POR JASPER VERVAEKE
Fotografía de Fausto Cabrera. Marianella y Sergio frente a la Ciudad prohibida

No cabe duda: en la memoria de Juan Gabriel Vásquez, el 2021 se grabará como el año en que acabó llevándose el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa. Tras quedar finalista en 2014 y 2016, con Las reputaciones y La forma de las ruinas, respectivamente, en septiembre pasado el escritor colombiano recibió el galardón por su novela más reciente, Volver la vista atrás. 

—Fue una gran satisfacción: por compartir una lista con colegas que quiero y admiro, por el jurado que escogió el libro y por el nombre que lleva el premio —me escribió Vásquez en noviembre—. La obra de Vargas Llosa tuvo una influencia enorme en mi idea de lo que hacen las novelas: la novela no como huida del mundo, sino como intervención y exploración del mundo. Pero casi diría que fue todavía más importante para mi vocación su manera de asumir el oficio de novelista. En La orgía perpetua, en El pez en el agua y en docenas de ensayos y entrevistas, Vargas Llosa transmite una idea del oficio que pasa por la disciplina, la consagración total, el sacrificio de todo lo que estorbe a la escritura, la construcción de una vida donde la literatura sea el centro. Ese ejemplo fue definitivo para mí. 

Tomando en cuenta las dos nominaciones anteriores, en un sentido más amplio el premio puede considerarse como un reconocimiento de la trayectoria de Vásquez de los últimos años. Además, en la estela de Volver la vista atrás el novelista está por publicar Los desacuerdos de paz, un volumen de artículos periodísticos escritos con motivo del proceso de paz colombiano. Fue de todo eso de lo que conversamos durante un encuentro virtual a mediados de 2021. 

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Vestido con una camisa blanca arremangada y sin cuello, Juan Gabriel Vásquez aparece relajado en la ventana de video de mi portátil. Detrás de su cabeza se vislumbra un pequeño cuadro que resulta contener una foto o una pintura de un girasol. Por lo demás, nada en el trasfondo permite identificar el lugar donde se encuentra: una pared blanca, un radiador también blanco y una ventana cerrada por la que se filtra una luz lo suficientemente clara como para sugerir un día soleado.

Vásquez no está en su casa, en Bogotá, sino en Berlín, impartiendo un curso de literatura en la Freie Universität. El compromiso databa de antes de la pandemia, y en algún momento la universidad le propuso cancelarlo, porque aunque el escritor se acercara a Berlín, las clases serían virtuales. Pero Vásquez, que de todas formas viajaría a España para promocionar su nueva novela Volver la vista atrás, aprovechó agradecido la oportunidad de salir del confinamiento colombiano. 

Volver la vista atrás se publicó en diciembre de 2020 en Colombia y en febrero de 2021 en España. La novela, de cuatrocientas setenta y cinco páginas, cuenta algunas etapas cruciales de la intensa vida del cineasta colombiano Sergio Cabrera. Siendo a la vez crónica familiar de los Cabrera y Bildungsroman de Sergio y su hermana Marianella, el relato de no ficción se reparte entre tres continentes, permitiéndole a Vásquez no sólo revisitar algunos de los escenarios que marcaron su propia vida y obra, entre ellos Barcelona y París, sino descubrir espacios nuevos, tales como la República Dominicana y, ante todo, la China de Mao. Más que nada, el novelista aprovecha la historia de los Cabrera para entrelazar algunos de los grandes conflictos del siglo veinte, desde la Guerra Civil española y el exilio republicano en América hasta la Revolución Cultural en China y el florecimiento de las guerrillas latinoamericanas. 

En las partes que se sitúan en Colombia Vásquez confirma su determinación de iluminar los episodios oscuros de la historia nacional, indagando finalmente en el largo conflicto armado interno: desde 2016, año de los polémicos Acuerdos de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo, la novela nos lleva de vuelta a los sesenta y setenta, cuando tanto Sergio y Marianella como sus padres Fausto y Luz Elena se incorporan a la guerrilla del Ejército Popular de Liberación. El vaivén entre presente y pasado, los choques entre la historia y el individuo y las tensas relaciones familiares hacen de Volver la vista atrás un libro profundamente vasquiano. 

