POR DAVID LORENTE FERNÁNDEZ

Bien erguido en Madrid, visible bajo sus cielos azules y a la vez luciendo su follaje frondoso con cierta modestia, pero sin poder ocultar su expansión tropical, sobre un suelo de gravilla blanca y luminosa, surge en el Parque del Retiro el ahuehuete, único árbol insigne de su especie en la comunidad de Madrid. Pese a pasar un tanto desapercibido en el parque, no parece sentirse abandonado ni nostálgico ni extrañando la Nueva España, sino bien aclimatado y con una proliferación de gruesas ramas verticales que emergen, a la manera de un candelabro, del tronco de textura estriada, de un cromatismo entre marrón claro y rojizo, disfrutando de ese aire vigorizante de la capital española, cercado por una reja que, más que cárcel, parece constituir un recinto para albergar un objeto sagrado, una piedra o una manifestación vegetal hierofánica.

El ahuehuete ha constituido una suerte de personaje de novela galdosiana que ha vivido, en ocasiones sufrido, avatares y episodios históricos, y que ha llegado no obstante al presente henchido de sabia y de vida, como un árbol de carácter arquetípico en su acepción de ser antiguo y renacido, centenario y animado por una capacidad regenerativa. Uno casi esperaría ver —como en su país de origen— velas, flores, ofrendas a su alrededor, deslizadas subrepticiamente en su hornacina protectora por los fieles y devotos sabedores de los dones que prodigan los seres vigorosos y, por tanto, dadores de vida. Pero a sus pies, en torno al tronco y tras la barrera perimetral de resguardo, coronada por puntas de lanza doradas, hay sólo un suelo alfombrado de acículas secas, como estampa de bosque animado, un tanto prístino, no hollado por el hombre. Esta limpia hojarasca insinúa su pureza, su fuerza silvestre contenida.

El ahuehuete, árbol que, en lengua náhuatl, significa «el viejo del agua», tiene una textura que alude a lo húmedo en su fisonomía, ese aspecto y el tacto de las ramitas mil veces bifurcadas que descienden a veces como redecilla, en una configuración característica que proyecta, además, una sombra fresca, umbría. El nombre apela a su extraordinaria longevidad (huehuetl, «viejo», «antepasado»), y a sus hábitos y ecología asociados con el agua (atl, en náhuatl). Su nombre científico, Taxodium mucronatun Ten., denota que es un árbol similar al tejo y con hojas terminadas en punta corta y aguzada. Perteneciente a la familia de los cedros o sabinos, al ahuehuete también se lo conoce como ciprés mexicano o ciprés de Moctezuma, y con el término tule;[1] en las fuentes coloniales y en España se lo nombra sabino.

Sabemos algunos avatares que experimentó el árbol madrileño en su larga vida hasta llegar al día de hoy. Su plantación en el Parque del Retiro está datada, aproximadamente, hacia el año 1633, poco más de un siglo después de la conquista de México, y el vástago o la semilla debió de llegar en una de esas naves marítimas transoceánicas procedentes del Nuevo Mundo. Es algo sobre lo que reflexionar que, mientras todos los seres de aquella época se encuentran muertos, uno puede contemplar en el Retiro un superviviente vivo de ese momento histórico, inadvertido, infiltrado en la vida madrileña, en un lugar del parque, cerca de una de sus entradas, por las que la gente pasa diariamente. Nadie parece sospechar la existencia silenciosa de ese testigo que, al contrario que las piezas de época y los objetos de museo, respiró aires del siglo xvii, un mundo americano e hispánico que ya no existe, y cuya arborescencia continúa irrigando sabia en la actualidad. Trescientos o más años no son nada para un ahuehuete, capaz de superar los dos mil. Aunque se trata de una planta endémica de otras latitudes, pareció adaptarse sin problemas a la altura y condiciones climatológicas madrileñas, con la curiosa salvedad de que, en su lugar de origen, el árbol presenta hojas perennes, pero en climas fríos las pierde en la estación invernal, de ahí que, en ocasiones, se le denomine también ciprés calvo. Este ejemplar del Retiro es posiblemente el árbol más viejo del parque e incluso de Madrid.

