POR TONI MONTESINOS

Ya lo decía, en su diario del año 1860, la pareja formada por Jules de Goncourt y Edmond de Goncourt, cuyos relatos la historia ha relegado al olvido pero cuyo apellido tiene un eco constante en el ambiente cultural galo y hasta internacional por el premio así llamado, el cual se empezó a llevar a término para cumplir con una voluntad que dejó dicha en su testamento Edmond. Nos referimos a esta afirmación: «¡Oh, querer hacer algo nuevo cuesta caro!», en un periodo en que Francia estaba sufriendo un alud de acontecimientos en poco tiempo después de que Luis Napoleón Bonaparte, presidente de la Segunda República Francesa, diera un golpe de Estado para erigirse en Napoleón III. Algo que generaría, como consecuencia directa en el ámbito literario, el exilio de Victor Hugo y un clima de censura perpetrada en contra de los medios de comunicación.

Por ejemplo, en 1853, los Goncourt eran procesados por un artículo que quería reflejar el ambiente callejero desde donde vivían hasta la dirección del periódico para el que trabajaban. Una dosis de realismo, del naturalismo que luego Zola llevará a una obra narrativa descomunal, que atentaba contra la moral pública y las buenas costumbres que propugnaba el poder gubernamental. Se colocaban de este modo, como dirán ellos mismos cuatro años después, en la misma situación que Flaubert, que también era llevado «a los banquillos de la policía correccional» por Madame Bovary, o que otro de sus amigos, Théophile Gautier, que decía arriesgarse «a cada frase a ser llevado ante los tribunales», o que el Charles Baudelaire del que un poco después aseguraban: «Se defiende obstinadamente, con cierta ira, de haber ultrajado las costumbres en sus versos». Y en efecto, en agosto de 1857, se le acusaba de ofender la moral religiosa por algunos poemas de Las flores del mal.

«¡Oh, querer hacer algo nuevo cuesta caro!»… Ciertamente, y si no que se lo digan a Gustave Flaubert, aquel cuya célebre idea —«Lo que me parece bello, lo que me gustaría hacer, es un libro sobre nada, un libro sin ataduras exteriores, que se sostendría por sí mismo gracias a la fuerza interior de su estilo»—, expresada en una carta a Louise Colet en 1852, se hizo patente en Noviembre, su primera novela. El autor no quiso publicarla en su momento al considerarla sólo un ejercicio, la traslación de una idea, esta es, la descripción sensorial y anímica que le provocaba la pulsión sexual de sus diecinueve años, a un lenguaje literario preciso, fino pero también ampuloso. Un lenguaje, pues, que se miraba a sí mismo y construía una obra de ficción hasta conformar esa «nada» que deseó tanto y que, en el caso de Noviembre, quedó explícita en el subtítulo, Fragmentos de un estilo cualquiera.

Escrito en 1842, el relato, que vio la luz en 1910, se proyectó en una ensoñación adolescente, romántica, ya desde sus primeras palabras: «Amo el otoño. Esta triste estación es apropiada para los recuerdos». Entonces, se daba inicio a un texto donde la naturaleza cobraba una dimensión capital, constituyendo la extensión, el espejo y la alegoría de las emociones del protagonista, que analizaba las reacciones instintivas de su cuerpo y unos pensamientos, habitados por el esplín, que coqueteaban con la muerte y la aventura y que sufrían una poderosa atracción por el eco de ciertos términos: mujer, amante, adulterio.

Así, mientras paseaba, el personaje iba recordando su primer contacto carnal con una prostituta llamada Marie; detrás, su narrador ponía las bases de su narrativa: la autodidacta educación sentimental, la mujer licenciosa, la vida de provincias donde nada pasa y pasa todo. Lluís Maria Todó lo advertía en la introducción: «Ahí encontramos ya todas las obsesiones eróticas de Flaubert, que irán asomando periódicamente en su obra posterior, y en especial esta magnífica habilidad que tiene el novelista para adoptar el punto de vista de la mujer deseante». Qué autoexigencia la de Flaubert: Noviembre nos recuerda esa virtud hoy tan escasa, y nos devuelve a la coherencia del Arte de escribir.