Juan Gabriel Vásquez y Sergio Cabrera se conocieron a principios de siglo, cuando ambos estaban viviendo en Europa y solían toparse en eventos dedicados a la cultura colombiana. Así nació una amistad que al principio era distante. 

—Hasta que yo volví a Colombia en el 2012 —recuerda Vásquez—. Sergio había regresado unos años antes. En Bogotá vivíamos muy cerca y teníamos amigos en común, de manera que empezamos a vernos con cierta regularidad en reuniones de amigos, en cenas con una copa de vino. Fue allí donde la conversación iba saliendo espontáneamente. 

En una de esas cenas Cabrera mencionó de paso que durante sus años de estudiante de secundaria en China había formado parte de los Guardias rojos movilizados por Mao Zedong. 

—Sergio es una persona tremendamente tímida, y esas anécdotas me permitían pensar que detrás de su fachada visible se escondía una cantidad de experiencia impresionante. Uno de esos días le dije que me gustaría saber más. No sé por qué: llamémoslo instinto. Así comenzamos a hablar, todavía de manera informal.  

Al poco de empezar las conversaciones con Vásquez, Cabrera recibió una oferta de la Sony de China. Le propusieron que imaginara una historia de ficción basada en sus años en China, con el propósito de convertirla en una película. 

—Lo primero que hizo Sergio —cuenta Vásquez— fue pedirme a mí que inventara la historia. Éste fue el primer objetivo claro con el que nos sentamos, grabadora de por medio, para hablar de su vida. Escribí el argumento, este momento del desarrollo de un guion que consiste en contar una historia en cuatro páginas en prosa, sin ningún adorno. Inventé la historia de un libretista de telenovelas colombiano que es invitado a China para enseñarles a los chinos a escribir telenovelas. Estando allá, su padre muere en Colombia, y el libretista usa el pretexto de la estancia en China para no ir al entierro. Escribí este argumento en el año 2014. 

—Y dos años después, en 2016, el padre de Cabrera muere de verdad. 

—Sí, y en aquel momento Sergio estaba en Lisboa. Le escribí un WhatsApp para decirle que sentía mucho la muerte de su padre. Se demoró tres o cuatro días en contestarme, y eso era raro. Cuando me respondió, me dijo: «siento mucho haberme tardado tanto en responderte, pero he estado muy impresionado en estos días, porque mi comportamiento ha sido exactamente el que tú escribiste en tu argumento. Es muy curioso cómo la realidad imita la ficción.»

El cineasta decidió no ir al entierro con el pretexto de asistir a una retrospectiva de su obra en Barcelona, y este episodio real terminaría siendo el punto de partida de Volver la vista atrás. Pero tuvieron que pasar otros cuatro años para que Vásquez se pusiera a escribir la novela.

—Desde el principio el proyecto me había causado unas dudas terribles. No estaba seguro de que hubiera un libro allí, y si lo había, no sabía si valía la pena contarlo, y si valía la pena contarlo, no sabía si meterme en el lío de contar una vida como guerrillero, que podía causarme incomodidades en un país tan complicado y lleno de odio como lo es Colombia. Es que mientras yo estaba hablando con Sergio, de su vida como guerrillero, el país estaba llevando las negociaciones de paz, y acabó totalmente polarizado. 

Mientras tanto, a otro escritor colombiano, Santiago Gamboa, amigo de Vásquez desde sus años parisinos, se le ocurrió la misma idea de hacer un libro basado en las experiencias de Cabrera. Gamboa también es amigo de Cabrera, y en el otoño de 2019 los dos viajaron juntos por la zona cafetera. Fascinado por las historias de Cabrera, al regresar del viaje Gamboa llamó a su editor colombiano para contarle acerca de su proyecto.

—El editor de Colombia se entusiasmó mucho —cuenta Vásquez—. No sabía nada de mi proyecto, y llamó a Pilar Reyes, la directora editorial de Alfaguara en Madrid, para decirle que Santiago iba a escribir un libro sobre Sergio Cabrera. Pilar es mi editora desde hace veinte años, pero además es mi amiga, y sabía de mi proyecto. Así que le dijo: «Es imposible, porque Juan Gabriel lleva siete años trabajando en ese libro». Entonces Santiago, de manera muy caballerosa, abandonó el proyecto y puso a mi disposición todo lo que había investigado, todo lo que sabía.

