POR  DIEGO ZÚÑIGA

Avanzo entre las más de ochocientas páginas que conforman Una vida en cartas. Correspondencia 1944-1983 (Estuario editora), de Ángel Rama, libro que reúne una amplia selección de sus cruces epistolares con algunos de los escritores y críticos más importantes de la literatura latinoamericana del siglo XX: Antonio Candido, Cornejo Polar, Gabriela Mistral, Arguedas, Roa Bastos, Idea Vilariño y tantos otros. Son nombres tan importantes como el mismo Rama, uruguayo, lector descomunal, editor incansable, contrabandista de autores, libros y estéticas, y también autor de ensayos imprescindibles como La ciudad letrada; un personaje que parece sacado de una novela que hoy sería imposible imaginar: el deseo de leer toda Latinoamérica; de armar y desarmar su tradición; de abrazar las vanguardias, lo popular y lo clásico; de apostar por esos jóvenes y no tan jóvenes escritores —sus contemporáneos— que terminarían marcando la literatura en nuestro idioma. Un tipo que lo leyó todo y a todos, en tiempos donde no había internet ni libros digitales ni nada que facilitara la circulación de títulos, ideas ni nombres, y que intentó tejer una y mil conexiones entre toda Latinoamérica. Lo hizo con rigor, lucidez y también con una cuota importante de generosidad. De eso habla Beatriz Sarlo en la introducción del libro, de cómo ella intentó imitarlo en esa dimensión: «Pero se sabe: virtudes como la generosidad son inimitables. Sobre todo porque, en el caso de Rama, las objeciones y las críticas venían siempre acompañadas por las soluciones exactas».

Pienso en todo esto y se me aparece una curiosa columna de Jorge Carrión publicada hace un tiempo: «La literatura argentina del siglo XXI pasa del antagonismo a la generosidad»

https://www.infobae.com/cultura/2023/02/24/la-literatura-argentina-del-siglo-xxi-pasa-del-antagonismo-a-la-generosidad.

En ella plantea, al inicio, que la literatura argentina ha estado marcada por la polarización y los diversos antagonismos entre autores (cita la famosa discusión entre Piglia y Aira), para luego resaltar que esto ha cambiado con las nuevas generaciones, particularmente gracias a las escritoras —remarca eso: escritoras—, quienes abogan por «la generosidad, la diversidad, la inclusión». Sin embargo, al final se da una voltereta y termina admitiendo que esos mismos atributos también pueden rastrearse en tiempos anteriores…

Me gustaría detenerme en un par de detalles de la columna que me parecen importantes para pensar en qué hemos convertido el campo literario hispanoamericano —del que pueden rastrearse muchas de sus particularidades en las cartas de Ángel Rama, de hecho—.

Al inicio de la columna, Carrión dice que todo este antagonismo entre Piglia y Aira le «parecía el enésimo ejemplo de la geopolítica de la literatura rioplatense, siempre entre la ironía y el cálculo». Me alegré mucho que fuera él mismo quien convocara la palabra cálculo, que no se puede dejar de lado en toda esta discusión, al parecer teñida de buenas intenciones pero que termina por develar también una serie de mezquindades que están ahí, a la vuelta de la esquina y que nos rondan a todos. Concuerdo con él en la idea de que el feminismo ha venido a remover muchas prácticas lamentables dentro del campo cultural y que una de ellas es abogar por un espacio donde la competencia, por ejemplo, no sea el motor principal de este entramado de poderes e intereses. Pero resulta bastante ingenuo creer que eso esté realmente ocurriendo, sobre todo en un campo literario como el argentino, donde siguen existiendo antagonismos, discusiones y desencuentros, a pesar de que hoy no aparezcan en las portadas de los pocos suplementos culturales que aún siguen con vida. De hecho, ya que Carrión termina su columna recurriendo a un chisme —ya hablaré de esto—, habría que decir que en cualquier sobremesa en la que haya un par de autoras o autores argentinos —o españoles o chilenos o mexicanos o etc, etc, etc— uno se va a enterar de que esos antagonismos están más vivos que nunca. Y ese es, justamente, el problema real de todo esto: que aquellos desencuentros sean sólo una conversación de sobremesa y que no tengan un lugar central en la discusión pública, que es el espacio donde se puede intervenir realmente un campo cultural. Quiero decir: necesitamos que existan más discusiones literarias, más confrontación de ideas, de miradas divergentes, pues eso indudablemente vuelve mucho más desafiante a la escena, porque si no el asunto se reduce simplemente a entregarle todo al mercado y entonces las escrituras que se producen en un entorno así suelen ser complacientes, anodinas y mediocres.

¿Por qué tenerle miedo al disenso?

Y esto no tiene nada que ver con ser generoso o mezquino, porque al final si reducimos el asunto a eso, como se plantea en la columna, entonces todos nos vamos a descubrir como personas que a veces hemos sido generosas y en otras ocasiones hemos actuado con mezquindad, más allá de nuestras buenas intenciones. Lo peligroso de este asunto, me parece, es confundir las cosas y terminar pidiendo, por ejemplo, que los críticos y críticas guarden silencio cuando se enfrenten a un libro que nos les gusta y sólo comenten los libros que sí son de su gusto, como propuso hace un tiempo, en otra curiosa columna https://www.theclinic.cl/2021/05/06/columna-de-lina-meruane-la-inquina-de-la-critica/, Lina Meruane, buscando así evitar cualquier posibilidad de disenso.

Pero vuelvo a Carrión y a la mezquindad y al cierre de su columna, donde cuenta una dudosa historia de Hebe Uhart, en la que la representa justamente como una escritora mezquina, cuando creo que son muchos los escritores y escritoras que podrían compartir una serie de historias marcadas por su generosidad y su entusiasmo por libros escritos por gente muchísimo más joven que ella, generosidad y entusiasmo que no tenían una cuota de cálculo.

En realidad, lo mezquino y lamentable es que Carrión convoque el nombre de una escritora extraordinaria cuya vida estuvo marcada por la mezquindad de un campo literario que sólo terminó por reconocerla cuando ya tenía más de 70 años. La mezquindad de hablar de alguien que ya lleva varios años muerta y, por lo tanto, no tiene cómo desmentir esa infame calumnia.

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