«Me interesan mucho los géneros mezclados. Hay una cosa migratoria en la textualidad, en el ir migrando de la novela a la crónica, del poema al cuento»Por Álvaro Bisama

Fotografía de Eli Vazquez

LA MEMORIA Y LA VOZ

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Poner el cuerpo

La literatura: un hombre recorre un pueblo del norte de México donde cien años atrás masacraron a 303 migrantes chinos. «Esta no es la historia que buscabas: es la que tengo», anota. El mismo hombre camina por Acapulco, Berlín o Santiago de Chile y busca pistas sobre las ciudades y sobre sí mismo. Antes, ha publicado cuentos sobre novelistas del oeste que no son tales; ha escrito sobre estafadores o pícaros en la sombra; sobre el pozo de melancolía y asco a sí mismos donde se agitan las siluetas de Sherlock Holmes y George Trakl; sobre negocios que salen mal; sobre la violencia y la parodia de la violencia. «Las peculiares dimensiones de mi cráneo son nadas: nadas ociosas y relucientes que se curvan como un resbaladero, un tobogán donde las violencias lógicas desfallecen y caen. Estoy sentado en Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de los carruajes», dice Holmes en el relato. También (o antes de todo, la verdad) ha escrito poemas que luego ha leído en voz alta y sus vecinos y amigos lo han escuchado declamar, han seguido de día o de madrugada esa voz que atrapa las palabras y las entiende como música. «Transcribo esto / sólo para desobedecerme. / En limpio, la escritura me traspasa/ con un azúcar que parece hecho de hierro», dice uno de sus poemas. «El otro lado de tu nombre. / Pronunciar un cascabel entre tu carne/ hasta pulirlo: tañerlo: restañarlo: cristal/sin nombre. /Hasta que el trueno / sea una cúpula sorda», dice otro.

Ese hombre, en otro libro, narra la muerte de su madre (lo que es también contar su vida), y con eso aborda el horror y la soledad y el miedo de la infancia, las formas y dolores del viaje, acaso el modo en que los recuerdos hilan el desamparo y el encuentro. Ese volumen parece una novela, pero también algo más, quizás un lugar donde el funcionamiento de la memoria define qué puede significar ahora mismo la literatura, como si las palabras abrieran y cerraran heridas, convocando a los fantasmas para desplegar el dolor como una confesión, pero también como un trueno, acaso un lamento sobre el tiempo y los paisajes perdidos y encontrados. «Escribo para transformar lo perceptible. Escribo para entonar el sufrimiento. Pero también escribo para hacer menos incómodo y grosero este sillón de hospital. Para ser un hombre habitable (aunque sea por fantasmas) y, por ende, transitable: alguien útil a mamá. Mientras no esté abatido podré salir, negociar amistades, pedir que me hablen claro, comprar en la farmacia y contar bien el vuelto. Mientras pueda teclear podré darle forma a lo que desconozco y, así, ser más hombre. Porque escribo para volver al cuerpo de ella: escribo para volver a un idioma del que nací», anota ahí.

La vida: la silueta de ese hombre puede corresponder a la del poeta y narrador Julián Herbert (Acapulco, 1971), autor de una colección de novelas, libros de poemas, ensayos y crónicas, cuya suma dibuja un mapa imprescindible del México y la Latinoamérica contemporánea. En ella, con obras como Canción de tumba (2012, Premio Jaén de Novela, Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska), La casa del dolor ajeno (2015), Cocaína (manual de usuario) (2006), Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino (2017), Ahora imagino cosas (2019), Kubla Khan (2013) o Bisel (2014), Herbert ha cruzado los géneros de modo tan irrefutable como original. Ahí los límites de la ficción son atravesados por la experiencia o el recuerdo, cruzando el pop y la tradición, en una escritura que dialoga con los ecos de la literatura mexicana, clásica, hispanoamericana y oriental.

Se trata de una literatura que nunca abandona la cercanía con los objetos que aborda, como si esa ausencia de distancia volviese todo personal o íntimo, ya se trate de las formas del duelo, el rescate de las historias de las víctimas de una matanza, el misterio que hay tras la voz y la respiración de un poema, tan personal como intransferible.