Fotografía de Sergio Cabrera pocas semanas después de salir de la guerrilla. Ya en el exilio. 1972

Para entonces ya corría el año 2020 y Vásquez sólo llevaba escritas veinte páginas que no terminaban de convencerle. Había perdido su entusiasmo por el proyecto, pero la situación con Gamboa le obligó a reanudarlo y, en caso de no lograr llevarlo a buen puerto, dejárselo a su amigo. Finalmente fue Vásquez quien escribió el libro. Contrariamente a lo que se podría esperar, en Volver la vista atrás no hay rastro ni de la amistad con Cabrera ni de la situación delicada con Gamboa. Es que en su novela anterior, La forma de las ruinas (2015), Vásquez no sólo relata los resultados de sus pesquisas acerca de los magnicidios de los políticos colombianos liberales Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán, sino que nos lleva de la mano en la investigación, incorporando los (des)encuentros entre el narrador y su personaje principal.  

—Trato que cada libro sea una especie de revolución contra el libro anterior. Pero la razón más importante es que en algún momento comprendí que la estrategia que le convenía a Volver la vista atrás era una desaparición casi total del narrador. Uno de los grandes temas de la novela es la educación ideológica y sentimental de los jóvenes Sergio y Marianella, y la única manera de contar eso era metiéndome en la sensibilidad de esos personajes y ver el mundo desde ellos. Para hacer eso yo tenía que desaparecer como crítico y comentador y dejar que el libro se contara a sí mismo a través de la conciencia y experiencia de sus personajes. 

«Según me lo contó él mismo, Sergio Cabrera llevaba tres días en Lisboa cuando recibió por teléfono la noticia del accidente de su padre». Así reza la primera frase de Volver la vista atrás. Excepción hecha del epílogo, que comienza con la misma fórmula —«según me lo contó él mismo»— la primera persona del narrador no se explicita en ningún otro momento. Sólo asoma, pues, dos veces, y ni siquiera en posición de sujeto, sino de objeto indirecto, de destinatario de la historia, un cambio de perspectiva sutil que sin embargo encierra toda una visión sobre el arte de escuchar y narrar. Explica Vásquez:

—Es una manera de delatar la presencia de un testigo, de avisarle al lector: «Esta historia no está sucediendo ante sus ojos, como sucede La guerra y la paz o Cien años de soledad. Esta historia tiene una conciencia central que organiza el material para entregárselo a usted, lector». Es una especie de declaración de principios, que también tiene como intención recordarle de manera indirecta al lector que va a leer una historia real. Supone un equilibrio muy delicado entre reconocer la presencia de una conciencia que organiza el material, e intentar que esta conciencia no intervenga, sino más bien se funda en un acto –llamémoslo así– de imaginación moral. 

El resultado, insiste Vásquez, no es una biografía novelada de Cabrera, porque su libro no tiene ninguna pretensión de ser exhaustivo. Se concentra en la prehistoria familiar de Cabrera y su juventud y adolescencia: nada nos cuenta de su vida pública de cineasta, de sus éxitos, como La estrategia del caracol (1993), en la que participa su padre, el actor Fausto Cabrera (1924-2016). En este aspecto Volver la vista atrás recuerda a Vivir para contarla, la autobiografía de Gabriel García Márquez, que sólo cuenta acerca de su familia y sus años de formación y termina cuando el joven escritor apenas empieza a perseguir su vocación. Como para decir que basta con eso, porque entre la ascendencia y la adolescencia se determina el sentido de una vida. 

—García Márquez sí quería escribir un segundo y un tercer volumen de sus memorias —precisa Vásquez—, pero no lo hizo, en primer lugar por razones de salud, pero también porque se dio cuenta de que el segundo volumen iba a ser una especie de inventario de nombres famosos, que sólo se podía leer como un ejercicio de arrogancia y namedropping. Pero sí, es muy bella la idea de que los años de formación contienen, como una cápsula, la vida entera.

