En cualquier caso, en contra del moderno interés por lo racional, canónico y unitario, el gusto contemporáneo se viene recreando en combinar y recombinar elementos, algo que han llevado al extremo las culturas pop al hibridar, guiadas por los parámetros mercantiles de la industria cultural, fórmulas creativas tenidas por «altas» con otras «bajas», al fusionar sus géneros y al insertar elementos de unas obras en otras. Todo ello se evidencia en lo usual de términos como ready made, collage, kitsch, sample y el más reciente meme.

En La bola de cristal, con aquella conciencia posmoderna que ya daba paso a lo transmoderno, abunda la diversidad de formatos artísticos y de sus códigos correspondientes, algo bastante arriesgado para el público general de la época, aunque se antoja menos peliagudo ante una audiencia infantil y juvenil todavía sin moldear por las convenciones estilísticas. Se ponía en juego un denso diálogo en el que la única pauta de unidad, lo único verdaderamente esperable era, precisamente, la fragmentación discursiva, aquella falta de uniformidad expresiva que generó una apertura receptora sin precedentes en nuestra televisión, lo que encaja perfectamente con la noción de contingencia. Pero La bola ya no era tan posmoderna sino transmoderna, entre otras razones porque sus creadores no se podían amparar en la disolución radical de las fronteras discursivas y estéticas para poder expresarse de manera tan abierta y variable que el público no los entendiera, pues sería inadmisible en la industria mediática. Al contrario, deseaban hacerse entender por toda su audiencia e instruirla, entre otros asuntos, acerca de los grandes saberes y tradiciones occidentales, pero desde el ángulo renovador que le ofrecía la combinación de los incipientes avances electrónicos con las estéticas de lo fragmentario y artísticamente impuro que ya habían asentado las artes posmodernas. Hibridación, en definitiva, entre un relato racional y su expresión con unas fórmulas diversas y creativas que solo eran concebibles en aquel momento de libertad mediática que disfrutó La bola de cristal. ¿Acaso no era tan instructivo como revisionista que una rana, tras el beso de la doncella, la premiase recitando las leyes gravitacionales de Newton en vez de convertirse en príncipe? Pura hibridación entre la fantasía tradicional y los saberes científicos, al compás de una incipiente transmodernidad de la que ya se empezaba a tomar conciencia. Precisamente, en el último programa de La bola (16’11’’) se rememoró la presentación de Ducky Donald como:

[…] Una polifacética figura, una auténtica personalidad controvertida y muy, muy polémica, que ha ido ascendiendo en los campos más variopintos de esta, nuestra sociedad, que casi podríamos denominarla como neoposmoderna. Diseñador de modas atrevido y revolucionario, político, cineasta, filósofo, escritor, hombre de costumbres yuppies, desencantado ya de la generación del sesenta y ocho. Ideología propia. […] Anarquista de corazón, pero socialdemócrata de razón. Libertario en sueños, aunque decididamente partidario del liberalismo cuando se despierta.

Palabras que sintonizan con las de Rodríguez Magda (2004, pp. 122-123) sobre el nuevo paradigma transmoderno: «[…] Urge volver al criterio, al valor, al sujeto, incluso tal vez a la realidad… [es decir, a la ratio moderna], pero asumiendo las aportaciones posmodernas, creando a partir de ellas, transcendiéndolas, no retornando atrás. […] Urge instalarse en la transmodernidad, una situación vital, estética y teórica que retome los retos pendientes de la modernidad asumiendo las críticas posmodernas».

Eso es exactamente lo que propugnaba La bola de cristal: ensalzar las bondades de los hallazgos tecnológicos, de la alta cultura y de la razón crítica, pero sin renunciar, en ningún caso, a la libertad creativa. En otras palabras, de la movida se incorporó el espíritu de renovación y de diversidad, aquella libertad de expresión posfranquista que, al amparo de las estéticas transgresoras posmodernas, combinó el compromiso político con inculcar valores humanos, integró la enseñanza de la tradición cultural y de asuntos tecnológicos y científicos, dio voz a nuevos artistas y a otros consagrados, desde la cantante de folk infantil Rosa León hasta el heavy metal de Los Tigres… Señala, pues, Lolo Rico: «La bola hizo un género de revolución, un tipo de revolución, una revolución en la que había una ideología claramente marxista, había una estética claramente de la movida y había un equipo maravilloso» (Suárez, 2015, 22’10’’).

Pero sí renunció La bola a aquel absoluto relativismo estético de la movida y a aquella resultante permisividad por la que podía prevalecer la novedad creativa sobre la ejecución aceptable. Fue un programa atrevido e innovador, pero siempre manteniendo un criterio creativo bien arraigado en el conocimiento de las corrientes artísticas de todos los tiempos y que observaba la factura técnica deseable en un medio de comunicación nacional. La misma cabecera de los primeros programas y el cierre del último evidencian que el equipo creativo y técnico de este programa estaba muy al corriente de la preocupación posmoderna sobre la confusión –hibridación– de los límites entre lo real y lo aparente; asunto que nos ha llegado desde la tradición clásica mediante jalones como el Barroco y el Romanticismo. Así pues, el recorrido inicial de un niño hasta el corazón de un plató, así como la panorámica final desde lo representado hacia el equipo del programa, expresan unas transiciones entre el mundo empírico y el relato construido que, acaso, se inspiraron en tres señeras películas muy recientes entonces: Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1985), donde Carlos Saura mostró todo el artificio creativo teatral y cinematográfico para evidenciar dicha confusión de límites.