«Creo que ahí está la pulsión epistemológica, como que uno quiere tratar de entender cómo demonios está pensando en ese momento. O sea, yo quiero contar una historia y quiero hacer un ejercicio de estilo, pero también quiero entender qué está pasando con mi lenguaje y con mi cuerpo. Algunas veces eso implica una distancia y, otras, al contrario, un acercamiento. Para mí ese proceso ha sido a largo plazo», me dice desde Saltillo, Coahuila, luego de volver de la Feria del Libro de Monterrey con su esposa, la escritora Sylvia Georgina Estrada, con quien presentó Los Bowles. Lecturas y aproximaciones a la vida de Jane y Paul, volumen que editaron juntos. Ahora, mientras hablamos cierra los últimos detalles de Suerte de Principiante, que consiste en once ensayos sobre el oficio de la escritura originados en sendas conferencias y que debería aparecer publicado en la editorial Gris Tormenta en febrero de 2024.

Tus narradores o voces parecen no guardarse nada y recorren territorios que cruzan a la vez la biblioteca y la experiencia.

Hay un diálogo. Pienso mucho en que el cerebro tiene como gavetas. Porque al cerebro, o por lo menos al mío, le cuesta mucho trabajo separar una canción del sabor, de un sentimiento de evocación de tristeza, del trabajo, o un dolor de espalda, por ejemplo. Cada cosa tiene su gaveta, pero a la hora de ordenarlas de algún modo hay un conjunto, un universo donde eso se cruza. El hecho de estar leyendo algo, por ejemplo, se conecta para mí mucho con cierta experiencia física que estoy teniendo. Ahora estoy leyendo un ensayo de Hannah Arendt sobre Hermann Broch y Broch está hablando sobre el dolor y yo tengo dolor de ciática. Entonces, cabrón, no es muy difícil separar la idea del dolor social histórico del que habla Broch de mi dolor de ciática y para mí la palabra está ahí, se conecta con el libro. Tampoco quiero que se separen tanto. Trato de verlas cada una en su lugar, pero me interesa esa conexión porque ahí está el poder de la metáfora, en ese tipo de conexiones que uno encuentra, pero también el cuerpo y la mente van dibujando como un esbozo. Y luego lo que hace la literatura, la experiencia del escritor o del artista es juntar esas cosas, de las que el entorno y el cuerpo ya fueron haciendo un boceto.

Fotografía de Nacho Valdez

Son como relámpagos, fragmentos de un instante a pesar de que no lo sean. Te preguntaba porque pareciera que tu biblioteca no termina en la literatura, sino que también se encuentra en una discoteca, en un videoclub, en una zona expandida que cambia una y otra vez. De hecho, me acuerdo que la primera vez que te vi andabas con un pin de Kenneth Anger, que creo que había estado en Saltillo.

Fíjate, ahora que estabas diciendo eso, yo justo lo que estaba pensando es el entorno que tienes tú en tu espalda, que son fotografías y que creo tienen influencia en tu escritura. Yo me doy cuenta de que en lo que estoy haciendo ahora hay más plantas que antes. Las plantas ocupan un lugar, porque Sylvia es una clavada de las plantas, entonces también creo, claro, que estoy hablando de la relación de pareja porque soy un cursi. Pero también creo que el diálogo con los amigos, con las amigas, es una memoria muy personal porque las memorias que te traen los otros de algún modo te cruzan, te atraviesan. Acabo de estar con un amigo que estuvo aquí en casa, el dramaturgo Gibrán Portela, y nos fuimos a tomar una clase de box porque queremos escribir algo sobre box y de pronto la relación, la relación que Gibrán tiene con el box hace que yo entre como en esa dinámica.

¿Has boxeado?