Sobrevivió de milagro al siglo xix, según cuentan las historias. Durante la guerra de la Independencia las tropas del ejército francés emplazaron un cañón en su horcadura, afianzando en la parte central del árbol la pieza de artillería, motivo éste —constituir un emplazamiento bélico— por el que, se dice, se lo respetó. Tal circunstancia supuso la salvación del ahuehuete en un momento en el que buena parte del arbolado del parque fue derribado cuando el ejército francés instaló su cuartel general en el Retiro.[2] La reja sacralizante, negra, de afilados oros, se instaló en 1991, reflejo de una nueva ideología de la conservación y la preservación ecológica y vegetal (que, inconscientemente, era acorde al carácter del árbol como ser inusual). A manera de laica veneración, su consagración patrimonial se dio con la inscripción, en 1992, del centenario y verdegueante ahuehuete en el Catálogo de Árboles Singulares de la Comunidad de Madrid.[3] Hoy espera a quien acceda por la calle Alfonso XII y, atento, se encamine hacia el Parterre francés.

Como escribió Jorn de Précy en su tratado, de carácter místico y trascendente, acerca de los jardines: «En Occidente, todavía hay lugares encantados en los que mora lo invisible. […] A veces, basta una sola piedra para crear un lugar auténtico a su alrededor, para contar una historia. […] Son lugares, en resumidas cuentas, supervivientes».[4]

 

NOTICIAS DEL NUEVO MUNDO

En 1921, el ahuehuete fue consagrado como árbol nacional de México, [5] por constituir a la vez un elemento omnipresente de la historia del país y una especie nativa diseminada a lo largo y ancho de su geografía. [6] Sin reparar en la temperatura y adaptado a una diversidad de climas, crece siempre en las riberas de arroyos, ríos y lagos, en la vecindad del agua. Prospera desde casi el nivel del mar hasta los dos mil quinientos metros de altitud.

En los años cincuenta, el escritor Juan Rulfo, en su faceta de fotógrafo paisajista —o exenta de mirada literaria—, nos legó, en blanco y negro, dos impresionantes instantáneas de estos árboles, en unas composiciones que muestran acercamientos a bosques inabarcables, con gruesísimos troncos desbordando el encuadre de la cámara, que insinúan lo exuberante de la composición original: el bosque primordial. Publicadas ambas en la revista Sucesos para todos, la primera, «Ahuehuetes», muestra en primer plano sólo las cortezas estriadas de dos gigantes añosos, y, detrás, un tronco, más viejo aún, caído, horizontal, en el suelo del bosque, interrumpiendo la hilera de ahuehuetes que continúa, se intuye, hacia el fondo que no vemos. La segunda imagen, esta vez con un personaje femenino irrumpiendo frente a los ahuehuetes, y con un encuadre más amplio, se titula «Alicia en el bosque», y para cualquier observador sobran más explicaciones.[7]

La longevidad de estos árboles es proverbial, y en México existen algunos ejemplares realmente antiguos, milenarios.[8] La asociación del ahuehuete con la antigüedad, los ancestros y la noción de «viejo», en un sentido reverencial, se despliega en diferentes acepciones y resonancias simbólicas. Junto a su larga vida, se trata de árboles muy resistentes a plagas e insectos, que no dejan fácilmente trepanar su corteza ni dañar su madera. Como expresión de la esencia del ahuehuete, su madera comparte las connotaciones del árbol: el carácter de duración y perdurabilidad, y su asociación con el agua, pero a la inversa: suave, rojiza, sin olor, ligera, proclive al pulimento, ha sido empleada en la decoración de iglesias coloniales, la confección de vigas y postes, mobiliario e incluso canoas, por su gran resistencia a la humedad.[9] La ancianidad del árbol es a veces señalada de forma gráfica, y se cree ver en el ahuehuete rasgos de su edad. En ciertas regiones de México crece sobre él una llamativa planta epífita, de la familia de las bromeliáceas, conocida como heno (Tillandsia usneoides), y ligada a la humedad; uno de sus nombres populares es «barba de viejo». Crece sobre las ramas del ahuehuete sin raíces, colgando en guedejas de más de un metro, lo que le brinda al árbol un aspecto envejecido y canoso.

