«Soy un enamorado de la revista literaria como género. Me parece el género total, entendiendo por literario cualquier cosa que esté bien escrita»Por María Cabrera

Fotografía de Christina Linares

Juan Bonilla dice que abre el documento con mis preguntas tres o cuatro veces al día y va avanzando en él como si subiera el Everest. En cada uno de sus emails vuelvo a encontrar esa búsqueda estética constante que me conmueve y lo sitúa como el referente lector y escritor que ha sido para tantos en algún momento de nuestra formación literaria. Nacido en Jerez en 1966, su curiosidad lo ha llevado a múltiples desplazamientos —físicos, terrenales, emocionales— como se infiere de sus escritos, aunque él siempre se ha definido ante todo como lector. También es editor y ha sido librero y practicado otros oficios relacionados con la letra impresa o manuscrita. Lleva toda la vida dedicándose a lo que más le gusta sin dejar de trabajar (quién pudiera). Se dio a conocer en 1994 con el libro de relatos El que apaga la luz, que publicó con veintisiete años. Su obra cuenta con reconocimientos como el Premio Nacional de Narrativa en 2020 con la novela Totalidad sexual del cosmos, el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa en su primera edición en 2014 con Prohibido entrar sin pantalones o el Premio Biblioteca Breve por Los príncipes nubios en 2003. En esta panorámica por su extensa y variopinta carrera hemos tenido que dejar fuera, por cuestiones de espacio, entre otras cosas los comentarios a su último libro, Poemas, publicado en mayo de este año por la editorial La Veleta, que recopila sus seis poemarios hasta la fecha y ante el que reconoce cierta extrañeza con respecto a algunos de aquellos primeros libros tan lejanos. O su vuelta al relato (feliz noticia) con la inminente publicación en la editorial Renacimiento del libro Brooke Shields y otras enfermedades incurables. Hablamos de lo que ha quedado a continuación.


Tu último ensayo, La novela del buscador de libros (2018), es un homenaje al coleccionismo de libros antiguos. Memoria y recorrido de una búsqueda personal de autores raros, olvidados, de ediciones inencontrables a través de un exhaustivo registro de librerías de viejo y ferias de todo el mundo, conversaciones con libreros, amigos, anécdotas, rastreos, detalles e historias que van aparejados a esa afición «enfermiza» a la que te has entregado. Pones el foco en esos autores menores que no forman parte de ningún canon, que nunca están en las mesas de novedades, para acabar reconociéndote a ti mismo en el futuro como un autor menor. ¿Hay en ello mucho de aceptación y un poco de reivindicación, o al revés?

Es una coquetería decir que me interesan autores menores y libros raros porque creo que es mi porvenir: me interesa poco el porvenir, la verdad, el futuro es un lugar del que nadie ha vuelto, y ha vivido ya uno lo bastante como para saber que supuestas eminencias son perfectamente olvidadas una semana o dos después de su entierro. Por otra parte, la jerarquización literaria en autores de primera y de segunda y de tercera me parece que tiene que ver con la historia de la literatura pero menos con la literatura. Según esa jerarquización auténticas banalidades de grandes autores deben importarnos más que escondidas obras muy brillantes de autores desdeñados o ignorados o incluso flojos pero que lograron acertar de pleno alguna vez, y no le veo la gracia a esa ley en la que los peores poemas de Lorca susciten más interés por ser de Lorca que los mejores poemas de algunos de los muchos poetas de la época que no lograron escribir grandes libros pero tienen diez o doce poemas impresionantes. Yo puedo entender que se escriba una historia de la poesía española del siglo XX y no se cite siquiera a Alfonso Canales, pero no me cabe en la cabeza que alguien que haga una antología de la mejor poesía española del siglo XX no incluya el poema «Birthday» de Alfonso Canales, que es uno de los mejores poemas de amor que se hayan escrito nunca. Por otro lado, ayuda a este interés mío el hecho de que yo sea muy caótico, un desastre por decirlo poéticamente, con intereses y curiosidades muy abiertos y muy distintos, así que lugares en los que en la misma balda te puedes encontrar un estudio sobre Freud y un librito de poemas de un autor local, es el tipo de sitio en el que me siento cómodo, por decirlo con mucha insuficiencia. Si ahora mismo quieres encontrar los libros de una de las, en mi opinión, más grandes y personales escritoras de finales de siglo pasado, Nuria Amat, sólo la puedes encontrar en librerías de viejo. Pero no diría que mi libro es un homenaje a nadie, sino la confesión de una enfermedad o un vicio adquirido de joven porque los libros que quería leer sólo se encontraban en esos establecimientos (a pesar de que me crié en los años ochenta y por entonces las librerías aún no se habían convertido en meras máquinas de vender actualidad).