He entrenado desde hace un par de años, pero no peleo, nunca he boxeado, no me he subido a esparrear. Empecé porque hay una boxeadora aquí en Saltillo y quería conocerla y fui a ver a su entrenador, que es un tipo muy duro, muy interesante. Él me agarró y me dijo «a ver, si quieres saber esto súbete, ponte a entrenar». Creo que esto tiene que ver con los procesos de escritura. Te cuento una historia: yo quería entrenar en entrevistar al boxeador Juan Manuel Márquez y entonces le dije a Guillermo Sánchez, el editor de Gatopardo, voy a entrenar box para hacer la entrevista. Guillermo se lo contó a Leila Guerriero, que es una de mis escritoras favoritas y Leila me dijo «¿Pero por qué no mejor nada más lo entrevistas, por qué tienes que entrenar?». Esa pregunta me hizo pensar en el enfoque de mi trabajo. Por eso, la prosa de Leila tiene una distancia con el entorno tan precisa que, por ejemplo, yo no puedo tener. Me encanta cómo ella lo vive y lo escribe, pero yo no podría escribir así. O sea, tengo que ensuciarme un poco. O a lo mejor es por narcisista, seguramente es un poco de eso, pero creo que es un tema de percepción, ¿sabes? Hay escritores, y pienso que Leila es una de ellas, que tienen una profunda habilidad para tomar distancia de los objetos literarios y no perder la sensibilidad. Eso es algo que a mí me cuesta muchísimo trabajo. A lo mejor también por eso esta cosa tan mezclada, un poco barroca, porque siento que es como falta de precisión. O de algún modo esa cosa exuberante es un instrumento.

Entonces, quizás se trata de poner el cuerpo, de convertir a la escritura en una especie de rito de paso que te cambia. Pienso en Truman Capote en modo cronista, pero también en un chileno llamado Hernán Valdés, que falleció este año. Valdés era novelista hasta que vino el golpe de estado de 1973 y escribió un testimonio de su paso por un campo de concentración llamado Tejas verdes. No es que no pudiese volver a la novela, pero ese libro lo transforma para siempre como escritor.

Sí, se trata de la experiencia de la escritura, pero también neurobiológica y también de la experiencia social. Lo que acabas de decir del golpe de estado, por ejemplo. Me parece que nos ha tocado heredar algunas de esas marcas que se quedan en una sociedad. En otros casos, nos vamos formando y transformando con otros procesos que ocurren en nuestro tiempo. Pienso en mi manera de leer escritoras en esta época, que cambió radicalmente en el último lustro. No solo en la cantidad de escritoras que leo sino también en la manera de pensar en qué es lo que me interesa y qué es lo que me dan como lector que yo no estaba viendo, y eso es una experiencia estética, una experiencia social, una experiencia política. Por eso no encuentro ese tajo absoluto. Tampoco creo en la literatura militante. No es mi interés, nunca lo ha sido. Pero tampoco creo en el arte puro, en esa idea de la belleza. Dice Hermann Broch que el riesgo de la belleza es que, si las antorchas son suficientemente bellas, podemos no darnos cuenta de que estamos quemando seres humanos. Es una imagen poética terrible, pero en el fondo de esa imagen poética están la belleza y la preocupación y el azoro de un hombre que le tocó vivir una violencia tremenda que es la del nazismo. Entonces, creo que esa persecución de la belleza está atravesada por nuestras experiencias sociales, la violencia y la redefinición de nuestros roles en el mundo social.

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Cartografías

Quiero preguntarte sobre el mapa que estás creando o habitando. En «Acapulco timeless», la crónica que abre Ahora imagino cosas, se te describe como «una mezcla rara de norteño—acapulqueño». Lo dice alguien llamado Virgilio, que te guía por un balneario infernal, que es el lugar donde naciste y luego te fuiste.

Hay dos temas ahí, empezando por ese personaje de Virgilio que es, por supuesto, una cita del Virgilio de Dante, pero que en la lectura de México tiene otro pliegue: porque hay una novela de José Agustín, de los años 70, que se llama Se está haciendo tarde (final en laguna), que sucede en Acapulco y que tiene un personaje que se llama Virgilio y es el guía en un viaje de alucinógenos. José Agustín es de Acapulco. Entonces, también es un poco un homenaje de lo que es Acapulco para los mexicanos y de lo que es la literatura mexicana. No sólo revisitar la ciudad donde yo nací, sino también mi cultura literaria y mi tradición; no solamente la tradición en general, sino la tradición de la literatura mexicana. Porque me siento muy cercano a la obra de José Agustín, que es un escritor que no ha tenido mucha proyección fuera de México, pero para mí es un escritor súper importante, como uno de nuestros Rolling Stones, como que empezó con esa cosa del rock y el punk en la literatura mexicana.

