POR  TONI MONTESINOS

El huérfano maltratado

«Captar la singularidad ejemplar de Pedro Páramo requiere la inmersión atenta en sus páginas, como si al sortilegio subyugante de su estilo hubiera de unirse acentuadamente la complementaria sensibilidad del lector; pocas son las obras que, con tal intensidad, plantean la especificidad de la aventura literaria.» 

Nada mejor, para empezar a hablar de la obra de Juan Rulfo, que estas palabras de Luis Izquierdo. Singularidad, subyugación, intensidad son, en efecto, algunos de los pilares en los que se asienta ese extraño magnetismo que el texto ejerce sobre el lector. En este sentido, Rulfo es la quintaesencia de la innovación literaria: escribe una obra fragmentaria influida por el montaje cinematográfico y el flashback —Rulfo, además de ser fotógrafo, también firmó algún que otro cortometraje— y gobernada por el deseo de mitificar la realidad. Desde la ultratumba.

Porque el protagonista de Pedro Páramo son los muertos, que «viven» formando un pueblo de fantasmas: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plano de prometerlo todo», dice el enigmático primer párrafo. Juan Preciado, el visitante que acude a Comala, a un Hades, a un inferno a ras de tierra, está ligado a las primeras leyendas: es un «joven Telémaco que inicia la contra-odisea en busca de su padre perdido», como afirmó Carlos Fuentes. El mundo que descubre el órfico Juan es idéntico al real, salvo por el hecho de que está constituido por muertos, algo además presentado con extrema naturalidad, lo cual guardaría, tal vez, una explicación social, real, que entroncaría con la tradición y las creencias populares. En el artículo «Los fantasmas de Rulfo», explica Augusto Monterroso: «En México no hay hombres-lobo, ni seres reconstruidos en una mesa de operaciones, ni vampiros. Pero abundan los fantasmas que se pasean en los cementerios y en las calles de los pueblos perdidos por la miseria, o por la violencia de la Revolución de 1910. Y hay un fantasma que recorre la obra entera de Rulfo en forma de viento, polvo, desolación y tristeza». Todo nace de lo fantasmal, y sin embargo algunos críticos dudaron en calificar la literatura rulfiana de fantástica. No en vano, su anterior obra, los cuentos de El llano en llamas (1953), tenían un sesgo realista y rural, aun avanzando el clima lacónico, ni tan solo triste, sino áspero, inmóvil, polvoriento que caracterizaría Pedro Páramo.

¿Pero cómo nace una prosa de estas características? ¿Cuál es la formación de este mexicano que no acabó las carreras de Derecho y Filosofía y Letras y que, antes que sentirse atraído por las literaturas cercanas, prefirió como lecturas adolescentes las brumosas ficciones escandinavas, como las de Knut Hamsun, o incluso las del islandés Halldor Laxness, con el pretexto de que ofrecían un mundo más optimista? ¿Qué clase de genio era este «hombre reservado, tímido, silencioso hasta cuando lo alcanzó la fama» —tal fue la descripción de José Miguel Oviedo— que sufrió la muerte de su padre, asesinado, en 1923, y la de su madre solo cuatro años después, desgracias con las que convivió discretamente?

Rulfo es la quintaesencia de la innovación literaria: escribe una obra fragmentaria influida por el montaje cinematográfico y el flashback —Rulfo, además de ser fotógrafo, también firmó algún que otro cortometraje— y gobernada por el deseo de mitificar la realidad. Desde la ultratumba

Rulfo niño y huérfano, maltratado en un orfanato del que arrastrará secuelas traumáticas el resto de su vida, y el primer párrafo de Pedro Páramo en el que la madre moribunda del protagonista le envía a que vaya por su padre… Y sin embargo, nadie ha incidido en la vida del escritor, a lo Saint-Beuve, para explicar el simbolismo de la obra junto con la intención de reflejar el caciquismo mexicano. La crítica no es capaz de adentrarse en ese texto subyugante, intenso, singular. Todo son balbuceos, murmullos, incluso en cosas tan misteriosas como prosaicas: «La exigüidad de su producción se convirtió en algo casi legendario porque, en pocas páginas, sus dos obras habían logrado la perfección en sus respectivos géneros; no hay en ella signos de aprendizaje ni de decadencia: ambas son piezas magistrales y, por lo tanto, difíciles de superar, incluso por él mismo», señala Oviedo. Dos obras maestras y se acabó. ¿La razón? Muy fácil y pragmática: el propio Rulfo dijo, en una entrevista del programa televisivo A Fondo, en 1981, que su empleo en el Instituto Nacional Indigenista no le facilitaba el tiempo libre suficiente para escribir; nada de la crisis creativa ni las presiones ni las excusas que muchos han propuesto.

