A Susana González Aktories
Al sur de la ciudad de México, en Xochimilco, se encuentra el Museo Dolores Olmedo, una antigua hacienda del siglo xvi transformada en hogar de una ecléctica colección de arte, en la que cuadros de Diego Rivera, Frida Kahlo y Angelina Beloff conviven con exquisitas piezas de cerámica, vidrio, máscaras, lacas, catrinas y judas de cartón.
Al igual que sucede en las salas en las que se celebra la ceremonia del té japonesa, donde un pequeño patio o jardín actúa como antesala y ayuda al recogimiento de quien va a participar en ella; es el jardín del museo el que parece preparar al visitante para un profundo encuentro con la cultura mexicana.
Desde la entrada al recinto —un portón de madera aherrojada, enmarcado en piedra volcánica y coronado por una inmensa mata de buganvilla— hasta la casa principal, un camino parte en dos el inmenso parque.
La primera impresión es la de haber penetrado en el jardín del paraíso. Sobre el césped bien cuidado, la belleza de las flores y la gran variedad de árboles nos dan la bienvenida, inyectando en el recién llegado el invisible suero de la felicidad.
Avanzamos sin prisa por el camino, flanqueado por setos recortados, hacia la casa. Hasta que, de pronto, se produce una enorme tensión, como si hubiéramos caminado por el filo de una realidad mucho más compleja que de pronto se revelara ante nosotros.
Uno de esos dos hemisferios en los que el camino divide el jardín, el hemisferio izquierdo, está poblado de pavos reales; en el otro, el hemisferio derecho, hacen su aparición los ejemplares de xoloitzcuintle, el perro prehispánico, hoy en peligro de extinción, que la gran coleccionista mexicana decidió criar y proteger.
El xoloitzcuintle es un perro inquietante que se caracteriza por carecer de pelo. Parece un animal estigmatizado, un perro que estuviera expiando una culpa. Para muchos es la encarnación de la fealdad; por el contrario, para otros, su extrema diferencia, su singularidad, le otorga una extraña belleza.
Sin duda, este perro no puede desligarse de toda la literatura que le precede, aunque su apariencia baste para comprender el nacimiento de las leyendas. La fuerza magnética de este animal detiene el paso de quien lo contempla por primera vez. Su sola presencia nos interroga, su desnudez nos desnuda.
Cuando Hernán Cortés llegó a Tenochtitlán, en 1519, se refirió a unos «pequeños perrillos» que «se criaban como alimento» y que se vendían en los mercados callejeros junto a frutas y hortalizas. ¿Se comería este perro de connotaciones sagradas?
El xoloitzcuintle acompañaba a las almas de los difuntos cuando descendían al inframundo, que en la mitología azteca recibía el nombre de Mictlán. Enterrado junto al muerto, el xoloitzcuintle lo guiaba en el largo y difícil viaje.
En realidad, este perro parece haber nacido bajo tierra. «Izcuintle» en lengua náhuatl significa «pequeño»; Xólotl es el dios del ocaso. ¿Pequeño ocaso? ¿Pequeña muerte? ¿Es el xoloitzcuintle una representación viva de la muerte?
Hijo o compañero de la muerte, más que un mamífero adulto al que un sufrimiento extremo hubiera desposeído de su pelaje, el xoloitzcuintle hace pensar en un eterno recién nacido, un animal en peligro permanente, expuesto a las inclemencias del tiempo, desprotegido ante la quemadura del sol o el frío que desciende de la luna.
La pura piel del xoloitzcuintle remite al interior, a la desolladura, a la fragilidad de la vida. La falta de pelaje hace que el xoloitzcuintle pierda calor corporal y, para equilibrar esa balanza de la temperatura, el termómetro del animal marca los cuarenta grados centígrados. Al menos para nosotros, el xoloitzcuintle vive en estado de fiebre.
Al otro lado del camino, en el hemisferio izquierdo del jardín, los pavos reales se pasean, majestuosos, con toda la calma del mundo. De vez en cuando, un macho despliega su espectacular abanico y parece producirse un cambio de estación, como si su extraordinario plumaje fuera capaz de convocar un solsticio.
También la carne del pavo real fue un preciado alimento. Aunque, en su caso, lo vemos presidir las mesas de los banquetes, en la antigua Roma. Seguramente, era imposible disociar ese sabor del ideal de belleza que representaba y quizá por eso fuera alimento de los héroes o de los amantes.
El pavo real ejerce una fascinación completamente distinta a la del xoloitzcuintle. Quizá el ojo humano sufra, asimismo, al contemplar esta ave, incapaz de fijarse en un punto, de anclarse en la marejada de verdes, oro y azules que se levanta en su plumaje: es el vértigo de la belleza, que la mitología india convierte en representación del firmamento. Los ocelos del plumaje del pavo real son demasiados ojos para nuestros ojos, ojos de una multitud fría que nos contempla y nos desnuda de una forma muy diferente a la del xoloitzcuintle.
Junto al xoloitzcuintle, pura interioridad, el pavo real parece apelar al exterior, ser pura exterioridad. El ave desaparece bajo ese camuflaje iridiscente y nos cuesta encontrar la entrada a su ser más profundo.
Sin embargo, hay algo que milagrosamente equilibra esta lucha entre contrarios. A fuerza de mostrarse, el xoloitzcuintle termina por desaparecer; a fuerza de ocultarse, el pavo real aparece. Del mismo modo, fealdad y belleza resultan de pronto intercambiables y van de un lado al otro del jardín. Ahora nos encontramos ante un solo misterio compartido.
Dicen los conocedores del cante jondo que el grito con el que se abre la seguiriya —quizá el palo flamenco más antiguo— parte el mundo en dos mitades. Sin duda, ese grito remite al grito que damos al nacer y que divide el paisaje de la vida en luces y sombras, calor y frío.
El jardín del paraíso quedó también dividido en dos hemisferios con ese grito.
A un lado los xoloitzcuintles; al otro, los pavos reales. Esperé largo tiempo para escuchar, a un lado, los ladridos del perro; al otro, los graznidos del ave.
La cadena de ladridos cavaba en el aire, hincaba la pala, una y otra vez en un cielo de tierra; el graznido lanzaba una bengala de sonido, una llamada de auxilio al más allá.
En mitad del camino, hasta entonces una muralla de silencio, se vio convertida en la profunda experiencia del escalofrío: calor entreverado de frío, también en el oído.
ORGANILLOS, ORGANILLEROS
A Margo Glantz y Myriam Moscona
A finales del siglo xix desembarcaron en México los primeros organillos. Impecablemente barnizados, con sus vientres preñados de música; los imagino, todavía en la bodega de un barco, en sus cajas de embalaje en las que se lee «Wagner & Leiven, Berlín», despertando en el puerto de Veracruz, junto a otras mercancías que llegaban de Europa; quizá ya afectados por la larga travesía y una enfermedad todavía inaudible.