Si las experiencias de los jóvenes Sergio y Marianella Cabrera en la China maoísta y la guerrilla colombiana llegaron a fascinar tanto a Vásquez, es porque entroncan con la pregunta que ha venido haciéndose desde Los informantes (2004): ¿Cómo la historia —la política, las ideologías, los grandes movimientos sociales— moldea nuestras vidas privadas? La diferencia estriba en que mientras que en sus novelas anteriores los personajes tratan en vano de escapar de las fuerzas históricas, aquí los mueve la voluntad de participar en la revolución mundial.

—Es una distinción interesante. Sí, es verdad eso. Sin embargo, creo que uno de los grandes temas de Volver la vista atrás es el cuestionamiento de la idea de que nuestras vidas las decidimos nosotros. El libro trata de explorar cómo una decisión que toma Sergio en el año 1969, a los diecinueve años, es el producto de un largo proceso familiar, emocional, político, que él ha heredado sin darse cuenta. Por eso la novela incluye el pasado del padre y del tío Felipe: Felipe Díaz Sandino, héroe de la aviación republicana. Cuando Sergio entra a la guerrilla en 1969, esa decisión sólo en parte la toma él. En parte también la tomó su tío Felipe cuando se rebeló contra Franco; en parte también la tomó la mitología de la familia, que escogió este lema para su escudo: «Vive la vida de suerte que viva quede en la muerte». 

La fuerza dramática de Volver la vista atrás deriva de los personajes de Sergio y Marianella, dos jóvenes desgarrados entre el compromiso revolucionario y sus deseos personales. El adoctrinamiento ideológico hasta los lleva a sacrificar o posponer el descubrimiento del amor. De este modo, con la Guerra Fría como telón de fondo, Sergio y Marianella personifican el conflicto interior entre la autodeterminación y la lealtad a los ideales impuestos por una doctrina totalitaria. 

—La vida de Sergio me dio todas las estructuras y metáforas que necesitaba, sólo había que verlas. Cuando yo se lo comentaba a Sergio, resultaba que él no se había dado cuenta. De este modo, el libro se convirtió en la lectura de una vida ajena, que iba más allá de lo que Sergio me estaba contando. Por eso también defiendo la idea de este libro como una novela, en el sentido de que lo que hice fue un ejercicio de interpretación de otra persona.

Una de las cosas de las que Vásquez se dio cuenta era la extraña coincidencia, en octubre de 2016, de todas las crisis de Cabrera: sus problemas matrimoniales, la muerte de su padre y su crisis como ciudadano colombiano a raíz del referendo en que la población rechazó los Acuerdos de paz. 

—En ese mismo momento lo invitan a una retrospectiva de sus películas en Barcelona. Es decir, la metáfora era una cosa que uno no hubiera podido inventar mejor. Lo que hago es usar la coincidencia de las crisis para fingir, en el sentido etimológico de la palabra, un acto de memoria, es decir para modelarlo. Además, en Barcelona se encuentra con su hijo Raúl, de dieciocho años, de manera que hay una especie de transmisión de la memoria. Desde luego, a mí nadie me ha dicho que Sergio se haya pasado los días en Barcelona recordando toda su vida. Esto no ocurrió así. Es mi interpretación novelística de su situación.  

En Volver la vista atrás Vásquez prosigue, pues, su exploración narrativa de los mecanismos de la memoria. Mientras que en El ruido de las cosas al caer (2011) los recuerdos de los años del narcoterrorismo surgen proustianamente, a partir de percepciones sensoriales, la nueva novela nace de un acto de memoria voluntaria por parte de Cabrera.

—Siempre me ha parecido un espectáculo maravilloso el de una persona que se sienta, con una taza de café en la mano, con la tarea de recordar cosas para que otro las convierta en algo permanente, tan permanente como puede ser un libro. En el caso de esta novela era doblemente conmovedor, porque eran cosas que Sergio y Marianella se habían pasado la vida tratando de olvidar. Sobre todo Marianella, que vivió todo eso con mucho trauma. Es admirable, necesita de mucho coraje.

—Pero si te dispusiste a escuchar sus historias y a dedicar años de tu vida tratando de darles forma, imagino que fue también porque de alguna manera te reconociste en ellas. ¿Hasta qué punto la novela es, también, autobiográfica?