También siento que toda la vivacidad que tenemos, al menos en Latinoamérica, tuvo que ver con que para nuestras generaciones pudimos tener mucha camaradería, una camaradería ruda, donde somos colegas, nos leemos, tenemos buen rollo, pero podemos decir cosas duras sobre el trabajo del otro o no estar de acuerdo

En La Onda.

Exacto, pero esa en particular es su mejor novela. Por otra parte, Acapulco representa muchas cosas para los mexicanos. Tenemos una relación como mística con la ciudad y ahora es parte de la destrucción del país. Es un como un fantasma, una ciudad que mitificamos mucho, la gran aspiración del primer mundo que tuvo México. Un lugar paradisíaco que aparece en las películas de Elvis Presley, pero que en este momento es uno de los centros de prostitución infantil, de la violencia de narcotráfico, de problemas serios de vida urbana. Además de la idea de lo que significa para los mexicanos, pues somos un país con una relación muy complicada con Estados Unidos. Y la frontera entre Latinoamérica y Estados Unidos pasa por esta franja. Somos un país latinoamericano con problemas muy específicos de Centroamérica, hay una parte de México que es centroamericana. Y está este fenómeno que se nos pasa de vista a muchos latinoamericanos, y a los mexicanos en particular, que es la migración interna, la migración dentro de tu propio país, ese cambio de cultura. Porque la relación entre el sur y el norte de México siempre es muy compleja. Para empezar, quienes crecimos con esa visión del sur tenemos más conexión con la izquierda. Es una cosa ideológica; el sur está más conectado con el pensamiento de izquierda que el norte, que lo hace con una visión más como demócrata republicana. Está esa tensión de entrada. Es un poco ese viaje del sueño de modernidad y el sueño neoliberal con la raíz. Y Acapulco también está muy conectado con la guerrilla. Esa es otra capa, también.

Yo creo que ahí vuelves a un tema que está en varios de tus libros y que es el viaje, como si tu literatura existiera en un permanente movimiento; del sur al norte de México, de Latinoamérica a Berlín o a los Estados Unidos, moviéndote entre varias tradiciones: la mexicana, la que corresponde a la literatura en lengua española, pero también la inglesa, la europea y la oriental.

Dicen que infancia es destino. Cuando salí de Acapulco llegué a vivir a un pueblo en el desierto de Coahuila que se llama Ciudad Frontera. Pasé unos años de mi infancia ahí y es una cicatriz en mi sentimiento de la vida, el estar siempre como en un borde. Por eso me interesan mucho los géneros mezclados. Hay una cosa migratoria en la textualidad, en el ir migrando de la novela a la crónica, del poema al cuento. Tú sabes que yo tengo muchísimo cariño a Santiago de Chile; es una de mis ciudades queridas junto con Berlín, a diferencia de muchos, muchos de mis amigos que adoran Buenos Aires. Cuando vuelvo a México de Santiago o de Berlín, siempre tengo la certeza de que un día voy a regresar. De hecho, he empezado a pensar ahora, con los años, que el viaje también es regresar: esa sensación de que voy a volver a la casa y también a las ciudades que conocí y de las que me enamoré. Porque hay poesía en eso de que te vas para poder volver. Hay una circularidad donde la migración y el tránsito están conectados con esa forma de la imaginación. En el fondo está la fantasía adolescente de Ulises, la idea de que la aventura solo tiene sentido cuando regresas para contarlo. Esa es una de las cosas que que me mueven con esa idea del viaje. Por eso me fascina, por ejemplo, el western.

Del que te ocupas en ese cuento tuyo, «M.L. Estefanía», donde alguien se hace pasar por un escritor de novelas vaqueras y que termina como una reflexión muy dura sobre la literatura y la política, pero también sobre la tradición y lo que es o debe ser un escritor o un intelectual.