La asociación de los ahuehuetes con los «viejos», los antepasados, dominaba en la época precolombina, cuando sabemos por las fuentes históricas que este árbol constituía una metáfora del tlatoani o monarca, el gobernante, la autoridad, el que protegía y guiaba al pueblo, y se lo tomaba como ejemplo de virtudes.[10] A su vez, al árbol se comparaba con los antepasados que continuaban protegiendo y cuidando a sus familiares vivos, por lo que se le ofrecía incienso y copal en ciertas festividades.[11] Cuando se invocaba el auxilio de los ancestros en ocasiones rituales, los antiguos nahuas del centro de México recurrían a un difrasismo —la yuxtaposición de dos términos para crear un significado—, in pochotl, in āhuēhuētl: «la ceiba, el ahuehuete»; lo que significaba: «la protección de los ancestros». [12] Del gran árbol se retomaba la idea de poder protector.

Unido a la noción de «viejo», de «ser antiguo», el término ahuehuete involucra directamente al agua. Este aspecto aparece igualmente presente en la época precolombina y colonial cuando el árbol es descrito en contextos ligados con el agua. Pareciera haber algo sobreentendido, implícito, en estas descripciones. Un testimonio sugerente, que alberga una pista para continuar rastreando la relación de este árbol con el agua en la actualidad, es el relato de iniciación narrado por una curandera en el siglo xvii, que fue consignado por Jacinto de la Serna en su Manual de ministros de indios para el conocimiento de sus idolatrías y extirpación de ellas. El ahuehuete es nombrado de pasada, pero en un pasaje principal, del relato iniciático:

vna india del Pueblo, que se llamava Francisca, que era muy gran medica, […] Confessome luego de plano todo lo que auia en su pecho en quanto á la gracia, que tenia de curar, y dixome, que aquel officio lo auia heredado de sus Padres, porque eran Curanderos, y que siendo niña se auia muerto, y que auia estado tres dias difuncta debajo del agua, que está junto á vn sabino [ahuehuete] muy hermoso en vn Rincon del Pueblo, y que alli auia visto á todos sus Parientes, y que le auian dado la gracia para curar, y entregandole los instrumentos, con que auia de hazer sus curas, que era una aguja para picar las partes afecctas de la enfermedad, y vna xicara, que es vn vaso de media calabaça, para que alli adiuinasse, y pronosticasse las enfermedades de los dolientes, y el fin, que auian de tener; y luego auia vuelto á esta vida, y que por esso curaba.[13]

 

En la narración, el ahuehuete aparece como una metonimia para referirse al paraje acuático, y un lector atento percibe que reviste notable importancia para la curandera, pues se detiene a mencionarlo como un aspecto significativo del relato —«vn sabino muy hermoso»—, tal vez asumiendo que el párroco De la Serna comprendía el referente cultural que ella tenía en mente. El «viejo del agua» es, pues, como se aprecia, un árbol que no sólo crece, aislado o en grupos, formando bosques ribereños, a las orillas de esta, sino que condensa y comparte aspectos del simbolismo acuático. Es posible encontrar, hoy en día, cuando se recorren diferentes regiones de México y se indaga en torno a la significación del árbol, claves que iluminan este testimonio, así como las facultades que se le atribuyen y que lo tornan distintivo.