Has publicado en revistas y periódicos, en editoriales grandes y pequeñas. De tu obra se han editado antologías de poesía y relatos, recopilaciones de columnas y crónicas, reediciones ampliadas y modificadas con prólogos y epílogos que son piezas literarias en sí mismas, hasta la nueva escritura de una vieja historia. ¿Hay una intencionalidad en toda esa variedad, aparte de motivos económicos?

Publico en revistas y periódicos porque soy de profesión periodista, aunque ejerza poco o menos de lo que me gustaría. Como me parece que el periodismo es un género literario, de vez en cuando me gusta recopilar piezas periodísticas en volúmenes: dado que soy muy buen lector de ese tipo de libros misceláneos, me gustaría también ser un buen autor. Y empiezo por el periodismo porque tiene que ver con todo lo demás: los periodistas tenemos, por fuerza, la curiosidad abierta siempre y dispuesta a cambiar de escenario por exigencias de la profesión, y eso mismo que igual te lleva a Anfield Stadium a hacer un reportaje para la sección de Deportes que a Capri para el suplemento de Viajes, eso mismo hace que a veces te anquiloses leyendo poesía —lo que es señal de que te gustaría volver a escribir poemas— o te apresures leyendo cuentos —lo que es señal de…— Vive uno en un «depende» constante, lo que es malo para el ejercicio de trayectos largos como los que exige la novela (las que he escrito las escribí muy rápidamente aunque luego me pasara años corrigiéndolas). En cuanto a las editoriales pequeñas, son siempre empresas de amigos. Dices «aparte motivos económicos», pero sobra el aparte. Los motivos económicos son fundamentales. Me hubiera gustado ser millonario por muchas razones, pero una de ellas es que hubiera podido editar mis libros a mi gusto, en las tiradas que considerara oportunas y siempre con el mismo editor, y con toda seguridad no habría publicado alguno de ellos pues varios de mis libros responden a encargos que no hubiera abordado si no hubiera sido por el dinero.

Yo puedo entender que se escriba una historia de la poesía española del siglo XX y no se cite siquiera a Alfonso Canales, pero no me cabe en la cabeza que alguien que haga una antología de la mejor poesía española del siglo XX no incluya el poema “Birthday” de Alfonso Canales, que es uno de los mejores poemas de amor que se hayan escrito nunca

Tu última novela, Nadie contra nadie (2021), remite desde el título a la que publicaste veinticinco años atrás, Nadie conoce a nadie (1996). En el epílogo de la última explicas que aquella te sirvió para ganar dinero y vivir (Nadie conoce a nadie fue un éxito comercial que como autor te dejó insatisfecho), dio lugar a una película del mismo nombre, y después ocurrieron ciertos hechos en la realidad que integran este nuevo libro. El propósito de contar la historia de otra manera y, por tanto, transformar la historia, da como resultado una de tus mejores novelas. Un libro más luminoso en el que los personajes, Sevilla, el pacto de la ficción, la Semana Santa, los juegos de rol, la filosofía, el periodismo o el feminismo encajan de un modo orgánico, como en una conversación distendida y al mismo tiempo apasionada. ¿Cuáles fueron las dificultades y los hallazgos de escribir Nadie contra nadie?

