«No quiero ponerme espiritual, pero hay algo que no domino, no sé muy bien cómo sucede, escribo y escribo como un loco, sin parar, a veces con las letras desordenadas»Por Antonio Sáez Delgado

Fotografía de Lisbeth Salas

Gonçalo M. Tavares (Luanda, 1970) es el autor portugués de la actualidad más traducido y divulgado fuera de sus fronteras. Su trayectoria, en ese sentido, es francamente impresionante. Tras haber decidido no empezar a publicar hasta después de cumplir los treinta años, Tavares ha dado a la imprenta casi medio centenar de títulos en dos décadas, convirtiéndose en el referente inmediato de la literatura portuguesa de nuestros días. Y, por si fuera poco, todo esto lo ha hecho sin concesiones comerciales o de género literario, ya que tan solo ha publicado un puñado de novelas y la inmensa mayoría de su obra está constituida por libros raros, inclasificables, minoritarios, muchas veces sin género definido. Libros que, sin embargo, enganchan al público en los más de cuarenta países donde está traducido, configurando un paradigma de lector exigente y entregado a la personal visión del mundo del escritor, tan obsesivo en sus planteamientos como riguroso en el registro formal de su escritura.

(Esta conversación se realiza a distancia, a través de una plataforma de vídeo-llamada. No es la primera vez que charlamos de esta forma. En una habitación pequeña y casi desnuda, tan solo rodeada por algunas estanterías con libros, Tavares va desgranando sus respuestas al otro lado de la pantalla saltando en ocasiones de un tema a otro, con un discurso a veces torrencial y a veces dubitativo, que no duda en detenerse a pensar, a coger aliento, cuando lo considera necesario, como si el pensamiento marcase su propio territorio ante el avance desmesurado del lenguaje.)


Estamos, sin duda, ante un autor prolífico, que publica varios libros al año. Un autor con una obra tan voluminosa como plural, construida con un método de escritura profundamente personal, al que sigues fiel tras dos décadas de trabajo. Podríamos decir que el «misterio Tavares», que rodea al fenómeno que constituye tu obra en el panorama literario portugués, empieza, de alguna forma, en tu particular sistema de trabajo, en tu singular manera de entregarse al arte de la narración.

Soy totalmente contrario a cualquier lógica comercial. Escribo y, cuando acabo los libros, los voy publicando, la lógica comercial no me ha interesado nunca y eso me hace sentirme orgulloso. A veces, a los 18 años somos unos salvajes y después nos domesticamos, pero yo no me siento domesticado. Escribo cuando siento la necesidad y, después, corrijo y corrijo infinitamente. Casi diría que publico para desocupar espacio mental. Empecé a publicar con 30 años, tomé esa decisión, aunque desde el principio tenía una especie de cajones, de almacén de libros que aún hoy existe. Allí iba acumulando los libros que escribía. Sigo teniendo muchas cosas hechas, unas ya terminadas, otras a medio hacer, todavía sin publicar. Así que mi método continúa siendo el mismo: divido la escritura en dos momentos claramente diferentes. Un primer momento casi demoníaco, animalesco, que no domino, que es cuando escribo como un loco, como un animal, a veces durante horas. Hay días de veinte páginas, otros de quince, después puedo estar unos días sin escribir, porque los días no son iguales, no se pueden controlar. No quiero ponerme espiritual, pero hay algo que no domino, no sé muy bien cómo sucede, escribo y escribo como un loco, sin parar, a veces con las letras desordenadas. Esto es esencial para mí, me hace sentir que aparecen en mi cabeza cosas que desconocía, es algo extraño. Esta es la primera parte, que me proporciona un gran placer.

La segunda parte, por el contrario, es totalmente racional, es todo lo contrario a la anterior, muy técnica. Lo primero es poner todas las letras en su sitio, después hay que empezar a mirar y cortar. Tardo prácticamente diez veces más tiempo en esta fase que en la anterior. Pero esta segunda fase nunca la aplico al libro que estoy escribiendo. Jamás. Solo a las crónicas que publico en el semanario Expresso y cuando hice el Diario de la peste, que escribía a diario y en el mismo día lo corregía. Con el resto de mi obra no ha sido así. Esta segunda parte no me proporciona ningún placer, me cuesta mucho, y si sigo escribiendo no es por ella, sino por el placer inicial. Por ejemplo, un libro que acabo de publicar en Portugal, O Diabo (El diablo), ha salido con 190 páginas y en la primera paginación del editor tenía 400 páginas. Los editores se vuelven un poco locos conmigo, reduzco mucho los libros en las fases finales, voy eliminando capas y tengo que hacerlo al final del proceso. El placer aquí es parecido al del escultor, encontrar la forma fuerte que se oculta en el fondo del trayecto de la escritura.