En dicha entrevista, Rulfo atacaba con claridad esta relación, tan particularmente importante en su obra, entre lo real-biográfico y lo ficticio-fantasmal. Después de afirmar que Pedro Páramo era una total invención —«No puedo trabajar en base a personajes ni a situaciones reales»— e insistir en el carácter intuitivo, irracional e imaginativo de su protagonista, el escritor reconocía, sin ver en ello contradicción alguna, un objetivo realista al emprender la redacción de la novela, esto es, presentar la vida de un cacique en el que es hoy un páramo del sur de Jalisco y que en el pasado disfrutaba de tierras fértiles: «Veré cómo aclarar esto. La realidad está allí. Yo la conozco. Tengo conocimiento de ella, pero para escribir necesito imaginarla. Replanteármela, sirviéndome de la imaginación. Entonces la mayoría de las veces, cuando escribo, es a través de lo imaginario y termina por no parecerse en absoluto a la realidad».

Así las cosas, se preguntaba el periodista Juan E. González: ¿dónde estaban los límites entre el mundo real de los vivos y el mundo ficticio de los muertos? Y Rulfo volvía a ser transparente, mostrándose tal como le interpretó su amigo Monterroso: «No existe esa frontera entre la vida y la muerte. Todos los personajes están muertos. Es una novela de monólogos y todos los monólogos están narrados, es decir: la narración la empieza a contar un muerto a otro muerto. Es un diálogo de muertos. El pueblo también está muerto». No hay más explicación, pues esta es la propia obra, que se comenta a sí misma, que repele toda interpretación, que vive, de forma aisladamente sublime, en cada nueva lectura.

La biografía de un ausente

A esta obra que es por sí sola un interrogante; por su brevedad e intensidad, que se hizo legendaria y provoca por siempre todo tipo de elucubraciones entre los críticos, se enfrentó Reina Roffé por medio de la biografía de un autor difícil de abordar, pues no en vano, como dice Blas Matamoro en el prólogo, se trata de «alguien que estuvo ausente de su vida o que consiguió covencer a los demás de semejante alejamiento», un Juan Rulfo que se borró a sí mismo mediante el alcohol y que diseminó mentiras sobre su vida por doquier. Dicho esto, ¿sería falso que, ante la repetitiva pregunta que se le formulaba sobre si tenía algo entre manos, se refiriera a la redacción de una novela que dio en llamar La cordillera (que alcanzó las doscientas páginas, aunque al final decidiría destruirla). El propio escritor acabaría dando explicaciones sobre ello: sentía que esta última novela estaba desfasada a tenor de lo que se escribía en el México contemporáneo, o no le satisfacía el resultado, o simplemente, como dijo en la entrevista referida, tenía otros deberes más prosaicos que cumplir: «La culpa no la tiene nadie. Se trata de esta, tan generalizada y simple, necesidad económica de mantener una familia», de modo que la dedicación a ese puesto que ocupó como jefe de publicaciones del citado Instituto —durante veintitrés años—, más su entrega al cine y a la fotografía, no le facilitaba tiempo libre para escribir.

Con todo, la ensayista argentina —que antes firmó otras dos obras consagradas al autor, Autobiografía armada (1973) y Rulfo. Las mañas del zorro (2003)— con aguda psicología y muy bien amparada por las voces que trataron a Rulfo durante décadas —un gran conjunto de opiniones de amigos y colegas que contribuyen en ir moldeando la personalidad poliédrica de Rulfo— lanza su teoría al respecto: «Existía en Rulfo una pelea interna entre el impulso de continuar creando (deseo latente y poderoso que quería manifestarse en la palabra escrita) y las oscuras inhibiciones, censuras o imposibilidades que parecían ahogar ese impulso». Su elevada autoexigencia, tras un éxito tan apabullante ya desde 1949, cuando colaboraba en revistas, podría ser pretexto suficiente para no embarcarse en la difícil tarea de volver a asombrar al mundo, ya que era casi imposible superarse. De ahí que Monterroso definiera como «un gesto heroico» el hecho de dejar de escribir.