Algo que se percibió en Cuadernos. Apuntes y reflexiones (2015): mucha melancolía, observaciones culturales, reflexiones sobre la vanidad o la escritura, juicios de célebres escritores, la cotidianidad en sociedad y soledad…; mil y un detalles, todos poderosos, albergaron esas páginas inéditas en español que prologó y tradujo Eduardo Berti; este preparó una selección de textos de cuatro de los diecisiete que fueron rescatados por la sobrina de Flaubert, Caroline Hamard de Franklin-Grout, y que donó a una biblioteca parisina. La simple exposición del material ahí reunido hablaba por sí sola: toda una joya.

A un conjunto de «Pensamientos escépticos», hechos a los dieciséis años (1838) y dedicados a su amigo del alma Alfred Le Poittevin, muerto prematuramente diez años más tarde, y que tituló «Agonías» y «Angustias», le seguía una serie de apuntes íntimos y recuerdos de los años 1840-1841; apuntes en torno a la escritura de La educación sentimental, La tentación de san Antonio y Bouvard y Pécuchet, su obra más particular por poner en escena a dos amigos escribientes que, pese a disfrutar de una gran herencia, se decantan por el lado más triste de la vida, considerando la idea de matarse antes de que una revelación religiosa les redima; bocetos de obras inéditas; y más fragmentos de lo que iba a ser la segunda parte de esta historia inacabada sobre un dúo de copistas. Un par de apéndices de escritos que, por un lado, se creía perdidos y que fueron publicados en Francia en el 2005, y por el otro, una selección de pensamientos preparada por la sobrina —sobre todo a partir de su correspondencia—, aparecidos en 1915, completaba el volumen.

Y es que, a lo largo de todo este río de frases brillantes y honestas en grado sumo que a menudo explotaban en aforismos geniales, se nos aparecía un Flaubert que daba un paso más allá en comparación al que dirigía cartas a Colet sobre asuntos literarios: un Flaubert sensitivo, que cuestionaba todo, que sufría un gran tedio en la juventud y que no creía ni siquiera en la gloria que el destino le reservaría, sobre todo gracias a Madame Bovary, cuyos elogios unánimes encontraron una excepción de gran valor en Charles Bovary, médico rural. Retrato de un hombre sencillo, una imbricación formidable de lectura flaubertiana y ejercicio metaficticio firmada por Jean Améry, que escribió pocos meses antes de suicidarse, en 1978.

 Ya avisó Marisa Siguan, en la introducción al libro, sobre el hecho de que este superviviente del campo de concentración de Auschwitz «utiliza la tradición literaria también como sustrato de su propia escritura, incluyendo constantemente referencias y camuflando citas»; así, usó personajes literarios como si fueran seres humanos para hablar de su propio sufrimiento, lo que dio como resultado que sea «imposible distinguir entre sí los géneros literarios, diferenciar el ensayo de la autobiografía y esta de la reflexión filosófica y literaria». Y el mejor ejemplo de tal cosa era este texto sensacional, compuesto por cuatro monólogos y dos ensayos, en el que ponía a hablar al médico que amó a Emma Bovary pese a ser engañado por ella y lamentó su muerte como el más leal de los maridos.

Flaubert había acabado la meticulosa redacción de su novela en 1856, que empezó a publicarse en la Revue de Paris. Como es bien sabido, cuenta el aburrimiento de Emma que, casada con un médico de provincias, busca imitar a las heroínas de los relatos que lee. Sin embargo, tanto el fiel marido como los esporádicos amantes se cansan de ella. Desesperada, se suicida con arsénico y, más tarde, su esposo se deja morir lentamente.