Ese escultor que va dando forma a la materia, sin olvidar nunca la fuente que la alimenta, está también presente, al mismo tiempo, en la construcción orgánica de tu propia obra. Pocos autores como tú muestran una preocupación tan profunda por la estructura (otro sistema) de tu obra, por el carácter orgánico y, a la vez, dinámico de aquello que escribes. Porque avanzas en la construcción de tus libros, título a título, con un plan que parece perfectamente delineado, a través de varias «series» que alimentas en paralelo. Cada una de esas series constituye un mundo propio, con su lógica interna, y todas ellas en conjunto son la arquitectura exacta de la obra del autor. Series bien conocidas por el lector español, como «El Reino» (constituido por algunas de sus más afamadas novelas, como Jerusalén o Aprender a rezar en la era de la técnica), «Enciclopedia» (integrada por un conjunto de libros de reflexiones titulados «Breves notas») o «El Barrio» (un maravilloso proyecto en el que salen a relucir, bajo la forma de vecinos de un barrio de ficción, algunos de sus referentes literarios, como Valéry, Brecht, Calvino o Eliot, entre otros) se entreveran en su producción con otras, como «Investigaciones», «Mitologías» o «Estudios clásicos» que esperemos muy pronto vean la luz en España. Todo este plan parece responder a una necesidad de ordenar, de sistematizar una producción torrencial en la que también ocupan su espacio la poesía, el teatro o la epopeya.

A pesar de tener fama de cerebral, las cosas muchas veces son instintivas, una mezcla entre pensamiento e instinto. Todo ha ido pasando de forma natural. Escribí El señor Valéry y después escribí otros «señores» y apareció «El Barrio». Lo que siento es que, por ejemplo, Jerusalén o Aprender a rezar en la era de la técnica son libros que ya sé hacer, y no quiero hacerlos de nuevo. Cuando entro en un camino me gusta trazar variantes, me interesa mucho encontrar la mano izquierda, hacer cosas diferentes. Desde ese punto de vista, las series son como un mapa que voy haciendo. Puedo encarar un mundo concreto y hacer tres o cuatro libros en esa línea. Por ejemplo «Mitologías», pues he estado muy obsesionado y escribiendo mucho para esa serie. Otras series son más espaciadas o concentradas en el tiempo. Me gusta “bombardear” algunas áreas con libros, después siento que ya han sido bombardeadas y cambio de área. Bombardear benignamente, claro, como un estímulo. «Enciclopedia» tiene que ver con la idea de tocar un tema y ver cómo ese tema me conduce al ámbito de la «Enciclopedia», con Breves notas sobre el miedo o Breves notas sobre ciencia. Por un lado, es la idea de caminos, donde cada camino tiene varias posibilidades. Sucede en autores que admiro mucho, como Philip Roth; hay variaciones, claro, pero escribe siempre el mismo libro. Diría que algunas de mis series tienen que ver con ese núcleo duro, me interesa el imaginario que asociamos a Borges o Calvino, pero también la realidad al estilo Thomas Mann, en «El Reino», o la mitología asociada a relatos populares alejados del mundo erudito. «Mitologías» tiene mucho que ver con los relatos tradicionales, orales, que sentía que aún no había desarrollado. Si pensamos en «El Barrio», es un mundo diferente, «Mitologías» es más popular, me gusta descubrir que hay mundos en los que no he entrado, me estimula mucho.