—El libro es inseparable de mi propia evolución como ciudadano colombiano testigo de las negociaciones de paz, de la frustración que sentíamos todos los que defendimos el proceso. A lo largo de nuestro gran debate nacional muy polarizado y agresivo, yo me iba dando cuenta de que lo que estaba haciendo la sociedad colombiana era negociar una versión del pasado. Cada lado político contaba su historia, que era completamente irreconciliable con el relato que el otro lado daba de los mismos sucesos. Era un país dividido a lo largo de fronteras narrativas. Y esto, que para mí era fuente de mucha preocupación, también me parecía profundamente fascinante como narrador.

El espacio que solía aprovechar Vásquez para ventilar sus opiniones políticas y sociales, era su columna semanal en el periódico colombiano El Espectador. Sin embargo, la abandonó en 2014, convencido de que el género de la novela permitía explorar la realidad colombiana de manera mucho más abarcadora.

—Estaba corriendo el riesgo de que mi presencia pública desplazara mis novelas, que son lo que me importa. Lo que pasó es que la realidad colombiana es muy terca. En el 2016 el desarrollo del debate colombiano, la inmensa cantidad de mentiras que lanzaban los enemigos de los acuerdos, la zozobra que estaba viviendo el país, de alguna manera me obligó a volver a participar en la conversación pública. Como la mafia para Michael Corleone, ¿verdad? Yo pensaba que estaba fuera, but they pulled me back in.

Si bien sus intervenciones en la prensa acerca del proceso de paz no fueron tan regulares como las de otros intelectuales, ni quiso nunca aventurarse en el tiroteo de las redes sociales, Vásquez nunca dejó de participar en el debate. Últimamente ha estado recopilando todos los textos periodísticos escritos desde el anuncio de las negociaciones en el 2012. Están por aparecer bajo el título de Los desacuerdos de paz: artículos y conversaciones (2012-2022). 

—Descubrí que escribí unas ciento cincuenta páginas, entre columnas para El Espectador, El País y The Guardian, y conversaciones con el jefe del equipo negociador Humberto de La Calle, el entonces presidente Juan Manuel Santos y la artista Doris Salcedo. 

—Pero finalmente, tus intervenciones y las de muchos otros defensores de los acuerdos no pudieron evitar que en el referendo ganaran los enemigos de la paz. ¿No conlleva una decepción sobre el poder de una columna bien pensada y escrita, frente a la propaganda que circula en las redes sociales?

—Sí, una decepción por la inocencia de pensar que una columna importa para otros tanto como para mí. La gran revelación del referendo, para los periodistas, fue ésta: si una opinión más o menos informada, desarrollada en frases y párrafos, tuviera realmente algún impacto, el sí hubiera ganado. Porque el noventa por ciento de los que opinaban en la prensa colombiana apoyaban la paz. La conclusión es que una columna de opinión tiene muy poco peso en los resultados tangibles. ¿Quiere decir esto que no valga la pena escribirla? No. Esta opinión igual está formando la percepción del mundo de mucha gente, lo que pasa es que esta gente no va a ser nunca la mayoría.

En Volver la vista atrás los lectores vivimos la decepción por el rechazo de la paz desde la perspectiva del Cabrera maduro. Pero es tan solo uno de los muchos puntos de vista narrativos, históricos y geográficos desde donde la novela examina el conflicto armado, razón por la cual se deja leer como la verdadera respuesta de Vásquez al proceso de paz. Una respuesta paciente y profunda que se opone diametralmente a las verdades fugaces y fáciles de Twitter y Facebook. 

Siempre he creído en la ficción como el lugar donde le damos entrada a todas las versiones, todos los relatos de nuestro pasado. Ninguna otra manera de explorar el territorio del pasado nos lo revela como lo hace la ficción.

Para el escritor de ficción, o al menos para el escritor de ficción que es Vásquez, cada novela nueva implica una nueva búsqueda de la forma adecuada para el material narrativo en cuestión. La fluidez con que se leen las casi quinientas páginas de Volver la vista atrás da la impresión de que esta vez, la búsqueda de la forma y el proceso de escritura han sido menos arduos que de costumbre. 

—La búsqueda de la forma fue tremendamente ardua, hasta que la encontré. Desde aquel momento fue como subirme en una canoa que avanza sola sobre la corriente. No pasaba con mis otros libros, cuyo proceso de escritura siempre iba acompañado de una incertidumbre constante sobre la forma, sobre los momentos en que era útil aparecer como narrador para contar la historia del propio libro que estamos leyendo. En esta novela, a partir del descubrimiento de ese narrador que escucha y organiza sin intervenir, todo anduvo con una fluidez que yo nunca había conocido.