Aunque yo esté completamente de acuerdo contigo, creo que estamos solos en eso. Si trato de recobrarme a mí mismo feliz escribiendo, acuden inmediatamente imágenes de esos meses en los que escribí de nuevo Nadie conoce a nadie, que para mí es el título correcto de la novela aunque por exigencias editoriales saliera con otro. Todo tiene que ver desde luego con la insatisfacción que me producía la original, pero también con el hecho de que me parecía que había desaprovechado una buena historia. El azar operó una serie de circunstancias que me brindaban una suerte de posibilidades narrativas que tenía que aprovechar sí o sí, porque la versión original se convirtió en película, la película inspiró unos hechos reales, y de esos hechos no se sabía cuál era la causa pero todas las hipótesis resultaban interesantes. Así que me puse a ello espoleado por un informe que circuló por la red y en el que parecía demostrado que alguien había utilizado la coartada de la película para llevar lo que en ella sucedía a la realidad. Dado que la novela hablaba del Síndrome de Alonso Quijano, que no está aún entre las enfermedades mentales que utilizan en su amplísimo repertorio psicólogos y psiquiatras, pero no pierdo la esperanza, me parecía un deber utilizar todo lo sucedido en la nueva versión que, en efecto, yo creo que es un libro más luminoso, en el que se canta no solo a Sevilla, por debajo de los sucesos narrados quiere ser un canto de amor no solo a la singularidad de la ciudad, sino también a sus prosistas locales —Sevilla es un género literario muy particular—, y se canta también la mentira en la que vivimos a la fuerza, obligados como estamos a aceptar las versiones oficiales porque, precisamente, el periodismo o no hace su trabajo o cuando quiere hacerlo se encuentra con tapias demasiado elevadas que no puede saltar.

En tu literatura los personajes huyen del mundo buscando o construyendo otros refugios (a veces son los libros, la propia imaginación, una investigación periodística o las demás personas). No asistimos a su lucha por cambiar, en todo caso al encuentro de alguna recompensa esquinada, con destellos poéticos («peón seré más peón enamorado»). Hay algo contra la moral, contra el discurso establecido que pivota tu obra. Es también una literatura deseante, no condenatoria, que tiene más que ver con mirar del lado contrario al habitual, desmentir lo que se da por hecho, crear nuevas definiciones, ponerle alegría y ligereza (no exenta de amargura, humor, ironía o entretenimiento) para ahondar en la naturaleza humana. Bajo la apariencia de baja literatura escaneas al hombre y la mujer de nuestros días. Más allá de un posicionamiento a favor de los obedientes, los débiles (porque el lugar del escritor ya te distancia del lado con el que te identificas), en tus libros parece hacerse justicia de una manera natural. Como autor, tu deseo de permanecer en la periferia (un lugar incómodo, antiburgués), que el éxito no te haga perder un mundo del que ya sólo puedas hablar con nostalgia (algo que se ve en muchos autores), un carácter y una forma de estar modelados por las circunstancias definen lo que escribes.

Me crié en los ochenta del siglo pasado, y para entonces la mezcla de alta y baja cultura ya era una costumbre que solo no entendían o los muy pedantes o esas catástrofes humanas que todavía hoy padecemos (los que cuando se muere Martin Amis dejan un comentario en su necrológica diciendo «a este señor lo conocían en su casa a la hora de comer»: si hay alguien que me repugna es ese tipo de mequetrefes). Entonces, lo de la baja literatura no es ni siquiera un movimiento de mi voluntad: es genético, todos los escritores que me gustan lo suficiente como para leer todo lo que han escrito —del propio Martin Amis a su maestro Nabokov, de Galdós a Nuria Amat— escriben con luz usada, con moldes ya establecidos, sin necesidad de inventar por inventar (por decirlo mal), y sin embargo atinando a hacer verdaderas renovaciones en esos cauces que utilizan y en los que desde luego no hay distinción de clase. Galdós no es alta literatura, lo puede leer todo el mundo, pero al mejor Nabokov también, de hecho el mejor Nabokov es parodia constante de viejos moldes, hace parodia de la novela romántica en sus primeras novelas, de la novela política en Barra Siniestra, de la novela de adulterio en Risa en la oscuridad, de la novela erótica y de viajes en Lolita, de la novela fantástica en Ada… Y no te digo Martin Amis. Eso en cuanto a lo formal. En cuanto al fondo —si es que no son lo mismo pues todo lo que nace, nace con fondo y forma—, dado que la realidad es una jaula, en efecto en la mayoría de mis personajes, con conciencia de ello o sin ella, hay una necesidad de huida, no sé si es una búsqueda de un lugar más puro, de un ideal —la libertad de Nahui Olin, el futuro de Maiakovski, la literatura en tantos de mis solitarios— o sencillamente un modo de huir de un incendio, de una época deprimida donde se le da trascendencia a lo banal, donde las cosas más bobas e inauditas causan dolor por cómo están montadas precisamente para convertirte en un elemento más de un engranaje que necesita de la mentira para funcionar y contra el que sólo pueden atisbarse alivios individuales, salvaciones personales. Me gusta mucho eso de literatura deseante y no condenatoria.