Si hay algo que destaca sobremanera en tu obra literaria es tu nivel de exigencia con la escritura, que se desprende siempre de formas fáciles, y su reflejo natural en el lector. Se va forjando, así, con el paso del tiempo, un «lector de Tavares», acostumbrado a tu mundo y a tu escritura, ajeno a la lógica de la literatura comercial y, con frecuencia, de los propios géneros literarios. Eres, en este sentido, un autor contracorriente, preocupado por el pensamiento y por intentar formular correctamente las grandes preguntas de nuestro tiempo. Nada en tu obra es trivial, fortuito o frívolo. De ahí que exista una tipología de lector concreto para tu obra, un lector al que le gusta cuestionar los principios fundamentales del pensamiento y avanzar de tu mano como autor en la oscuridad del momento presente.

Con esa permanente voluntad de indagación y reflexión, asentada en una constante vocación de reminiscencias filosóficas, tu obra ha sido calificada en muchas ocasiones como rara avis en el contexto de la literatura portuguesa contemporánea, incluso como un autor que, por tus preocupaciones y referencias, estaría más cercano a un contexto centroeuropeo que a la propia tradición portuguesa. Sin embargo, esta fotografía no corresponde exactamente a la realidad. Si la vieja Europa central aparece en una parte de tu obra, si tu mundo ficcional es a veces oscuro y tenebroso, también es verdad que la tradición literaria y cultural de tu país está bien presente en sus libros, y establece en su conjunto un entramado de relaciones posibles que configuran una marca de la casa.

Así que mi método continúa siendo el mismo: divido la escritura en dos momentos claramente diferentes. Un primer momento casi demoníaco, animalesco, que no domino, que es cuando escribo como un loco, como un animal, a veces durante horas. Hay días de veinte páginas, otros de quince, después puedo estar unos días sin escribir, porque los días no son iguales, no se pueden controlar

He publicado casi cincuenta libros. Si imaginamos una habitación con casi cincuenta paredes, pero solo miramos dos o tres, creemos que todo es como esas dos o tres paredes. No me gusta la falsa modestia. Siempre he tenido confianza en mi trabajo, me parece que es fuerte. Pero no puede dejar de sorprenderme la cantidad de traducciones, por todos lados. No hago best sellers, e incluso solo tengo seis novelas desde el punto de vista formal, lo cual representa poco más del diez por ciento de mi obra. La mayor parte de mis libros son raros, inclasificables, pero todos están traducidos, todos… Entre ellos, los que son de ese mundo son los de «El Reino», que son cinco. Hay cinco libros que he situado en la Europa central, pero también está la cuestión portuguesa, por ejemplo en Viaje a la India, que es un libro sobre Los Lusiadas, de Camões, la gran referencia de la tradición portuguesa. La estructura sigue exactamente la de Los Lusiadas, solo esto creo que sería suficiente para matizar la opinión de que me distancio de la tradición portuguesa. Además, tengo también un conjunto importante de prefacios, que un día reuniré, de clásicos portugueses, antiguos y modernos. En «Breves notas» dediqué un libro a Gabriela Llansol, escritora portuguesa, aún viva cuando escribí el libro, y a Maria Filomena Molder. Escribí un libro que las lleva en el título, dedicado a su obra. Es decir, desde Los Lusiadas hasta la contemporaneidad, la cultura portuguesa está presente en mi obra, lo cual, dicho sea de paso, no es nada habitual en nuestra tradición literaria, no me viene a la cabeza un caso semejante.

A mí me obsesiona casi todo. Nunca he tenido otro objetivo, como lector, que leerlo todo. Ahora estoy con Agustina Bessa-Luís, tuve otra época con Saramago. Me obsesiono y quiero leerlo todo. Pero, como lector, el patriotismo no me parece un criterio de lectura. Leer autores portugueses significa leer autores que escriben en su lengua. La cuestión sonora es importante, pero no voy a dejar de leer a Dostoyevsky por no leer ruso, ni voy a dejar de leer a los autores chinos por no leer chino. A veces circula una obsesión por las lenguas occidentales, se ve mucho en la literatura anglosajona, donde aparecen escritores que solo leen en inglés, o puede pasar en francés o en español… Es una pérdida. Como lector, intento acercarme a todo, con mucha frecuencia a través de traducciones españolas, sobre todo de ensayos sobre Filosofía. Ahora estoy leyendo La verdad del mundo técnico, de Friedrich Kittler, en español, estoy rodeado de libros españoles, precisamente porque muchos de ellos no están editados en portugués. Mi apetito de lectura no es patriótico, no me gusta probar solo una gastronomía. Si pensamos en filósofos, hay grandes pensadores franceses, españoles, y los alemanes son de hecho impresionantes, ¿cómo me los voy a perder?