Ahora estoy menos obsesionado, pero antes me preguntaba: ¿cómo puedo adaptar la figura del western? Por eso el personaje del relato se hace llamar Marcial Lafuente Estefanía, que era el nombre de un escritor español real, autor de cientos de novelas de vaqueros que todavía se encuentran en las tiendas, al menos en México. Para mí fue una influencia grande en las lecturas de la infancia. En casa no había muchos libros, pero en los puestos de periódicos estaban sus libros. Entonces, en el cuento estaba el homenaje, pero también la idea de que el lugar donde vivo se había convertido en un pueblo de vaqueros donde todo se resolvía a balazos. Cuando escribía el relato fue la entrada del cártel de Los Zetas a Coahuila, que fue muy violenta. De hecho, en una reseña de la edición en inglés alguien anotó que toda historia de capitalismo salvaje es en el fondo un western, dado todo su trasfondo de codicia y de violencia. Por otro lado, yo había estado estudiando la Revolución Mexicana para escribir una historia de la Escuela Normal en el contexto de la historia de Coahuila y pensé: la Revolución Mexicana es el western de México. A partir de ahí comencé a visitar esos territorios y me encontré con la historia de la migración de chinos a la ciudad de Torreón y la manera en que se fundó. Cuando estaba leyendo esos materiales pensé: «esto es un western». Por eso La casa del dolor ajeno abre con esa frase.

Recuerdo haber leído ese libro en clave, casi como si estuviera cifrado. Me parecía que estabas hablando de la violencia, del narco, de algo que se transformaba en una suerte de poética de la identidad.

Sí, claro. Creo que algunos autores mexicanos, sin ponernos de acuerdo, estábamos navegando ese territorio en ciertos momentos. Luego cada cual es el que es.

¿Qué autores?

Ahorita en ese momento específico, Cristina Rivera Garza y Yuri Herrera, dos escritores que admiro. Yo tengo muchísimo diálogo con Cristina. La conozco desde hace dieciocho años y hemos hablado mucho, hemos viajado. Cuando yo estaba escribiendo La casa del dolor ajeno, Cristina estaba escribiendo su libro sobre Rulfo, Había mucha neblina o humo o no sé qué. Entonces, viajamos a Santiago y empezamos a hablar de lo que estábamos escribiendo, de esos libros que eran primos. Creo que ahí había varios diálogos, que yo encuentro sobre todo en el siguiente libro de Cristina, Autobiografía del algodón, donde ella también aborda cosas familiares. Yuri estaba haciendo por esa misma época El incendio de la mina El Bordo, que es un libro con el que dialogamos en relación con los mecanismos de la impunidad, a partir del hecho de no indemnizar a las víctimas de un incendio provocado por malas condiciones de trabajo en una mina de Pachuca. No es que lo hayamos discutido, pero en el proceso de estar escribiendo nos dimos cuenta de que había una coincidencia en lo que estábamos haciendo.

Y ahí se encontraron el fantasma de Rulfo, como narras en «Ahí donde estábamos», que sale en Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino.

Claro; aunque es un poco una invención lo que yo hago. Pasó que estábamos tomando un trago y queríamos salir del hotel, y un hombre mayor detuvo a Cristina y no sé qué le dijo y yo ahí construí esa ficción sobre Rulfo. Además, cuando volvimos de Chile apareció su libro y hubo un gran cuestionamiento de parte de la familia de Rulfo, que es demasiado protectora con su figura. Y Guadalupe Nettel, que está en la revista de la UNAM, decidió hacer no un defensa sino un gesto de simpatía, abriendo la figura de Rulfo al diálogo con las nuevas generaciones, justo porque Cristina la había puesto sobre la mesa. Eso tenía que ver con dejar de santificar a Rulfo como si fuera un producto nada más de la nación, viéndolo como lo que es, un patrimonio de quienes lo leemos, de quienes estamos conectados con su figura como una herencia literaria. Contra la estatua solemne queríamos rescatar al fantasma y a mí me pareció justo hacerlo en ese diálogo con Cristina.

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Diálogos y fotocopias

Tu literatura está en un diálogo permanente con otras escrituras. Estoy pensando en tus libros de ensayos o tus poemas, donde la literatura es una conversación que no se detiene nunca. Es una mirada muy relacionada con la cultura pop, pero también hay una construcción muy profunda, y a veces trágica, sobre lo que es la tradición.

