y roles asociados a ella. Nueve Lunas (2009), ese «antimanual pop de la experiencia maternal» como lo llamas, ha sido sin duda referente para otras escritoras latinoamericanas, pienso en textos como Linea Nigra de Jazmina Barrera, Mala Madre de María Paz Rodríguez, In Vitro de Isabel Zapata, La cruzada de la leche de Margarita García Robayo, Estampida de Bernardita Bravo Pelizzola, Casas vacías de Brenda Navarro, Contra los hijos de Lina Meruane, La hija única de Guadalupe Nettel, entre otros. ¿Cómo aporta Nueve lunas a desmitificar que la idea de que la maternidad no puede ser un tema literario?

Eso pensé yo durante años, que había que luchar porque la maternidad se reconozca como un tema tan literario como el amor, los gatos, la hepatitis o la guerra. Un poco siguiendo las enseñanzas de Laura Freixas que tenía una trinchera en torno a este asunto porque ella misma había escrito libros sobre su maternidad y sufría que no se leyeran como literatura sino como basura femenina. Y tal cual le pasó lo mismo a Nueve Lunas. Fue directo a las estanterías de embarazos y vida sana. Mis amigos dejaron de leerme pero le regalaban mi libro a sus primas. Antes de volverse la literata tránsfoba que es ahora, a Laura le preocupaba la inclusión, por ejemplo contaba cuántas mujeres habían firmado ese día en La Vanguardia, dos de cien. Era la policía de la paridad. Yo nunca llegué a tanto pero hacía capturas de la home de La República donde tenía una columna y solo aparecía mi lozana carita negra entre caras de señorones progres liberales. Hasta que me echaron. Ahora pregunto antes de aceptar estar en una mesa cuántos hombres van a haber y si hay uno, no voy. Salvo que sean gays, negros, marrones, Zambra o que se llamen Daniel. Cosas de la representación literaria en las que creo aún. Con mi pobre Nueve lunas estuve años pensando cómo darle valor ya que no se lo daban, me inventaba discursos teóricos para sustentarlo, citaba feministas, etc. Hasta que llegaron las escritoras en masa a escribir sobre la cruz de la maternidad y muchxs lectorxs; y ya por fin dejé de trabajar en darle visibilidad, que es doble turno. Si antes pensaba que debíamos seguir empujando para que los temas de las mujeres, algunos ligados a la experiencia de nuestros cuerpos, sean considerados literarios, ahora pienso que la literatura debería esforzarse más para estar a la altura de experiencias como la maternidad.

Fotografía de Lisbeth Salas

Aparte de libros de narrativa también has escrito y publicado poesía. Primero el libro Ejercicios para el endurecimiento del espíritu (2014) y ahora Una pequeña fiesta llamada eternidad (2023) que está recién publicado en España y en algunos países de Latinoamérica. Este último libro nace después de un quiebre afectivo reciente, y nos habla del amor, la derrota, la rabia y la fiesta eterna que viene después de la derrota. Los defines como textos híbridos, literatura bastarda, poemas narrativos, desmontajes de prosa en verso. Cuéntame qué cabida tiene la poesía en tu obra, es decir, has escrito y publicado dos poemarios con una diferencia de diez años cada uno, ¿es un género al que siempre vuelves como lectora y escritora?, y segundo, háblame de esa literatura bastarda, incluso has llegado a decir en entrevistas que es «literatura degenerada» como toda tu obra.