Gonçalo, naciste en Luanda, Angola, y formas parte de un conjunto de autores portugueses relacionados biográficamente con la experiencia colonial portuguesa, y en cuya obra se refleja, de una forma u otra, vuestra vivencia del mundo postcolonial. Si Isabela Figueiredo o Dulce Maria Cardoso se han acercado a esa realidad desde un punto de vista en cierto modo autobiográfico, tú saldas esas cuentas con el pasado de una forma radicalmente diferente, y que tampoco se acerca a la experiencia de otros grandes autores de generaciones anteriores (como Lídia Jorge, António Lobo Antunes, João de Melo o Teolinda Gersão), en los que la experiencia africana ha marcado de forma definitiva su producción. En tu caso, Angola aparece con frecuencia bajo la máscara de una metáfora, África es una forma de conjugar el pasado, un pasado con una dimensión histórica, claro, pero también con una fuerte esfera ética, que se superpone, incluso, a la social. Hay autores que escriben para explicar y para explicarse el pasado, y en tu caso es el pasado, en cierto modo, el que explica al autor.

Me siento orgulloso de haber nacido en África. «El Reino» sucede en Centroeuropa, es verdad, aparecen guerras, y esa es, probablemente, mi forma de hablar de Angola. Hay algo en esos libros de intentar comprender el pasado. Jerusalén o Aprender a rezar en la era de la técnica son una aproximación al hecho de entender el pasado, pero no solo el histórico o social, también el biográfico, mi propia biografía.

Mi relación con el pasado se adentra también en una clave biográfica, por ejemplo en la serie «Estudios clásicos», que parece remitir a asuntos académicos, pero no tiene nada que ver con eso.

Como a todos los escritores, a mí también me han preguntado muchas veces por qué empecé a escribir. Y yo respondía esas cosas de «empecé a leer, después a escribir», etc. Pero el otro día, en Francia, me hicieron de nuevo esa pregunta y respondí de forma clara algo diferente, que tiene que ver con mi biografía, con mi pasado. Mi padre era muy buen alumno y a los 16 años fue elegido como representante de Portugal para hacer una visita a Naciones Unidas, a donde fue con más representantes de otros países. Pues bien, hace poco tiempo, un familiar descubrió en la RTP (Radio Televisión Portuguesa) una entrevista que le hicieron a finales de los años cincuenta a mi padre, al volver de Nueva York, de esa visita. Así que he podido ver esa entrevista con mi padre, él con 16 años, hablando un portugués maravilloso, entrevistado por la RTP.

Hay que decir que mi madre nació en una familia de clase media, pero mi padre lo hizo en una pobre. Cuando tenía diez años, mi abuelo dudaba de si mi padre debía empezar a trabajar la tierra o seguir estudiando. Hablamos de una pobreza impresionante, de un tiempo que creó la expresión «tener que repartir una sardina». La duda, él tenía diez años, al acabar la educación primaria, era si se ponía ya a trabajar o si empezaba a estudiar algo técnico, preparatorio para el trabajo, nunca para entrar después en la universidad. Y sucedió algo inesperado: un batallón de profesores visitó a mi abuelo para convencerlo de que mi padre debía seguir estudiando, porque tenía un gran potencial. Pero mi abuelo, que era muy cabezota, dijo que no, que necesitaba ayuda en el campo y que no había más que hablar. Desgraciadamente, mi abuela murió joven y no pudo participar en ese debate, y aunque mi abuelo no estaba de acuerdo, los profesores de mi padre siguieron y siguieron insistiendo. Y así fue como se forjó el inicio de la carrera de mi padre. Yo nací, podríamos decir, en la biblioteca de mi padre, con quince años ya estaba allí, leyendo y leyendo los clásicos de mi padre. Así que puedo decir con claridad que escribo gracias a los profesores de mi padre, nací en aquel ambiente gracias a ellos, si no hubiesen insistido no habría sido así.