Hay dos fuentes para mí en ese diálogo. Para empezar, me parece que eso es una cosa que aprecio, por ejemplo, de cierta poesía chilena. Yo aprendí mucho leyéndola de esa visión donde la distancia entre el pop y la alta cultura en muchos autores no es tan marcada como en México. Cuando leo a mis poetas chilenos más queridos siento que se mueven muy bien entre esas zonas y por eso la poesía chilena es una de mis favoritas en el mundo. Por otro lado, yo vengo de una clase popular y el pop entró a mi vida a caballo; pero también estudié literatura en una universidad muy anticuada y me enseñaron mucha literatura española, mucho Siglo de Oro. Por eso creo que en el fondo la literatura tradicional o clásica se parece mucho a la literatura del siglo XXI en ese sentido, porque roba de todos lados indiscriminadamente, como los chicos ahora, cuando se enteran de cómo eran los poemas entre Quevedo y Góngora, que se hablaban en tiraderas.

Unas tiraderas perfectas, la verdad.

Exacto. Hubo una época donde yo decía que no quería ser escritor sino que quería ser DJ. Y algo de DJ hay en esto, en tomar estos pedazos y reconstruirlos y hacer otros breaks. Yo creo que eso ya está en la tradición: ya lo hizo Cervantes, ya lo hizo Eliot, que es otro poeta que para mí es importante. También siento que toda la vivacidad que tenemos, al menos en Latinoamérica, tuvo que ver con que para nuestras generaciones pudimos tener mucha camaradería, una camaradería ruda, donde somos colegas, nos leemos, tenemos buen rollo, pero podemos decir cosas duras sobre el trabajo del otro o no estar de acuerdo. A mí eso me ayudó un montón, esa sensación de pertenecer a un ámbito literario donde se puede discutir y a la vez tratar de ser generoso con los demás. No sé cómo lo ves tú, pero se trata de una cosa que me marcó mucho en mi formación.

Para mí se trata de una conversación que es permanente y que es entre los vivos y los muertos, entre el presente y el pasado. También pienso que los que estamos ahora en torno a los cincuenta años crecimos y leímos en zonas de diálogo precario, en bibliotecas rotas o de quioscos, con una literatura de libros usados y fotocopias, y, por lo tanto, tomamos cada una de nuestras lecturas como si fuese un tesoro o un hallazgo, abrazándolas como si fuesen un lugar donde quedarnos.

Yo tengo mis fotocopias de la Universidad y tengo en mi drive muchísimos libros digitales, pero no los uso. Seguramente influye la edad, pero creo que también tiene que ver con la relación que teníamos con lo inaccesible que podían ser esos materiales, ¿no? Porque ahora si a mí me hablan de un autor o de una autora, de pronto tecleo su nombre y casi siempre encuentro en internet algo que puedo descargar. Y está lindo poder hacer eso, pero esa precariedad de la que hablas volvía muy urgente las cosas. O sea, yo encontraba en una biblioteca un libro de Manuel Puig y no me lo podía llevar a mi casa porque solo podía llevarme un ejemplar. Entonces tenía la sensación de que leer a Puig en ese momento era de vida o muerte, no era algo que se podía postergar para la próxima semana porque no sabías qué iba a pasar con ese objeto. O la sensación que teníamos con las películas donde en lugar de las ochocientas opciones de streaming que hay ahora, sabías que iban a pasar una película alemana, que se supone que era genial, y la iban a exhibir cuatro días y solo a las diez de la noche, y entonces tenías que organizar tu vida alrededor de esas posibilidades.

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La voz, las voces

¿Cómo armas un libro? Hay una frase tuya que me gusta mucho: «soy un rockstar wannabe, por ello poseo el necio hábito de pensar en mis libros como si fueran Lps».

Creo que hay ahí cierta poética y para volver a lo que decías de los libros pensados como álbumes, pienso en los discos que a mí me gustan un montón, los discos de los Beatles, el «Clic modernos» de Charly García, poseen algo muy orgánico. Ahí abajo está la composición, está la sabiduría de la música, el virtuosismo, pero luego está que de pronto se quedó abierta una ventana y alguien se enfermó o llegó la orden de los impuestos; y todo eso de algún modo hace un collage ahí adentro de los álbumes y los modifica. Siempre estoy trabajando varias cosas a la vez y eso me parece que vuelve todo más orgánico. Es muy raro que trabaje solo en un proyecto individual, así como independiente. Y, para mí todo se vuelve más orgánico, porque, por ejemplo, hay libros que son más matutinos y otros más nocturnos.