Pues bien, el lector de Charles Bovary, médico rural, por así decirlo, leía un complemento de la obra flaubertiana desde el punto de vista de este «pobre Charles Bovary, un hombre privado de todo, del amor, de la amada, de los bienes», decía Améry, que se burlaba del personaje por favorecer los engaños de Emma y lo tildaba tanto de buena persona como de «memo». De tal manera que estas observaciones se convertían en críticas a un Flaubert que puso en su novela diversos asuntos inverosímiles, como insinuaba el filósofo vienés, si nos atenemos al sentido común.

En el campo de la prosa de ficción, ha quedado atrás lo onírico, lo soñado, lo idealizado de la corriente romántica y gótica, que va a ir dando paso a una actitud literaria que se sacude estos rasgos para adentrarse en aguas más realistas: «El naturalismo es un romanticismo con convencionalismos nuevos y con nuevas premisas, más o menos arbitrarias, de la verosimilitud. La diferencia más importante entre naturalismo y romanticismo está en el cientificismo de la nueva tendencia, en la aplicación de los principios de las ciencias exactas a la descripción artística de la realidad», anotó Arnold Hauser.

Y ningún ejemplo tan bueno para entender tal diferencia que Flaubert, quien «coloca al mundo de los sueños románticos frente a la realidad de la vida cotidiana y se convierte en naturalista para revelar la mendacidad y la anormalidad de estas ensoñaciones extravagantes». En estas ensoñaciones, probablemente, podríamos incluir aquel ánimo melancólico más o menos voluntario que invadía los cuerpos y almas de tantos escritores del pasado. La existencia es más primaria, por lo general carece de esas anomalías que llevan al hombre a la tristeza suave o al impulso del autohomicidio. Todo es más simple: la rutina burguesa llena los días de falta de estímulo, la misma vida burguesa de la que Flaubert despotricaba pero en la que estaba plenamente sumido, cómodamente en su casa de campo.

El tedio de esas vidas que no se dedican, como él, obsesivamente a la literatura, es bastante argumento para nutrir todas las novelas de un mundo moderno que, en las grandes ciudades europeas, ofrece docenas y docenas de periódicos, formas diarias y accesibles de conocer la realidad y que facilitan un camino directo al conocimiento de los infortunios del prójimo. De esta manera, en 1856, tras cinco años de durísimo trabajo, Flaubert acababa la redacción de Madame Bovary, y cuyas características principales podrían tener fuentes muy cercanas al propio escritor, pese a que este siempre sostuviera que la trama era producto de su imaginación.

Sin embargo, parece haberse demostrado que el aburrimiento de la joven Emma responde al mismo tedio vital de una mujer llamada Delphine, muy conocida en Ruan, que tuvo una existencia similar a la que protagonizó Emma Bovary. Así las cosas, no será sólo el típico poeta malcarado con la sociedad quien ejerza de provocador con sus versos atrevidos, sino también el narrador que, por decirlo con la celebérrima frase de Stendhal, pone un espejo en el camino, quien sufre asimismo el desprecio por su afán de representar la verdad. De tal modo que, a comienzos de 1857, se iniciará una campaña en contra de la obra, considerada inmoral, y el 31 de enero se celebrará el proceso judicial. La sociedad podría haber perdonado a una mujer melancólica, ensimismada en sus lecturas y ociosa, pero el hecho de que no solamente cometa adulterio, sino que se quite la vida, escandaliza a las autoridades judiciales, que tienen su propia opinión con respecto a la moralidad que ha de regir en el Segundo Imperio.

Pionero en tantas cosas, Flaubert también lo es en llevar al protagonismo suicida a una mujer, y además de clase acomodada, con lo que tiene de crítica social tal recreación; más tarde, ya no será extraño ver situaciones similares en otras obras. En Rusia, Alexander Ostrovski escribe la tragedia La tormenta (1860), en la que la religiosa Katerina se arrojará al Volga, y Anna Karénina (1878) se abalanzará contra un tren.