A veces no nos damos cuenta de estas cosas. En los tiempos que corren, especialmente en Portugal, hablamos del «ciclo de la pobreza», y tengo claro que la educación es la que rompe ese ciclo. Los profesores de mi abuelo rompieron ese ciclo, alteraron la vida de mi padre y también la mía, que nací en otro ambiente diferente. De no haber sido así, no habría nacido rodeado de libros, sino de cerdos para la matanza. Y esto ha provocado que mis hijos también nazcan en otro ambiente, con lo que los profesores de mi abuelo han cambiado la vida de tres generaciones de mi familia. Solo ahora, hace muy poco tiempo, cuando he tenido acceso a esta información, he podido responderme a mí mismo esa pregunta que ya había respondido tantas veces en voz alta: quién soy, por qué escribo. Es importante darse cuenta de esto: si no hubiera sido así, yo sería otro, no sé si éticamente mejor o peor, pero sería otro y seguramente no escribiría.

Fotografía de Lisbeth Salas

La posibilidad de ser otro, en el pasado, en el presente y en el futuro. El que fuimos y el que somos. El que soñamos ser y el que pretendemos no llegar a ser nunca. Gonçalo, tú sueles reflexionar también sobre tu parecido actual con respecto a aquel que querías ser de adulto cuando tenías 18 años, el mundo estaba por estrenar y tú no era más que un proyecto de escritor camuflado bajo el disfraz de un lector voraz. Y así te adentras en una meditación sobre la libertad y el poder, dos de los temas que atraviesan tu obra literaria.

Creo que, en lo esencial, me mantengo con la independencia que tenía entonces, y eso es algo de lo que me siento orgulloso, porque es muy difícil. A los 18 años es fácil, sin hijos, decir que no nos vamos a rendir al dinero o al poder, es facilísimo. Empieza a ser más difícil después. El poder, el dinero, son algo que no me atrae, por naturaleza. Si se me acerca alguien poderoso, mi cuerpo no tiembla, no emite señales. Sin embargo, si llega Herberto Helder o el pintor Julião Sarmento… ahí es diferente. Admiro mucho a las personas creativas. Hay muchas personas inteligentes, afortunadamente el mundo está lleno de gente inteligente, pero es necesario ver qué hacen con la inteligencia. Hay algunos que la usan para tener poder, otros para acumular dinero… Lo digo sin ánimo de crítica. Yo siempre he intentado hacer algo creativo. Libros, en mi caso. Cuando era niño, me daba impresión el hecho de hablar, porque no quedaba nada. De adolescente no solía hablar con los amigos en el bar, sentía que hablar era lo mismo que no hablar, las palabras se esfumaban, no quedaba nada material.

Creo que he conseguido mantener la libertad, aunque esos diablos, el poder y el dinero, aparecen cuando menos se los espera. A veces me han invitado a cosas increíbles… Un día tendré que publicar mi curriculum de noes, de rechazos. Puedo afirmar con rotundidad que he publicado muchos libros porque mi curriculum de noes es francamente impresionante. A invitaciones políticas, foros económicos… muchísimas cosas. Y, en esos casos, como si tuviese 18 años, me niego. Lo agradezco, pero no acepto, yo lo que quiero es escribir. No se trata de un caso raro, supongo que todos los escritores quieren escribir durante toda su vida, y es eso lo que admiro, aquellos que llegan a los ochenta queriendo hacer cosas nuevas.

Los mecanismos del poder y del dinero y las diferentes máscaras que ofrece el universo de la tentación se convierten en herramienta de los populismos, ante los que las democracias occidentales se sitúan en una especie de abismo. Tu obra es en ese sentido también una radiografía ética de nuestro tiempo, que sitúa al lector ante el espejo de una humanidad atónita. Los cambios operados recientemente en la esfera política de varios países atrapan a la sociedad en la cárcel de sus propias contradicciones, con los conceptos de «verdad» y «mentira» en primera línea de pensamiento. Ante esta realidad, tú afianzas tu posición en el territorio poco complaciente de la filosofía, pregonas la necesidad de una sociedad más implicada en su formación y con un espíritu crítico que le permita lograr una lucidez que parece hoy demasiadas veces inalcanzable.