Practicas una escritura localista ubicada en tu ciudad, Sevilla. Este rasgo personal, que transita continuamente la frontera entre ficción y realidad, de vivir en el mundo y no de espaldas a él; de compartir las preocupaciones, el sentir y sufrir común y dar cuenta de una época, sus particularidades, aunque el centro es siempre otro, hace que tus libros encuentren nuevos lectores porque hablan de ellos, «una generación desamparada por el buen trato que no tenía de qué protestar», y te acerca más a la precariedad actual que a tus predecesores. En esencia, al que le va bien le va bien; al que mal, mal. ¿La realidad cambia, pero no tanto? Al respecto escribes que el «único terreno donde las ficciones valen algo es la realidad», y pones como ejemplo la Biblia o la Constitución. También tocas temas controvertidos como la religión, los nacionalismos o el feminismo. ¿Tu literatura es política?

No sé si soy muy localista. Es verdad que con los años me he vuelto hacia lo que tengo más cerca, pero tengo una novela rusa, una mexicana, quise escribir una novela sobre Ted Kaczinsky, cuentos míos suceden en Berlín, Roma o Buenos Aires. De joven yo era el peor tipo de cosmopolita que puede haber: el que considera que en 1.000 km a la redonda no se ha podido producir nada interesante. Estaba naturalmente muy equivocado y he acabado por aceptar que los planes de estudio del bachillerato llevaban razón y Pío Baroja le da cien vueltas a tanto realista sucio de San Francisco. En cuanto a si escribo literatura política, no lo creo. ¿Política? Tendríamos que ponernos de acuerdo en qué significa eso. Juan Ramón Jiménez escribió una conferencia muy bonita titulada Política poética, luego le cambió el título por El trabajo gustoso, y si la política se pareciese algo al asunto del que ahí habla el poeta podría admitir que estoy cerca de ella, pero me temo que Juan Ramón Jiménez peca de ingenuidad y cuando alaba el trabajo gustoso y el comunismo lírico, no se da cuenta de que eso no puede servir para todos —de que en realidad no hay un «todos»—, de que las basuras no se recogen solas, de que a nadie le gusta limpiar las casas de los otros ni vendimiar uva bajo treinta y seis grados. No, no es política mi literatura. No quiere serlo, pero además es que aunque quisiera, no puede serlo, ni rebajándonos a la etimología y entendiendo política como aquello que interesa o afecta a la polis. La incidencia de una novela en la polis es insignificante y según eso —política como término de llegada, no de partida— sólo pueden hacer novela política los autores muy leídos y los best seller. A mí me parece una tontería eso que se ha repetido en estos años tantas veces de que todo es político, hasta masturbarse es político, el afán por politizar la vida hasta en los refugios que podamos hacernos para escapar de los tentáculos de la política. Me parece una manera de rendirse y prefiero rebajarle grandeza al término y dejarlo en «actividad a la que se dedican los políticos e ideólogos». Naturalmente que el único terreno donde las ficciones valen algo es la realidad por fuerza de su naturaleza: es el lugar donde nacen y crecen y se desarrollan y la gran mayoría de ellas mueren (aunque pueden resucitar en cualquier momento y esa es una de sus potencias). Pero esa pertenencia no las convierte en políticas por principio, en mi caso al menos no hay la menor intención. A mí lo que me interesa es agarrar la vida, algo de vida, mediante una serie de herramientas que pertenecen a una disciplina, la literatura, que está insolentemente hecha de paradojas. Se escribe a solas y se lee a solas, pero sin la plaza, sin los otros, no es más que onanismo. La literatura siempre está atada al tiempo en que se produce, pero sólo la que consigue desatarse de su época sobrevive más allá de ella. La literatura abomina de los arquetipos y busca elevar casos particulares, y no hay logro mayor que un caso particular se convierta precisamente en arquetipo. La literatura es el reino de la libertad, tanta libertad da que te puedes inventar tu árbol genealógico y decidir que vienes de Emily Dickinson y Alfred Edward Housman, pero tiene leyes muy precisas, reglas que si no se cumplen difícilmente lograrás causar el menor efecto en quien lee. En fin, es solo un resumen de la cantidad de paradojas que se encierra en la literatura. Por resumir, no, mis novelas, mis cuentos, no tienen nada de político y si no fuera un pleonasmo imperdonable me conformaría con eso que muchas veces se señala como un defecto: literarias, «escribe novelas demasiado literarias», parece mentira que una frase así se haya escrito sobre alguna novela para indicar un defecto, pero lo peor es que se ha escrito más de una vez. Creo que todo tiene que ver con aquel error de Borges de dividir, basándose en Emerson, a los escritores en autores de la vida y autores de la literatura. Él decía que él mismo por ejemplo era hijo de su biblioteca y un autor literario, mientras que Jack London era un autor de la vida. No se daba cuenta de que Jack London también era un autor literario, que si no hubiera leído lo que leyó, no hubiera escrito los grandes cuentos que escribió. Irse a Alaska a cazar focas, embarcarse cincuenta veces, es cosa que entonces hacían miles de personas, pero el único que congeló esas experiencias en unos cuantos cuentos radiantes fue Jack London, y no fue sólo porque vivió lo que contaba, sino porque de niño y de joven se entusiasmaba con relatos de aventuras, sin sus lecturas no hay ningún escritor que llegue a parte alguna.