Como otro rasgo transmoderno, el respeto en La bola por los saberes científicos no impidió rechazar ese discurso tecnócrata moderno que habían reavivado los avances de la electrónica. Tanto es así que no dudaron en proponer a los telespectadores un reto que todavía recordamos: «Tienes quince segundos para imaginar algo… Si no se te ha ocurrido nada, a lo mejor deberías ver menos la televisión». Es más, las invitaciones a leer eran muy frecuentes y podemos destacar, entre otras, la que se infería cuando un simpático perro, tras jactarse de su libertad para ir a donde quisiera y hacer lo que le apeteciera sin ser reprendido, nos aconsejaba: «Si quieres ser como yo, aprende a ladrar y no leas nunca».

En línea con su discurso integrador de diversas manifestaciones culturales, La bola de cristal presentaba un eclecticismo basado en fragmentos audiovisuales recontextualizados. En efecto, Rodríguez Magda (2004) destaca la cita como un elemento expresivo que, al ser recurrente en las últimas décadas y potenciar la fragmentación discursiva, demuestra la predisposición creativa transmoderna hacia la mencionada ausencia de unidad. La autora no delimita dicho concepto de cita, pero las acertadas concreciones de Genette desde la transtextualidad (1989) nos permitirían clasificar debidamente las innumerables referencias literarias, musicales, cinematográficas y plásticas que, combinadas con otras de carácter científico, político y antropológico, recorren las 176 entregas de La bola de cristal.

La labor del documentalista Paco Quintanar fue fundamental para recuperar ese sinfín de imágenes procedentes de archivos televisivos y cinematográficos e insertarlas en los contextos más insospechados. También son memorables los pasajes mitológicos de la sección «El librovisor», donde Pedro Reyes y Pablo Carbonell encarnaban a personajes de la tradición clásica bajo la mirada atónita de Alaska. Varios de estos sketches están recogidos en el programa recopilatorio del 15 de enero de 1986, como un hilarante Polifemo vestido a lo cyberpunk y un Hércules que trataba de superar sus doce pruebas con un marcado acento andaluz.

Y es quizás en esta asunción de la no originalidad donde reside la mayor originalidad de la cultura posmoderna. Aun cuando ello no deja de ser un ejemplo de cómo transformar la necesidad en virtud. Pues no debemos olvidar que citamos porque nos encontramos ante una cultura exhausta, que ha sustituido el carácter de originalidad de la obra de arte, que definía la época moderna, por la producción en serie, por la necesidad de una producción masiva (Rodríguez-Magda, 2004, p. 112).

Así pues, aunque se puede afirmar sin recelo que, en una milagrosa coyuntura de libertad política y escaso control mediático, La bola de cristal se hizo eco del espíritu libertario y ecléctico de la movida y nos presentó a muchos de sus iconos, es necesario señalar que la más señera aportación de este programa no consistió tanto en inmortalizar aquellos rostros de lo creativo y lo contestatario y aquellas apariencias extravagantes y estrafalarias, sino en dar testimonio de que se puede hacer televisión formativa, informativa y entretenida –los tres pilares en que deberían apoyarse los medios generalistas– sin acudir a fórmulas trasnochadas y tratando a la audiencia infantil y adolescente como individuos –y no masa– capaces de entender, desde sus capacidades y perspectivas particulares, mensajes complejos con varios niveles de lectura y que apelen a dimensiones del mundo adulto, en consonancia con la actual línea creativa de los estudios Pixar.

Desde su espíritu renovador y educativo, un programa como La bola se había emancipado de los parámetros del ocio televisivo habitual, lo que estaba en consonancia con el cambio de rumbo que había efectuado el ocio tradicional al surgir la movida. Los bares «[…] ya no son un sitio donde la gente va a beber, sino son un sitio donde la gente va a hacer más cosas. […] Había música, había pintura, se estaba moviendo algo» (Castro, 2020, 8’40’’). Durante aquella «década prodigiosa» de transición política entre la dictadura y la democracia, aquella explosión nacional de libertad expresiva había confluido, sin saberlo, con el arranque de otra transición, esta de ámbito internacional, desde lo posmoderno hacia lo transmoderno. Los ambientes de la movida, donde se podía acceder a materiales internacionales hasta entonces inalcanzables –sobre todo musicales–, propiciaron la convivencia y progresiva hibridación de perfiles sociopolíticos muy diversos, favoreciendo la incorporación de nuestro país a corrientes socioculturales populares de miras mucho más amplias y heterogéneas.