Su elevada autoexigencia, tras un éxito tan apabullante ya desde 1949, cuando colaboraba en revistas, podría ser pretexto suficiente para no embarcarse en la difícil tarea de volver a asombrar al mundo, ya que era casi imposible superarse. De ahí que Monterroso definiera como «un gesto heroico» el hecho de dejar de escribir

En torno a ello hubo diversas épocas de creación o estériles, en que tenían mucho peso su estado anímico o su entrega a la bebida. De joven, totalmente aturdido ante un futuro de responsabilidades, empleado gracias a un familiar en una fábrica de neumáticos de la capital mexicana, novio ya de la que será su esposa, Clara, encuentra en el alcohol, al decir de Roffé, un «paliativo al que acudirá con mayor asiduidad para aligerar el peso insostenible de aquello que le fuera deparando el destino, ya sea para bien o para mal». Rulfo se irá relacionando en los cafés con autores también incipientes, como remarca la autora en el apartado «El hombre más solo del mundo», porque es esa sociabilidad la que contrasta fuertemente con lo que le contará por carta a Clara y que muestra a un «melancólico que padece una tristeza espiritualizada», «un romántico tardío, anacrónico» que de niño en vez de jugar prefería refugiarse en la lectura de un libro. Una sensación de soledad que, de tan interiorizada e inherente a su personalidad, siempre será su seña de identidad más señalada, hasta el punto de afirmar que él estaba más solo que los demás.

El abatimiento diario que todo ello le provoca la sumerge en la neurastenia, en la hipocondría, en el pesimismo más extremo y fatalista, que acaba por convertirlo en un hombre que «resuma una gran desesperanza y una bajísima estima de sí mismo; realmente, se creía “un pobre diablo”, una “pura nada”, como expresó en varias ocasiones». El recurso alcohólico se agudizará desde comienzo de los años cuarenta, pero según Juan José Arreola será en la siguiente década cuando el abuso se exagere; incluso llama a eso su «carrera de bebedor profesional». En sus memorias, publicadas en 1998, Arreola habló de la vez que, al irlo a buscar a su casa, «lo encontré tan enfermo que, con la autorización de su esposa Clara, solicité y obtuve el apoyo de Ramón Xirau [ensayista catalán exiliado, coordinador del Centro Mexicano de Escritores] y Amalia Hernández para internarlo en un sanatorio». En el año 2005, Juan Ascencio, en Un extraño en la tierra. Biografía no autorizada de Juan Rulfo, dedicará un capítulo a la relación del narrador con el alcohol y explicará cómo, en 1962, se replanteó su vida e ingresó en el sanatorio La Foresta de Guadalajara, donde sufrió un terrible tratamiento con electrochoques. 

Alcoholizado y silencioso

Era el tiempo, aquel de consagrarse a la bebida de forma abiertamente autodestructiva, centre El llano en llamas y Pedro Páramo, 1953-1955, cuando su mujer se desesperaba al verlo borracho aunque en casa no hubiera botella alguna y que sin que su marido saliera a la calle. (Se descubriría que el vecino de arriba, el pintor Pedro Coronel, le pasaba ron o tequila por un cordel que comunicaba las ventanas de los cuartos de baño de ambos.) Este tipo de anécdotas sobre las borracheras de Rulfo son numerosas: Juan Carlos Onetti —que afirmó lo a gusto que se sentía con él estando en silencio—, Tomás Segovia, Guillermo Samperio o Fernando del Paso comentaron escenas etílicas vividas con Rulfo, llegando a considerar el último de estos tres que fue el alcohol el catalizador de las depresiones del autor jalisciense. Al fin, según diferentes testimonios, Rulfo fue dejando la bebida a finales de los años setenta o comienzos de los ochenta, para sustituirla por coca-colas y un aumento de su consumo de tabaco, lo que incidiría en el letal cáncer de pulmón que padeció: «Todos sus amigos lo recuerdan, como Arturo Azalea, “mañana y tarde con un cigarrillo entre los labios”. El tabaco y un vaso de refresco o de agua funcionaban como parapetos que lo defendían de los demás y, a la vez, le servían para “esconder mejor sus pensamientos esenciales o algún sentimiento imprevisible que estuviera a punto de irrumpir”», escribe Roffé.

Elena Poniatowska habló de él como de «un ánima en pena», de un sonámbulo que hacía desganado lo que la cotidianidad demandaba, de alguien que tenía otro ritmo, de ahí que la primera vez que le hiciera una entrevista, en 1954, la escritora tuviera que esperar media hora a la respuesta. Lo que poquísima gente sabrá es que poseía una de las bibliotecas más eruditas de México y una colección de música clásica completísima. No en vano, Poniatowska siempre tuvo mucho que decir sobre Rulfo, como el lector comprobará al introducirse en Juan Rulfo. Biografía no autorizada, con la cual fuimos rastreando las inseguridades de este hombre «cordial y caballeroso», «tímido y triste», reacio enfermizamente a hablar en público, aunque le encantara viajar y acudir a congresos literarios.

Todo lo que sabemos sobre Rulfo, pese a la amplia bibliografía escrita sobre él, no evita que su figura siga rodeada de un misterio y una leyenda que no parece que nadie vaya a descifrar: la de un talento para narrar tan portentoso como exiguo, como si a falta de otros libros que los dos únicos que escribió enfatizará su valor a través de sus silencios.

 

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