A lo largo del territorio nacional, descubrimos ahuehuetes centenarios o milenarios que se tornan en importantes y distinguidos referentes geográficos, árboles considerados en ocasiones sagrados y en otras enclaves de la memoria, que crecen en parajes solitarios o en el seno de pueblos o ciudades. Al norte del país, en Coahuila, se yergue, en medio de una calle de Múzquiz, un ahuehuete alto y frondoso, conocido como Sabino Gordo, que da también su nombre a un hotel de la ciudad. En Nuevo León existe otro ahuehuete del mismo nombre, en la hacienda Espíritu Santo, con una edad cercana a mil años. En San Luis Potosí crecen hermosos árboles junto a un manantial, en el municipio de Río Verde, y a lo largo del Río Blanco, en el Valle de Orizaba, Veracruz, surge un impresionante bosque de galería poblado de ahuehuetes, cuyos árboles y raíces se reflejan en las aguas. Sabinos notables crecen también en Nayarit, Jalisco y Aguascalientes. En Querétaro, cerca de la Misión de Concá, en Arroyo Seco, se erige un sorprendente ahuehuete milenario de ancha base y formas caprichosas, con gran oquedad en su interior y raíces serpentiformes aflorando en el terreno circundante. Hidalgo alberga en Tepetitlán otro ahuehuete milenario, la anchura de cuyo tronco lo convierte en el segundo más grueso del país. De este ahuehuete se narra hoy en día un mito que resulta esclarecedor e ilustrativo acerca de la vinculación del ahuehuete con el agua no sólo en este lugar, sino en diversas regiones de México.

De acuerdo con el mito, el ahuehuete de Tepetitlán fue sembrado originalmente en una llanura árida, pero, al ir creciendo, el árbol comenzó a extraer el líquido subterráneo: «por medio de sus raíces, llamó al agua, y alrededor del árbol brotó un manantial». Hizo húmedo el terreno circundante. El ahuehuete sufrió tres incendios y una cara de su tronco aparece quemada y ennegrecida, pero sigue verde y con vida y en su interior alberga colmenas de abejas; cerca del árbol abunda el agua: «está rodeado de agua», dicen los pobladores. «De lejos vienen a ver el famoso sabino que hizo brotar el agua».

La idea de que el ahuehuete «llama» al agua, la hace brotar, nacer, subir del subsuelo —y no de que el árbol crece donde existe agua— domina muchas veces las concepciones locales. No es, se dice, que el ahuehuete elija lugares con presencia de agua, y que allí las semillas prosperen con mayor éxito, sino al contrario: «El monte era tan seco, tan seco —comienza el mito anterior— que la mujer que allí vivía debía acarrear en un cántaro el agua del río para guisar. Se le ocurrió sembrar un ahuehuete, aunque no tenía con qué regarlo, y usó el agua sobrante de cocer el maíz. Pero el árbol siguió creciendo. Con sus raíces llamó al agua y, entonces, alrededor brotó un manantial».

En diferentes poblaciones indígenas y mestizas de México, la asociación del ahuehuete con el agua procede de la idea de que gracias al árbol el agua brota del interior de la tierra para formar los manantiales, riachuelos o lagunas que rodean su tronco. El carácter anciano, centenario o milenario del árbol también puede ser leído desde esta concepción: su crecimiento fue primero y, después, con el paso del tiempo, el paisaje circundante se configuró acuáticamente. De este modo, el ahuehuete se constituye en razón y condición de posibilidad del surgimiento del agua, creador de enclaves y parajes hidrográficos: fluviales, lacustres. A ello se debe seguramente que la curandera del siglo xvii que describía su iniciación en la obra del párroco De la Serna identificase el agua del pueblo —bajo la que estuvo «tres días difunta»— con un ahuehuete: el árbol capaz de producirla, embalsarla, hacerla brotar.