En su edición de Cuadernos. Apuntes y reflexiones, Berti mencionaba a un gran amigo del escritor, el poeta Louis Bouilhet, al que había conocido en Ruan en 1834 y que, junto a Maxime du Camp, formará un trío bien avenido que compartirá entre sí sus logros literarios: «Es famosa la larguísima sesión de lectura que los tres efectuaron en torno a la primera obra adulta de Flaubert: La tentación de San Antonio. La lectura duró cuatro días de 1849». Para Bouilhet y Du Camp, se trataba de un libro fallido, al albergar «un lamentable exceso de retórica y lirismo; preferible hablar de temas menos rebuscados, de algo “más terrenal” como en Le cousin Pons o La cousine Bette (Balzac), aunque con menos digresiones», refería el argentino, que incluso se atrevía a afirmar que de aquel veredicto surgió Madame Bovary, añadiendo que fue Bouilhet —médico interno en el hospital de Ruan, a las órdenes del padre de Flaubert— quien le contó la historia que inspiró su novela: la de un compañero en ese centro de salud, Eugène Lamare, quien tras enviudar se casó con una mujer, aquella Delphine, mucho más joven que él.

Según el autor de La orgía perpetua: Flaubert y «Madame Bovary», puede decirse que Los miserables, aunque se publicó seis años después que Madame Bovary, es la última gran novela clásica, y la de Flaubert la primera gran novela moderna. Lo afirmó en un libro dedicado a Hugo, La tentación de lo imposible, en que contrapuso a ambos novelistas y argumentó lo siguiente: «Flaubert mató la inocencia del narrador, introdujo una autoconciencia o conciencia culpable en el relator de la historia, la noción de que el narrador debía abolirse o justificarse artísticamente». El propio autor era consciente de haber creado una «novela total», por así decirlo, dado que en una carta al editor Albert Lacroix, en 1862, le decía: «Este libro es la historia mezclada con el drama, es el siglo, es un amplio espejo reflejando el género humano cogido in fraganti un día señalado de su vida infinita».

José Luis Gómez, prologando una traducción castellana de la obra, citaba esas palabras y la calificaba de excelente folletín que tenía todas las gracias del género tanto como sus inconvenientes, en su intento de levantar una colosal novela social que testimoniara la miseria del pueblo, pues así era su título inicial, «Las miserias». No en balde, Flaubert, que conoció a Hugo en persona, en una carta de 1862 a la actriz Roger des Genettes, hablando de Los miserables, confesaba no soportar de esta obra «los excesos de escritura» ni «los raptos líricos», como señaló Berti. «Dicho de otra manera: Flaubert reaccionó contra los excesos (de estilo, de énfasis, de presencia autoral) propios del romanticismo y propuso, en contrapartida, una estética de la invisibilidad autoral, que resultó determinante para la generación siguiente, desde Maupassant hasta Zola».

Siempre Maupassant se sentiría un privilegiado al ser el protegido del que consideraba el mayor de los escritores, sobre el cual creía que aunaba lo mejor de los maestros que habían marcado la narrativa francesa del siglo: Balzac y Stendhal, pero sin el «desborde de imágenes falsas», ni «perífrasis inútiles» de estos. Flaubert era la exactitud, todas las certezas e intuiciones.

Y en cuanto a Zola, siguiendo las observaciones de Berti, pensaba a ciencia cierta que Flaubert condensaba, aparte del «análisis exacto de Balzac», «el brillante estilo de Victor Hugo. “Toda la generación joven lo acepta como un maestro”, afirmaba en 1875, bajo el impacto de la “admirable sobriedad” del estilo flaubertiano. “De un paisaje, se limita a indicar la línea y el color principales, pero logra que estos detalles pinten el paisaje entero. Lo mismo en el caso de sus personajes, que planta con una sola palabra, con un solo gesto”».