La verdad con la poesía soy muy informal, «chicha» diríamos en peruano, en el sentido de ambulante, de no pagar impuestos por estar ahí, y a la vez de cierta cosa informe y deforme, kitsch y sí, bastarda. Hago una especie de poesía que no tiene ni idea de si es o no es ni le interesa pero sí es; ni tampoco forma de poema, ni orden, ni concierto, ni rima intencional, ni internacional, ni metáfora, ni ninguna figura retórica consciente, de hecho la escribo pensando: ¿esto que estoy escribiendo no será poesía? Pero al final es menos otras cosas y termino juntando esos textos con una falta de principios tremenda en un libro llamado poemario, entonces llega la hora de justificarse aún más. Al final sí soy, sí es, sí somos. Diez años entre poemario y poemario me parece que suena bien, ¿no? Ni mucho ni poco para ser poesía. En Ejercicios… hay poemas tan viejos como mi menstruación y varios de los poemas de Una pequeña fiesta… fueron publicados primero en mis espacios de columnismo, algo que solía hacer para poder cobrar por escribir un poema, porque si no nunca hubiera tenido esa experiencia vital. Hay veces que no me sale una opinión y me sale un poema o que opino con poemas. O me tardo menos. Poesía, aparte de que «Eres tú», es otra manera de ser transparente. Entonces yo diría que es un género dinámico en mi obra, más continente que contenido. Y no es un género al que vuelva porque nunca me fui. Siempre ando por ahí cerca. La poesía es la vida misma, es llegar a ser lo que es uno entre millones de imbéciles. «Ello es que el lugar donde me pongo el pantalón» (Vallejo). «Ahí donde está mi mapa del Perú, mi cucharita amada y un cigarro permanente» (Vallejo). Por eso yo soy poética sobre todo cuando estoy pobre, es decir vallejianamente, es más decoroso ser poeta pobre que pobre novelista. También estoy casada con un poema. No con un poeta, con un poema. Imagínate lo que es eso. ¿Yo poesía o yo poseía? Ya no poseo. Ahora poemo. ¿Tú poemas? ¿Te amala el noema?

¿Con qué poema?¿Cuándo eres más poeta?

Va variando por temporadas pero uno a la vez. Soy alta poeta en los chats de whatsapp, que es donde practico la escritura automática y presocrática; ahí me siento más inspirada y con más recursos de expresión simbólica a la mano, capturas, stickers, gift, fotos intervenidas, audios, videos o memes, y me comporto como la tía que envía fake news de Vox aprovechando el público cautivo y que te quieren. Tengo varios grupos de amigues, todes escritorxs con ganas de bajar al llano y verse como personas normales y divertidas o sea hablando pestes de todo el mundo, es mejor que verles en un cóctel, en la feria del libro o en el mundo real, es como un mundo literario a escala donde seguimos compitiendo por quién es el más ingenioso, malinformado, culto o provoca el silencio más incómodo. Hay días buenísimos en que no paramos de reír y a la vez de hacer literatura por todos nuestros poros, y puedes serlo desde el baño. Es como la verdadera inteligencia artificial. Últimamente debo decir que hablo sola, mando perritos tiernos o chistes buenísimos que se quedan sin comentar. No sé qué pasa. Creo que me está yendo bien.

Por eso yo soy poética sobre todo cuando estoy pobre, es decir vallejianamente, es más decoroso ser poeta pobre que pobre novelista. También estoy casada con un poema. No con un poeta, con un poema. Imagínate lo que es eso

Ahora pasemos a Huaco retrato, tu último texto de narrativa, que publicaste en 2021 en España y ha sido recientemente traducido al inglés, francés, portugués e italiano. Es un libro que repasa la historia de los Wiener, el padre que tiene una doble vida, el Tatarabuelo eurocéntrico, racista y violento, el museo en París con los huacos retratos, el tatarabuelo huaquero, la familia bastarda y también la forma en que tú has hecho familia huyendo de esos designios. Creo que es un libro que narra el poder de la «figura del padre» a lo largo de la historia y todas las aristas que eso arrastra, un libro que descoloniza esa gran figura, ese «padre» único y colonizador que determina el registro histórico, cómo tú intentas lidiar y derrotar ese mandato en todo sentido, incluso dentro de ti.