En el paisaje mexicano, dos venerables ahuehuetes revelan este hecho con especial claridad. Uno es el de Tepoztlán, en el Estado de México. Surge sobre el pretil de un manantial, en gesto de abrazo, derramándose, cubriéndolo con la ductilidad del barro fresco: parte del árbol se fija en tierra, y otra, envolviendo y salvando el obstáculo, se sumerge entre las aguas, como si el ahuehuete se hubiera acercado a beber. Pero no. En el lugar se dice del árbol que «entre sus raíces brota el agua cristalina que extrae del suelo».

El segundo es el ahuehuete sagrado del santuario del Señor de Chalma, el centro de peregrinación más visitado del país después de la basílica de Guadalupe. Lo más significativo del árbol es el manantial salutífero situado en su base y cuya agua cristalina se derrama sucesivamente sobre seis piletas escalonadas. Se asume que el ahuehuete la extrae de las profundidades ctónicas y que reviste propiedades milagrosas. Los peregrinos se sumergen en las límpidas aguas a la manera de un baño lustral para alcanzar, purificados, el santuario. El inmenso ahuehuete, que opera a manera de espacio liminal, como un verdadero umbral, en el que árbol y agua se fusionan en una unidad indistinguible, pareciera hallarse provisto de facultades engendradoras, propiciadoras, vivificantes. Se le ofrendan, y se le adorna el grueso tronco, con ramos flores, listones, cruces y exvotos. Pero, de manera distintiva, y siguiendo una tradición antigua, las principales peticiones dirigidas al ahuehuete tienen que ver con el exitoso alumbramiento de las madres peregrinas. Las mujeres encomiendan al poder del árbol la salud y la vida de sus pequeños, aun antes de que hayan nacido. Después, tras un exitoso embarazo, acuden hasta el ahuehuete para arrojar sobre la espesura de sus frondas los «ombligos», los pequeños fragmentos de cordón umbilical, que cuelgan, a la manera de frutos, entre sus ramas. El centenario ahuehuete se torna, literalmente, en un árbol de la vida, que no sólo proporciona el agua salutífera y curativa, sino que interviene en la reproducción exitosa y en la prosperidad del ser humano.[14]

Pero el ahuehuete por antonomasia, árbol de árboles, gigante cósmico, árbol ciclópeo, es el de Santa María del Tule. Este ejemplar pareciera representar la condición potencial del ahuehuete plasmada en acto, un ejemplo único e insólito de lo que al árbol alberga y puede llegar a ser. «El testigo más longevo de historia». Surge como un gigante en el atrio de la iglesia, con dos mil años de antigüedad, siendo el árbol más ancho del mundo, con un perímetro tan inabarcable que ni treinta personas tomadas de las manos lo alcanzan a rodear. El ahuehuete de Tule es el ancestro arbóreo arquetípico, el Gran Viejo universal, vivo antes del inicio de nuestra era. Este canto a la longevidad vegetal, a la imponente desmesura arbórea, que empequeñece a su lado a cualquier otro ser vivo, dejando al hombre reducido a humildes proporciones, impresionó ya a viajeros decimonónicos, como Alexander von Humboldt, quien, en su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, plasmó sus impresiones anotando: «Este árbol antiguo es aún más grueso que el ciprés de Atlixco […], más que el dragonero de las Islas Canarias y que todos los baobabs de África».[15] El historiador, cartógrafo y geógrafo mexicano García Cubas lo inmortalizó también ochenta años después, en 1885, en una célebre ilustración de su Atlas pintoresco e histórico de los Estados Unidos Mexicanos: el tronco corto y anchísimo, coronado por ramaje colgante, casi de sauce llorón.