Me sigue emocionando mucho esta sensación de que los poetas de griegos no se extinguieron, sino que su línea directa sigue hasta el rap. De algún modo los buenos hiphoperos, los buenos raperos, te vuelan la cabeza. A mí Kendrick Lamar me vuela la cabeza. Me parece que no puede ser, que hay en él una cosa entre Joyce y Píndaro muy impresionante

¿Cuáles?

Ahora estoy escribiendo guiones y trabajando los ensayos Suerte de principiante, que fue un libro muy matutino porque lo hice en capas. Son once ensayos, cada uno está basado en una charla que di. Para organizarlo corrí durante un mes, ordenando a toda prisa los materiales en mi cabeza, digamos. Entonces la cuestión no era ni siquiera escribir, sino ordenar mentalmente temas como la respiración, la rutina, etcétera; y que tienen que ver para mí con el cuerpo, con el gimnasio, con el ejercicio. Por ejemplo, el libro está trabajado muy por las mañanas. Por el contrario, casi todas las crónicas que están en Ahora imagino cosas, sobre todo en la primera mitad, son muy nocturnas y son de una escritura, más pesimista, más oscura porque yo estaba en un momento muy oscuro de mi vida cuando las escribí; y entonces también tienen esa carga. Hay mucho alcohol ahí y eso era para mí como parte del material.

Estaba pensando en Violeta Parra, que escribe su autobiografía en décimas, donde pareciese que no hubiera distancia entre su música y su biografía, entre la narración y lo que está cantando, obligándonos a reconocer esa voz sonando la oscuridad.

Me gusta mucho que la traigas a colación. Justo hace dos semanas estábamos hablando en una mesa Gabriela Wiener y yo de Violeta Parra y justo ella mencionó también a Violeta pensando en este delgadísimo hilo que separa, o más bien conecta, lo que pensamos que es la cultura popular de lo que se supone que es la cultura clásica. Porque a mí a veces me irrita el prejuicio en los dos sentidos. No solo el prejuicio de esa llamada «alta cultura» hacia lo popular, sino el prejuicio en la dirección contraria; como si no hubiera cosas simples y profundas en la alta cultura. Yo creo que es en ese sentido que para mí la poesía chilena me es muy entrañable; porque creo que, en la mayor parte de los poetas, desde Huidobro o de antes, desde Gabriela Mistral, está puesta de modo muy potente la conexión entre lo popular y lo culto, lo elaborado. En el caso de la poesía chilena no sé si llega antes que en la poesía mexicana, pero creo que es una noción mucho mejor asumida por la tradición. Como que hay una cultura en la poesía mexicana, sobre todo en la crítica, que ha tratado de separar lo culto de lo coloquial, por ejemplo, y yo no encuentro eso ni en la poesía de Estados Unidos del modernismo ni en la tradición chilena. Por eso es una de las cosas que me gustan más de la poesía chilena.

Fotografía de German Siller

Canción de tumba es un libro que yo no puedo dejar de pensar que suena siempre en voz alta y que a veces se vuelve un susurro.

Canción de tumba tiene esas capas. Parte del borrador estaba escrito en un hospital y los hospitales tienen esta mezcla extraña donde son muy silenciosos y luego son muy ruidosos, y a mí me gustaba también pensar en esa sensación orgánica del sentimiento hospitalario. Hay una tensión todo el tiempo que se va a expresar, que a veces se convierte en un grito y que a veces es muy urgente. Pero también está esta zona donde parece que no está pasando nada, la zona de los medicamentos, por ejemplo. Entonces, no es que yo lo haya empezado a hacer ahí, pero me impactó, más bien me pegó muy de cerca. Pero luego, a la hora de reescribir la novela, sí fue muy importante hacerlo en voz alta.

¿Cómo fue el proceso de escribirla?