Sí, es una novela que no sólo trata de descolonizar y descolonizarse sino también, como dice María Galindo, de despatriarcalizar. Pero es que patriarcado y colonización siempre vienen juntos y revueltos. La Historia es la historia del poder. Y durante mucho tiempo nos han estado contando exclusivamente esa versión y nosotros nos la hemos tragado y repetido entera. Para derrocar los mandatos se pueden hacer infinidad de operaciones porque están en todas las cosas del mundo. Es como cuando un día nos pusimos los lentes del feminismo y ya no pudimos dejar de leer e interpretar lo que veíamos si no es atravesado de violencia machista. Así, cuando empiezas a mirar por primera vez la realidad de la violencia colonial, racista y clasista en el presente ya no puedes volver a la ceguera eurocéntrica. Les está ocurriendo a muchas personas con la blanquitud, como a muchos hombres les pasó con el machismo. Algunas personas se miran por primera vez y otras no pueden aceptar no ser víctimas de todas las guerras ni asumir ser a quienes esta repartición del mundo ha beneficiado. Ante eso, si me preguntas por la operación política y artística de mi Huaco te diría que no es mía, bebe del arte popular y revolucionario, de la literatura mestiza, antipatriarcal e indigenista, de voces que subvirtieron el orden solo por levantarse, de mi comuna migrante de por aquí. Todo lo que contamina, subvierte y bastardea los caminos ya conocidos y abre otros nuevos, lo que se comparte y se entrega, se intercambia y se regala, me interesa. A través de la reescritura de historias personales, íntimas, familiares, sociales, Huaco retrato intenta recuperar una memoria perdida, negada o robada. La estrategia es otra vez intra y extraliteraria: la escritura de ficción, es decir recurrir a la imaginación, se vuelve una forma de completar esa memoria rota y soñar con un futuro distinto. Yo comparo este momento que vivimos hoy, de resurgimiento del arte popular, antirracista, feminista, indígena con otro resurgimiento de este tipo vivido en los años 70s, cuando el arte estaba inevitablemente atravesado por activismo y lucha política. El arte de vanguardia es social y enseña el camino de la transformación, no es una isla a la que los artistas van a alejarse de todo para crear. Violeta Parra o Ana Mendieta, a quienes considero amorosas ancestras referentes, creaban desde la experiencia y el cuerpo, cantaban, performaban para el pueblo y contra el poder. Es increíble que haya gente todavía anclada en debates superados como los de arte culto versus arte popular; o el de si las mujeres trans son mujeres. Alucino con que escritoras reconocidas como intelectuales como Sanin o Harwicz se promuevan como voces insumisas e inalienables, cuando son guardianas de asuntos tan arcaicos y señoriales como el elitismo artístico o el elitismo biológico, que siempre han sido patrimonio del hombre y del hombre artista de éxito. Las escucho hablar y es como escuchar a cualquier escritor del siglo XX panudeándose ante el silencio de las otras. Puedo ver que para muchos escritores y escritoras hoy en día no son sus libros sino sus opiniones políticas reaccionarias en tuiter las que les dan esa hermosa y deseada relación con su público lector, aunque éste sea misógino o conservador. Pero no solo ellxs tienen su público, hay cada vez más autoras de todo peleaje que están siendo escuchadas, leídas, estudiadas en la academia y celebradas por sus libros, por su pensamiento, por su coraje y que además comparten con sus lectoras espacios de encuentro, cuidados y una conversación horizontal. «No lo sé, Rick, parece falso». Quizá tu literaPura no es la única válida. Como ya cantaba en 1996 Ivy Queen en un super reggaeton: «no se llama cantante al que lo escribe, se llama cantante a quien lo vive». Hagan sus cosas finas y dejen vivir.

Me gustaría preguntarte qué se viene ahora después de Huaco retrato, si no temes haber alcanzado un tipo de texto distinto a los menos ortodoxos anteriores y si vas a seguir en esa voz y propuesta.

Creo que ya estoy en la senda del huaco y en el atajo de la ficción narrativa. Quizá el libro que estoy escribiendo ahora sea más juguetón que Huaco. También toca temas contemporáneos pero de manera más evidentemente satírica. Yo creo que soy graciosa. Siempre lo he sido. Pero recientemente los golpes que me ha dado la vida me han convertido en una auténtica payasa, que es el comediante trágico, el que mientras tiene un ataque de risa está sacando una pistola. Y no sé si la gente se está dando cuenta en mis libros de que lo soy porque siempre estoy usando mil filtros elegantes, ironía, etc. Así que en este libro voy a ser gruesa porque sí y me voy a descolonizar un poco más de lo serio. En mi próxima novela la parte autoficcional ya no va a basarse en mi pasado sino en mi futuro. La protagonista es una mujer chola lidereza social que se encuentra prisionera en el Nuevo Sepa, una cárcel abierta para mujeres, por una acusación en torno a un oscuro suceso de su juventud que al darse a conocer la aleja de la carrera electoral cuando estaba muy cerca. Lo extraño es que gracias al lawfare de sus enemigxs ahora podría cumplir sus sueños revolucionarios. Ella se ha cambiado de nombre y ahora se llama Atusparia, como el dirigente campesino que dio nombre a su colegio soviético indigenista en Perú, allí donde en los 80s estudió la primaria y se preparó para ser un soldado del comunismo. Tras una larga pausa en la que se mantuvo distraída por el capitalismo salvaje y el sexo grupal, su re-vuelta a la política se convertirá en infierno u otopía junto a sus compañeras. Obviamente todo va a salir mal, como siempre. Y la idea es preguntarme en cada página por qué.

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