El tronco del gigantesco ahuehuete es una amalgama multiforme de ramas, como los baquetones que adornan y refuerzan una columna gótica, una suerte de pilar fasciculado saturado de todo tipo de protuberancias y excrecencias.[16] Semejante tronco es el paisaje, en relieve, voluptuoso, ondulante, bulboso, en el que niños armados con espejos proyectan haces de luz señalando a los visitantes una pléyade de seres indistinguibles salidos de algún cuadro de El Bosco: elefantes, leones, cocodrilos, delfines, cabezas de venados y hasta la casita de un duende, fauna en parte ajena al mundo y al imaginario mesoamericano. Como si se tratara de un ser demiúrgico, una entidad creadora de nuevas formas de vida, el ahuehuete se conforma como un cuerpo vegetal del que emergen, cual fastasmagorías, las más inverosímiles figuras, como si, nacidas de su interior, tornaran por manifestarse en su corteza perimetral, pugnando por cobrar animación. Algunos niños explican que estas figuras provienen de otras dimensiones y son guardianes del pueblo.

El árbol, cuya sombra es capaz de albergar a quinientas personas, situado muy cerca de los vestigios arqueológicos de Mitla y la ciudad de Oaxaca, es un referente mitológico por su ancestralidad, plasmado en relatos mixes y zapotecos.[17] El origen de los ahuehuetes se remonta a la era Mesozoica, hace entre cien y doscientos millones de años, cuando las coníferas dominaban el paisaje y formaban impresionantes bosques primitivos. Hoy en día el árbol de Tule se erige monolíticamente como un eje transhistórico, un axis que atraviesa dos milenios de sucesos para llegar al presente y dejar, como en un cuadro de pintor romántico, reducido a la menor expresión existencial al espectador frente a una naturaleza impositiva y omniabarcante, un asomo de vértigo temporal, pese a la serena existencia del árbol: la simple presencia, paulatina, de la vida. «Y sigue creciendo», aseguran los pobladores. Tule es la denominación local del ahuehuete, aunque el término «tule» (tollin) proviene del náhuatl y refiere una planta acuática de lagos y pantanos —el conocido como junco o espadaña—. No deja de sorprender, en este contexto, más allá de la aparente antítesis entre el junto y el gigante arbóreo, que en ambos casos se trate de vegetación asociada con el agua. Al servir para denominar al árbol de Santa María, tule se convirtió en sinónimo de ahuehuete. El árbol tiene, como las entidades poderosas, su propia fiesta; se lo celebra a mediados de octubre: una larguísima guirnalda de hojas ciñe por entero su perímetro y, engalanado de esta manera el ahuehuete, de ella se cuelga una diversidad de productos alimenticios, a la manera —recuerda la imagen— de un árbol de la vida: gran árbol de los mantenimientos.

Finalmente, en el centro del país, concentrados en la abigarrada Ciudad de México y diseminados en sus inmediaciones, es donde se encuentran, cabría decir, los ahuehuetes tal vez más explícitamente, más documentadamente, históricos que reflejan, como en un álbum de fotografías, momentos e instantáneas de la vida precolombina, de la conquista, de la época colonial o novohispana, y del intenso siglo xx.

Al oriente de la Ciudad de México se irguió lo que fue un inmenso bosque de ahuehuetes plantado durante la época precolombina. Cerca de la ciudad de Texcoco se erige el Parque Nacional El Contador, que constituye un atisbo del gigantesco rectángulo de ahuehuetes que mandó plantar, en el siglo xv, el gobernante Nezahualcóyotl en el palacio que allí tenía, y que constaba de dos mil árboles. El viajero Brantz Mayer visitó en 1847 el lugar y anotó: «No hay duda de la gran antigüedad de estos vestigios, y me sorprendió que el interior del rectángulo de los cipreses [ahuehuetes] fue alguna vez un estanque o la imitación de un lago; su agua provenía del vecino lago de Texcoco; el conjunto integraba los jardines de suntuosos reyes».[18] Entonces sólo había quinientos ahuehuetes. Hacia 1970 —el manto freático terminó por extinguirse— ya no existieran ahuehuetes vivos, de esa edad, en el lugar.[19] En las iglesias coloniales del vecino pueblo de Atenco aún pervive su madera, incorporada en la ornamentación.