De joven yo era el peor tipo de cosmopolita que puede haber: el que considera que en 1.000 km a la redonda no se ha podido producir nada interesante. Estaba naturalmente muy equivocado y he acabado por aceptar que los planes de estudio del bachillerato llevaban razón y Pío Baroja le da cien vueltas a tanto realista sucio de San Francisco

En la serie de novelas iniciada con Prohibido entrar sin pantalones (2013), continuada con Totalidad sexual del cosmos (2019) y una tercera novela que has dicho ya que probablemente no escribas nunca sobre Agustín García Calvo, eliges personajes reales que tuvieron vidas apasionantes: el poeta Maiakovski, la artista plástica y poeta Nahui Olin. ¿Cómo se activa el interés por escribir una novela de ellos? ¿En qué momento tienes la historia? En Totalidad sexual del cosmos has contado que fue a partir de ese otro personaje-narrador que se enamora de ella. En Prohibido entrar sin pantalones no hay una evidencia tan clara, lo que lo convierte en un texto más complejo, de mayor riesgo, que es cuando pareces alcanzar cimas más altas. ¿Cómo surge la estructura de este libro que te llevó tanto tiempo escribir y la historia de la novela a partir de ahí?

Había una cuarta que iba a ser la primera, que era la de Ted Kaczynski, pero hasta que no muriera no podía. Y ahora ha muerto y quién sabe. La novela de Maiakovski nació de la técnica del ensayo y error. Quise escribir un ensayo interesado por la figura del poeta como rebelde profesional que acaba siendo propagandista de un Estado, y no hubo manera de acercarse a esa figura que no fuera hacerlo de una manera narrativa: la flexibilidad de la novela me permitía jugar con las armas del ensayo pero también utilizar la propia poesía del protagonista para retratar esa época y su propia deflagración como personaje de sí mismo. En realidad ahí empezó un proyecto que no he sido capaz de llevar a término porque quería escribir una serie de vidas de santos del siglo XX, lo digo con ironía, movido por una sensación adolescente que recordaba muy bien, porque de los poetas que leía me interesaban mil veces más sus singladuras que sus obras, quiero decir que me fascinaban alguien como Lautreamont o Rimbaud por lo que sabía de ellos, pero luego los leía y no encontraba nada en sus escritos que me apasionara tanto como sus vidas. En algún momento debí preguntarme ¿qué es una vida poética? ¿Cómo es eso de querer cambiar la vida que proclamaban los vanguardistas? ¿Puede la poesía cambiar la vida de verdad o es mucho pedirle? Fíjate que poetas con vidas menos apasionantes —teóricamente— como JRJ también defendía que la poesía debía estar en todo o por lo menos debíamos buscarla en todo, y eso me llevaba a la pregunta sobre qué es poesía. En la novela de Nahui Olin está claro que además de la magnitud del personaje lo que me fascinaba era la poesía que encontraba en el hecho de que un investigador lo deje todo para zambullirse en la oscuridad de alguien de quien nadie sabe nada y logra rescatarla. Y en el caso de Maiakovski ese paso que lleva a alguien de los cabarets a la propaganda, del querer cambiar la vida a la colaboración con el crimen. Con García Calvo no he sido capaz de encontrar el modo de contarlo, quizá porque él mismo descreía, muy paradójicamente, de las trayectorias personales —a pesar de que era tan personal que si lees sus traducciones de Shakespeare u Homero, resulta que Homero y Shakespeare son el mismo poeta: García Calvo—. Entonces lo que me estoy planteando hace ya unos meses es si no toca ponerse académicos y tratar de escribir una biografía o un estudio que se aparte de un género que él despreciaba, por ser el género del mercado: la novela.