Las circunstancias personales y sociales contribuyeron a que Vásquez escribiera Volver la vista atrás en una especie de trance, en días de doce, catorce horas de trabajo, en apenas nueve meses. Tras redactar las primeras páginas a finales de enero de 2020, siguió trabajando en el manuscrito durante un viaje a Portugal, viaje del que volvió contagiado de COVID-19. 

—Mi propia enfermedad, unida a la cuarentena que comenzó dos o tres semanas después en Colombia, lo cambió todo. Me generó un aislamiento tan radical, y una sensación de concentración tan potente, que lo sentí como una experiencia absolutamente novedosa. Nada parecido me había ocurrido antes.

Con el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa Vásquez cierra una década productiva y exitosa que le trajo seis obras —las novelas El ruido de las cosas al caer, Las reputaciones, La forma de las ruinas y Volver la vista atrás, el volumen de ensayos Viajes con un mapa en blanco y el libro de cuentos Canciones para el incendio— y varios reconocimientos prestigiosos. El Premio Alfaguara, que recibió en 2011 por El ruido de las cosas al caer, supuso un paso decisivo en su consagración como escritor, permitiéndole, de allí en adelante, vivir de la pluma. 

—El cambio en mis circunstancias de trabajo fue del cielo a la tierra. La libertad de poder vivir de mis libros es un privilegio enorme que no dejo de agradecer. 

—¿Y en esos diez años ha cambiado tu idea del oficio?

—De puertas para adentro nada ha cambiado: sigo luchando con las historias, con las palabras, con la página que estoy escribiendo, sobre todo cuando se trata de una novela compleja, que me parece una de las empresas intelectuales más difíciles a las que se puede dedicar un ser humano. Entiendo muy bien algo que pasó durante esos años, el lento retiro de un escritor que para mí es importantísimo: Philip Roth. Ahora que estoy leyendo su biografía, me entero de que en algún momento sintió que por desgaste, su cabeza ya no era capaz de contener todo lo que tiene que contener la cabeza para escribir una novela larga y compleja. Y empezó a escribir una serie de novelitas pequeñas. 

En el caso de Vásquez tal momento parece situarse en un futuro lejano, difícil de imaginar. Es que en Volver la vista atrás se le siente en tan buena forma que hace sospechar que falta mucho para que llegue a la cúspide de sus capacidades. 

—Una cosa que también agradezco —dice con un centelleo en los ojos—, es no haber perdido la pasión por mi vocación, no haber sido secuestrado por el cinismo en que han caído tantos de mis contemporáneos: «¿para qué escribo si nadie lee, si ya todo está dicho?», o «el mundo es un conspiración en contra mía», o «el mundo del libro es corrupto, es un supermercado». 

Juan Gabriel Vásquez para un momento. Apoya la barbilla en la mano, la mano en la mesa invisible, y aparta la vista de la cámara, como volviéndola atrás mentalmente. Concluye:

—Si ha habido alguna transformación que empiezo a notar, es una cierta idea del compromiso del novelista. Antes nunca había logrado separar la idea del compromiso de la vieja idea de los años cincuenta y sesenta, en la que el novelista es un militante de ciertas causas. Y eso me generaba una cierta desconfianza, un cierto escepticismo. Ahora he comprendido que hay otra manera de entender el compromiso, que es una decisión consciente de usar la novela para intervenir en el mundo, para meter las manos en el barro de la realidad. Un compromiso con algo que puedo llamar el conocimiento. Sí, la novela es una forma de conocimiento. La idea de la novela, de la ficción y la imaginación, como un vehículo para llegar a una cierta verdad sobre el ser humano, no es necesariamente aceptada hoy en día. En esto también me siento irremediablemente anacrónico. La ficción es una forma de conocimiento porque ilumina una verdad, aunque sea una verdad ambigua, múltiple, nada taxativa, nada dictatorial. Son términos en los que hablaba Chéjov, o Tolstói, o Dostoievski, y que ya han pasado de moda. A mí, en cambio, me siguen guiando todos los días.