Ya dentro de la Ciudad de México, también se le atribuyen a Nezahualcóyotl los ahuehuetes sembrados en el bosque de Chapultepec. Algunos muy bellos ejemplares crecen al borde del lago principal, inclinando sus ramas sobre la orilla del agua y reflejando su silueta vencida sobre la superficie. Nezahualcóyotl, quizá invitado por Moctezuma, soberano de Tenochtitlan, se dice, plantó los árboles. El conocido como el «Sargento», que se secó a una edad de setecientos años, es hoy un monumento del parque, con los colores de su madera al descubierto caída ya la corteza y el tronco estatuario —verdadero trípode invertido— recortado contra el azul del cielo. Pero Chapultepec aún esconde, vivos, ahuehuetes aún más antiguos, que superan los ochocientos años.[20]

Enorme es el ahuehuete que se yergue al norte de la ciudad, en Azcapotzalco. Se bifurca apenas dos metros sobre su base en ramas de proporciones desmesuradas, y algunos pobladores cuentan que fueron los tepanecas quienes lo sembraron. Mirando el trasluz del sol a través de su copa, dijo, pensativa, una mujer: «¡Lo que habrá visto este árbol, lo que habrá conocido! Son los abuelos, de los abuelos, de nuestros abuelos quienes lo vieron crecer». Se alza, presidiendo la plaza, junto a la bella capilla, del siglo xvii, del barrio de Santa Catarina.

El «Árbol de la Noche Triste» es tal vez el ahuehuete históricamente más conocido. Aún vivo y reverdeciendo en el cuadro de José María Velasco de 1885, aparece hoy seco, sus ramas en una estética encrespada, en la calzada México-Tacuba, constreñido tras una reja. Pero la pintura de Velasco plasma un retrato más evocador que el de cualquier fotografía: el retorcido y corto tronco, con su oquedad, sin copa, enhiestas las escuetas ramas. Su edad alcanzó los quinientos cincuenta o seiscientos años.[21] Escrita por Bernal Díaz de Castillo quedó la reacción de Hernán Cortés frente al árbol —el ahuehuete de Tacuba, según se dice, que crecía en una calzada levantada sobre las aguas del lago—, la noche del 1 de julio de 1520, después de su derrota a manos del ejército mexica.[22] La imagen quedó indisolublemente ligada al episodio y a la silueta, indescriptible, del árbol.

El Sur, que es casi otra ciudad, de la ciudad, donde reina mayor humedad, es hogar de verdes ahuehuetes. Las calles empedradas y la zona de casas coloristas de Coyoacán alberga varios: en la plaza central, calles laterales —algunos de doscientos cincuenta años–, en los viveros de Coyoacán, en la ribera del río Magdalena, hundiendo sus raíces en las aguas, o en el parque Frida Kahlo, jardín algo escondido entre amplias bardas… Y también, en ese mismo Coyoacán, y en curioso complemento, en el Museo Diego Rivera-Anahuacalli. El pintor concibió este edificio piramidal comulgando arte moderno y estética precolombina, museo para sus figurillas prehispánicas y obra artística habitable. Irrumpe entre los paisajes volcánicos fraguados con la erupción del Xitle, enclavado en un entorno de lava. En la segunda planta hay bocetos de los murales del pintor. Y la parte alta es una terraza con vista panorámica al extremo sur de la ciudad y al terreno que ocupa el museo, tupido de ahuehuetes y pozos de agua.[23]

En el límite de la capital, Xochimilco alberga, además del «Sabino de San Juan», un ahuehuete distintivo, autorreferencial, tal vez consciente de su propia identidad, criatura arbórea entre perros xoloitzcuintles y pavos reales, en el amplio jardín del que ha sido considerado como «el museo más mexicano», el Dolores Olmedo.

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