De tus ensayos y artículos se infiere que eres un autor que ha viajado, leído y escrito mucho, has trabajado desempeñando casi cualquier oficio relacionado con la literatura, se te presume un carácter abierto y conciliador, conocemos tus peripecias adolescentes, tu devenir laboral (una historia del dinero), nos haces partícipes de recuerdos, pensamientos y gusto por todo tipo de materias y asuntos. En tu obra de ficción, sin embargo, tiendes a poner el foco en el exterior, en otros personajes. Apuestas por una narrativa alejada del tema de la identidad, la Historia o la actualidad periodística y cultural. Tampoco muestras demasiado interés en la autoficción o autobiografía.

Un libro fundamental para mí es La novela de un literato de Cansinos, donde los protagonistas son los otros (el libro me fascina no por la cabalgata de chismes que lo nutren, sino por lo bien que dibuja la vocación literaria por un lado y las miserias del mundo por otro, con un narrador testigo que trata de dotar de ternura a todas las derrotas que van pasando ante su mirada reflejando su propia derrota, de la que prefiere no hablar porque se cura de ella escribiendo). Sí, está bien visto, en mis novelas me han interesado siempre vidas o trayectos que nada tienen que ver conmigo. En cuanto a la autoficción es una etiqueta que no dice nada bueno ni malo de un libro cualquiera: despreciarla por ser autoficción me parece una banalidad. A veces he visto que algunos escritores la atacan diciendo que es un rasgo de narcisismo pero no veo por qué hablar de la manera que uno quiera de sus propias experiencias es más narcisista que pensar que las fantasías que tengas, las ocurrencias que te asalten y te den para una novela, son menos muestra de narcisismo, dado que ellas también reflejan de manera inapelable un yo, una forma de ser, de estar en el mundo. Así que lo que me importa, como lector, son los resultados, y la saga del escritor noruego cuyo apellido no voy a ser capaz de decir bien me aburre no porque sea autoficción, sino porque me aburre, de la misma manera que Risa en la oscuridad de Nabokov me parece una obra maestra no porque no tenga nada que ver con la propia experiencia biográfica del autor, sino porque entro en ella en la primera página y ya no soy capaz de salirme hasta que la acabo. Al final lo único que importa es un resultado, el texto ya liberado de su propia escritura, de cómo se pensó, de las aventuras por las que tuvo que pasar para llegar a ser lo que es. Todo eso son los andamios que se quitan cuando la obra está terminada, y una vez que está terminada no le pregunto al texto si es autoficción o novela histórica o novela negra: me meto en él a ver si funciona o no funciona, y eso es todo. Ya sabes que las etiquetas son lo último que se le pone a una prenda y lo primero que se le quita para poder utilizarla.

Fotografía de María Alcantarilla

Es en tu poesía donde encontramos esa parte más íntima que hace referencia a la infancia. Son muchos los poemas en los que hablas, de un modo más o menos explícito, del padre, de donde se intuye un desplazamiento, una huida. ¿Te quedan pocos recuerdos de la infancia? Por ejemplo, en «Borrador de un poema» de tu libro Poemas pequeñoburgueses, el recuerdo de un perro del que tu padre se deshizo cuando tú y tus hermanos erais pequeños, y otros que recorres en un día de regalo al padre muerto traen de vuelta un dolor antiguo. Has afirmado en varias ocasiones que la literatura es eso: escape hacia otros mundos posibles, salvación de uno mismo.

