Durante mi primer viaje a México, en el año…, me vi sorprendida por la profusión de organillos y organilleros apostados en cada esquina del centro histórico de la ciudad. Casi siempre trabajando en parejas. Mientras el organillero, también conocido en México como el «cilindrero», tocaba incesantemente una tonada, su ayudante pedía dinero con la gorra de plato de lo que un día fue un uniforme, color café con leche, y que, según me dijeron, era un homenaje a Pancho Villa.

Llamaba la atención hasta qué punto el organillo estaba desafinado. En realidad, todos los organillos lo estaban. Reconocías las melodías, muy populares, y sufrías con la extraña hibridación que se producía entre las notas desafinadas y el ruido del tráfico, casi hermanadas en el caos.

Era imposible no sentir piedad por el oído del organillero, condenado a escuchar una y otra vez aquella melodía desafinada, aunque ¿hubiera sido distinto de haber sonado ésta con afinación? Lo cierto es que recordaba a los organilleros en las verbenas más populares de Madrid, como esclavos, atados a un instrumento; incluso con su uniforme alegre, tan distinto de éste —su gorra chulapa con visera, su clavel en la solapa y su pañuelo al cuello—, siempre asocié la mano en el manubrio con el animal que gira en círculos para recoger agua en los cangilones de una noria. Y la verdad es que el aire ausente con el que el organillero daba vueltas a su manivela parecía decir que, efectivamente, las notas afinadas hubieran constituido también una cárcel. Incluso llegué a pensar que tal vez la cárcel sonora que el instrumento tenía que representar para el organillero y su ayudante encontrara en las notas desafinadas una sucesión de puntos de fuga. Quizá aquellos pasajes donde la melodía se volvía menos reconocible actuaban como un espacio de la jaula en el que los barrotes estaban un poco más separados entre sí, el hueco para una posible evasión.

 

Regresé a México ocho años más tarde. Quizá durante ese tiempo alguno de los cilindreros más viejos había pasado el testigo a un hijo o un pariente más joven. Pero ahí estaban, apostados en las mismas esquinas, aunque ahora, a pesar de que las melodías seguían reconociéndose, me pareció que el instrumento sonaba aún más desafinado. Y una vez más pensé en la cárcel sonora, en los barrotes de las notas, si bien, de nuevo, me sorprendió la ausencia de expresión en el rostro del organillero y de su compañero. Ningún rictus, nada que pudiera expresar malestar, como si el cilindro del interior del organillo fuera una barca en la que ambos estuvieran instalados y las notas —las afinadas y las desafinadas— fueran las crestas y los valles de un oleaje al que se hubieran acostumbrado ya hacía mucho tiempo. Sólo los transeúntes, quienes subíamos a esa barca durante un corto espacio de tiempo, podíamos marearnos y desear desembarcar en el primer puerto. Como los pescadores de altura, ellos estaban anestesiados ante ese vaivén.

 

Cuatro años después, viajé a México por tercera vez. Mi encuentro con los organilleros en la maravillosa plaza de Coyoacán me deparó una enorme sorpresa. Durante un tiempo intenté reconocer la melodía que interpretaban a escasos metros de la mesa donde me encontraba sentada. Por primera vez, no pude discernir las ruinas de la melodía que estaba escuchando, ¿melodía?

¿Era posible que en ese plazo de tiempo las notas desafinadas hubieran superado en número a las afinadas y que se hubiera creado una especie de antimelodía? ¿Y esa antimelodía sería producto del azar?

Pensé en las más de veinte mil púas, de distintas formas y tamaños, que pueblan el rodillo interior del organillo, su cilindro. El vértigo combinatorio producido por el martilleo de unas notas enfermas, ahora agónicas.

Durante años los físicos creyeron que el universo se expandía cada vez más lentamente; ahora se sabe que, a medida que nos alejamos del origen del Big Bang, la aceleración es mucho mayor, ¿quizá la desafinación del instrumento tenga algo que ver con esa paradójica aceleración?

Las preguntas iban a un lado y a otro de la plaza, mezcladas con el sonido impertérrito del agua en la fuente y la charla animada de los comensales.

Pienso ahora en la fe con la que, a comienzos del siglo xx, muchos compositores crearon una música contagiada por la imagen de eternidad que comunicaban las máquinas; esa máquina que no tiene que parar para comer o dormir: la Rotativa, de Scelsi; La fundición de acero, de Mosolov. Sin embargo, George Antheil, en su pieza La muerte de las máquinas vino a recordarnos que éstas también tienen un fin.

Pensé que lo que estaba escuchando en la plaza de Coyoacán era el canto del cisne de un instrumento llamado organillo.

¿Y qué papel jugaba en este nuevo binomio el organillero? ¿Y su ayudante?

Por más que su trabajo no requiera conocimientos musicales y escasa habilidad interpretativa —su habilidad es la del equilibrista, una especie de funambulista que avanza sobre una arena de sonidos atroces—, el organillero sostiene el instrumento, le da vida con el manubrio y ocupa, claramente, un estatus superior en la jerarquía de la pareja. Como el mago y el ayudante en el circo, como el cirujano y el enfermero en el quirófano.

El canto del cisne se oía cada vez más nítidamente en la plaza, los estertores del instrumento no se dejaban registrar, como un grito no puede inscribirse en un pentagrama.

El sonido agonizante y, sin embargo, nuevo contagiaba al oyente. Extraordinaria paradoja: en la muerte el sonido parecía haber encontrado una nueva vida.

Volví a la idea de la cárcel sonora y pensé en el organillero, que ahora quizá se había salvado definitivamente, que ya no era esclavo de melodía alguna y encontraba la jaula abierta. Con la gorra de plato extendida, el ayudante no parecía entender la pieza dramática que allí se estaba llevando a cabo. Tras años de cautiverio, ¿alguno de los dos podría vivir fuera de la jaula?

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