Unas décadas más adelante, encontraríamos otra opinión tan contrastada como la de Marcel Proust, que se reconoció en Flaubert en el intento de producir literariamente la impresión del paso del tiempo, si bien no sintió una especial admiración por él, pues no vio una sola metáfora destacable en sus páginas, por ejemplo, lo que a sus ojos da sustento al gran estilo. Así lo recogía Manuel Arranz en un libro en el que reunió lo escrito por parte de Maupassant sobre la obra y la vida de Flaubert, citando un artículo publicado en la Nouvelle Revue Française, en 1920, en que sin embargo el autor de la Recherche decía: «Un hombre que por el uso completamente nuevo y personal que hizo del pretérito indefinido, del participio presente, de determinados pronombres y ciertas preposiciones, ha renovado nuestra visión de las cosas casi tanto como Kant».

Una aseveración comparativa cuya trascendencia puede entenderse si recurrimos a la importancia que Thomas Mann, en un artículo dedicado a Schopenhauer escrito a finales de los años treinta del siglo xx, confirió al filósofo ilustrado, a quien llamó «crítico del conocimiento». Para el novelista, Kant hizo que la filosofía volviera al espíritu humano, «desde la especulación en que se había extraviado en sus vuelos», fue alguien que convirtió al espíritu humano en objeto de la filosofía y trazó los límites de la razón, poniendo su capacidad de influencia a la altura de Platón.

De modo que, sumando esta afirmación a la de Vargas Llosa, que destacó sobremanera el estilo indirecto libre de la novela —esta empieza en primera persona del plural, sigue con un narrador omnisciente e irá surgiendo uno que se acerca tanto al personaje en su pensamiento que se confunde con él; un precedente, pues, del monólogo interior—, encontraríamos en Flaubert la fundación de la modernidad novelística tanto desde el punto de vista narrativo como desde perspectivas lingüísticas, gramaticales, rítmicas, sonoras y verbales.

Era el resultado de su obsesión por reescribir cada una de sus frases, por extraer aprendizajes de las lecturas que más frecuentó —Homero, La Bruyère Rabelais, Shakespeare, Voltaire y Montaigne, al que leyó incluso mientras veló a su hermana difunta toda una noche—, por alcanzar en cada obra lo que llamaba «unidad», que según él era lo que le faltaba a los contemporáneos, incluso aquellos capaces de escribir mil pasajes bellos pero aislados. Como le dijo a Colet en 1846: «Ciñe tu estilo, conviértelo en un tejido ligero como la seda y fuerte como una cota de mallas», y en otra carta del año siguiente a la misma, seleccionada por Jordi Llovet en un libro en que reunió lo mejor de su correspondencia con su amante, Tourguéniev, Hippolyte Taine, George Sand, Hyusmans, Du Camp, Maupassant o Edmond de Goncourt, llegó a confesar: «El estilo, que es algo que me tomo muy en serio, me sacude los nervios de una manera horrible, es algo que me consume y me atormenta. Hay días en los que llega a ponerme enfermo y hace que me suba la fiebre por las noches. Cuanto más trabajo más me siento incapaz de expresar la Idea. ¡Qué manía más bárbara, pasarse la vida peleándose con las palabras y sudando el día entero para redondear la musicalidad de las frases!».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

· Améry, Jean, Charles Bovary, médico rural. Retrato de un hombre sencillo, trad. Marisa Siguan, Pre-Textos, Valencia, 2018.

· Flaubert, Gustave, Razones y osadías, trad. Jordi Llovet, Edhasa, Barcelona, 1997.

–, Madame Bovary, trad. Germán Palacios, Cátedra, Madrid, 2005.

–, Noviembre, trad. Olalla García, Impedimenta, Madrid, 2007.

· Cuadernos. Apuntes y reflexiones, trad. Eduardo Berti, Páginas de Espuma, Madrid, 2015.

· Goncourt, Jules y Goncourt, Edmond de, Diario. Memorias de la vida literaria (1851-1870), trad. José Havel, Renacimiento, Sevilla, 2018.

 

 

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