Salvación quizá sea una palabra excesiva porque salvación lo que se dice salvación, es cuestión de tiempo, no hay. En cuanto a «escape», no sé si he utilizado el término muchas veces, pero ha dejado de gustarme, porque da la sensación de que es posible escapar, y tampoco. Entonces, algo de lo que no hemos hablado y que sí que me parece importante señalar, es otro término: placer. Ahí cabe todo, emoción, aprendizaje, risa. La literatura antes que cualquier otra cosa es una fuente de placer, y esa intensidad que presta en las sensaciones que se nos inyectan no la encuentras en otro sitio, de donde me parece un error, cuando se hacen campañas en favor de la lectura, que se la enfrente a los videojuegos o a otras disciplinas. Me parece que no entran en conflicto, como no entra en conflicto que te guste ver tenis y te guste tomar copas. Dicho esto, la médula de lo que yo busco en la literatura, como lector y como autor, es la poesía (entendiendo que poesía no es un género literario sino una sustancia, de la misma manera que belleza no es algo que esté sólo en los museos sino que se da en casi cualquier parte). ¿Es la poesía un escape hacia otro mundo? No, es un ahondamiento de la conciencia de que se está en este mundo, y eso puede tener algo —un simulacro— de salvación. En efecto, cuando escribo poemas sí que me vuelvo más hacia mi propio pasado, mi infancia, en fin, todo lo fugitivo que permanece y dura y que uno quisiera retener de algún modo, fijarlo y al fijarlo desposeerse de ello para que pueda ser de cualquiera. Ahora, que lo consiga o no, es otro cantar, claro.

Se escribe a solas y se lee a solas, pero sin la plaza, sin los otros, no es más que onanismo. La literatura siempre está atada al tiempo en que se produce, pero sólo la que consigue desatarse de su época sobrevive más allá de ella

Tu labor de lector te ha llevado a la edición, primero en revistas como la ya extinta Zut o la vigente Calle del Aire de la editorial Renacimiento. ¿Qué buscas en un manuscrito? ¿Qué textos te interesa publicar?

Soy un enamorado de la revista literaria como género. Me parece el género total, entendiendo por literario cualquier cosa que esté bien escrita dando exactamente igual sobre qué versa el texto —en Zut había artículos sobre cocina y sobre arquitectura, Martin Amis nos dio un artículo sobre unas vacaciones en una isla perdida que estaba llena de turistas, Javier Marías unas páginas de un diario que llevó una vez…— Claro, un lugar donde te puedes encontrar nombres muy distintos, temas muy distantes, pues de alguna manera es el que mejor me refleja dada esta enfermiza curiosidad que hace que si tengo una conversación con alguien y le veo un apasionamiento por, yo qué sé, el jazz primitivo, me obliga a llegar a casa y ponerme a enterarme de qué cosa sea el jazz primitivo. En los manuscritos busco eso, ese apasionamiento que sea contagioso. Y busco también que haya información y haya verdad y belleza, sin escatimar en otro rasgo al que le doy mucho valor: el humor.

Aunque seas un escritor de conjunto como queda claro por tu extensa, variada y entreverada obra, me encantaría preguntarte con qué libro tuyo te quedarías. Y, para terminar, ¿en qué momento (personal, profesional) te encuentras?

Me temo que, si tengo un poco de suerte, mi mejor libro lo hará alguien que se encargue de hacer una buena selección. No tengo un libro favorito entre los míos, le tengo más cariño a algunos que a otros, pero tiene que ver con las circunstancias en que se escribieron, no con el resultado. En cuanto al momento en que me encuentro, no sabría decirte. Por razones que no vienen al caso tengo que tomar un montón de pastillas al día y uno de los efectos secundarios que tienen es que no debo quejarme de nada. Por prescripción facultativa el mundo se ha empequeñecido bastante y en cambio la vida se ha agigantado. Me han impuesto la triple D: Dieta, Deporte y Desdén por lo que no importe. Parece un pareado de Juan de Mairena, pero es lo que hay.

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