Lo intento, no sé si lo consigo, pero me empeño mucho en depurar mi escritura, porque hay textos de envejecen rápidamente. Esto sucede especialmente con los adjetivos, por eso intento limpiar mucho el lenguaje de esas partículas que envejecen siempre. No pienso directamente en la posteridad, pero reconozco que quiero hacer un edificio sólido, los libros que hice hace 20 años aún siento que forman parte de una arquitectura consistente

Hay cuestiones que tienen que ver con la autenticidad y el lenguaje. Algunos políticos, pese a su aparente moderación, son poco auténticos, son falsos. Hablan retóricamente, transmiten falsedad. Y hay políticos, y debe decirse claramente para que no haya equívocos, diferentes. Por ejemplo, hay otros políticos que, pese a su radicalismo, y pese a manifestarse como bestias auténticas, como trogloditas, son genuinos, sin máscaras. Piensan de forma horrible, y aunque uno no comparta nada con ellos, es así. Me parece que de aquí surge un asunto fundamental para la democracia en nuestros días. ¿Por qué algunos políticos moderados transmiten con frecuencia la sensación de no estar diciendo lo que verdaderamente piensan? Tenemos que asumir que la autenticidad gana muchos votos, aunque sea de una bestia que no ha leído un libro en su vida y sea racista, etc. Dicho esto, y subrayando que yo estoy al otro lado de la barricada de este radicalismo, hay que reconocerlo: la falta de inteligencia o de cultura a veces permite ser auténticos. Una vez, un político me dijo que nunca usaba la ironía o el humor, porque no sería entendido en sus discursos e intervenciones públicas. Hay una obstinación por lo políticamente correcto que hace que los políticos más moderados estén continuamente vigilándose a sí mismos, y el resultado es que llegan a producir discursos mecánicos, de robot, frente a los cuales un discurso más auténtico, horrible pero genuino, consigue muchos votos.

Piaget estudió el razonamiento abstracto, que es aquel que explotan estos políticos, y lo sitúa en los niños de entre 4 y 6 años. Lo que es grave es pensar que millones y millones de personas votan a políticos con argumentos de esta naturaleza, que un niño de 7 años ya no aceptaría, si estuviese bien formado. Las personas, en plena democracia, creen argumentos infantiles, eso es lo verdaderamente grave. Se produce una infantilización de la sociedad. Esto demuestra que hay algo en la educación, en la enseñanza, que está fallando. Si a los adultos los convencen argumentos de niños de 4 años, es porque algo falla. Las personas no dominan el lenguaje, el sobreentendido, la ironía. Y hay que tener en cuenta que las democracias de hoy día se defienden con el lenguaje, no tanto con la violencia física. Nuestras artes marciales son el lenguaje, mi judo es el lenguaje, leo una noticia y tengo que saber de dónde viene y quién la ha escrito. Asumo que el lenguaje es una especie de nube que puede ocultar la realidad. Gran parte de los ciudadanos están mal preparados, en este sentido. Una cosa es que nos guste lo auténtico, y otra muy diferente es creer estos argumentos. Argumentos tipo bola de nieve, partir de un ejemplo concreto para sacar de él una conclusión general. Esto lo explica la filosofía, hay una clasificación base de la filosofía para estos argumentos: argumentos falaces. Bastaría tener una clase de filosofía para desenmascarar estas realidades, pero la gente está mal preparada, en este sentido.

Se hace necesario, por consiguiente, pensar la relación de la literatura, del arte, con esas realidades, discernir el papel que deben desempeñar en el mundo actual. Escribir para el presente, para el futuro o para la eternidad, sabiendo que cada uno de ellos establecerá una relación diferente con el texto. Tal vez no sea una mala idea para finalizar esta conversación.

La literatura y el arte deben intentar hacer algo atemporal. Siempre hacemos, de una forma u otra, una intervención directa en el momento, pero el arte, los textos, los cuadros, las películas deben resistir al paso del tiempo. En mi obra lo más inmediato ha sido El diario de la peste, pero intenté escribirlo en el mundo de la literatura, que es un mundo en el que al día siguiente habrá una lectura diferente. Lo intento, no sé si lo consigo, pero me empeño mucho en depurar mi escritura, porque hay textos que envejecen rápidamente. Esto sucede especialmente con los adjetivos, por eso intento limpiar mucho el lenguaje de esas partículas que envejecen siempre. No pienso directamente en la posteridad, pero reconozco que quiero hacer un edificio sólido, los libros que hice hace 20 años aún siento que forman parte de una arquitectura consistente.

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