Empecé en el 2008 y tardé dos años y medio en el manuscrito final. Pero la escritura del primer tercio, que corresponde a ese primer borrador, fue, digamos, en tres noches. Fue una cosa muy explosiva de estar en el hospital y escribir con la laptop en las rodillas. Y era una carta que yo le mandé a quien entonces era mi pareja, Mónica, porque era una forma de hacerle una confesión muy personal. Pero claro, porque soy obsesivo, después de mandársela la releí tratando de imaginar su reacción y me distraje de pensar en su reacción porque de pronto dije, oye, aquí hay un tono de novela, esto puede ser una novela. Ese tono era el de alguien que estaba dispuesto a hablar muy de cerca con su lector.

Una intimidad feroz.

Y me di cuenta de que solo podía funcionar como novela si era así, en primera persona y sin dejar nada fuera. No la podía moralizar, tenía que conservar lo que estaba ahí como base y pulirlo. Y estaba la idea de que había una confesión en el fondo, aunque no era lo único. Entonces también pensé que tenía que tener esa fuerza, esa oralidad. Por eso la novela está reescrita en voz alta. Pensé mucho en las cláusulas de la poesía, en como piensas en un verso, en ir leyendo con el ritmo de un verso, pero también con el ritmo de la conversación, como cuando te sientas hablar con alguien a decirle lo que te está pasando. También es un tema que me apasiona mucho, cómo hablamos entre nosotros. Siento que todos pasamos mucho tiempo diciéndonos cosas como fórmulas. A veces porque es necesario, porque estás dando clases, o estás en una cena, resolviendo un asunto de trabajo y tienes que seguir una etiqueta. Entonces, gastamos el lenguaje en ser formales. Pero creo que para mí la experiencia de la literatura, ese otro lenguaje que a veces está medio en la orilla, tiene una conexión de realidad que apela, cuando yo lo leo, como lector y no como escritor, a partes de mi humanidad que son muy profundas.

Vuelvo a la respiración, con la escritura y la lectura en voz alta, porque el cuerpo existe en un tiempo presente, que está existiendo con todos sus dolores, con todos tus deseos. Y ese es el momento donde se está produciendo algo en la escritura, donde se está comprobando si tiene sentido o no, algo de lo que hablas porque percibes ahí una tradición que hemos olvidado, pero ya no como una declamación, sino como el modo de encontrar la propia voz.

Para mí fue una experiencia entre gratificante y dolorosa transcribir y reescribir las charlas de Suerte de principiante, que fueron primero un discurso, un rollo dicho frente a amigos, y luego darme cuenta de los errores y repeticiones, del hecho de comprobar que la gramática de la oralidad está tan llena de defectos, de ver ese punto ciego. Entonces, ese proceso me ayudó a trabajar como escritor, pero también a ver esas cosas que no quieres enfrentar, que es la pobreza de tu lenguaje, porque para mí fue la mi experiencia principal de esa reescritura y la sensación de que tengo un lenguaje muy pobre. O sea, me idealizo como un tipo que puede entender el lenguaje y que tiene habilidad de decir y no es verdad. O sea, soy un burro que tiene un lenguaje demasiado estrecho y eso me impide acercarme al mundo. Claro, creo que es una percepción que todos los escritores tenemos en un momento u otro y creo que sin esa percepción uno no podría escribir.

La sensación de que estás fracasando.

Claro. Porque debajo de eso está el anhelo, ese anhelo de entender y de poder expresar y de poder conectar con otros. Entonces, creo que la oralidad es un ejercicio de estilo y de autoconocimiento muy fuerte, muy profundo. Porque, además de esto, de transcribir y corregir lo transcrito, está toda la parte que para mí es central de la poesía en el boca a boca, la presencialidad. Entonces, me sigue emocionando mucho esta sensación de que los poetas de griegos no se extinguieron, sino que su línea directa sigue hasta el rap. De algún modo los buenos hiphoperos, los buenos raperos, te vuelan la cabeza. A mí Kendrick Lamar me vuela la cabeza. Me parece que no puede ser, que hay en él una cosa entre Joyce y Píndaro muy impresionante.

Fotografía de Jess Newham
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