POR  PATRICIO PRON

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Søren Kierkegaard comparó en alguna ocasión la lectura de las reseñas sobre sus libros con «el largo martirio de ser pisoteado hasta la muerte por los gansos». John Steinbeck aconsejó ignorar a los críticos «a no ser que los bastardos tengan el coraje de elogiarte sin restricciones». El compositor finlandés Jean Sibelius también sugería que no hay que prestarles atención porque «ninguna estatua ha sido erigida jamás en honor de ninguno de ellos». Un tiempo atrás, hace muchos años, al comienzo de lo que algunos podrían describir como «una vida literaria», yo encontraba cierto placer en anotar los mejores ejemplos de lo que llamaba la «mala crítica», es decir, los casos más flagrantes de una defección que me parecía, y me parece, especialmente acusada en la crítica en español que se escribe en ambas márgenes del Atlántico.

Un puñado de ejemplos es todo lo que perdura de ese intento de fijar en el tiempo una insatisfacción; cosas como: «Hay en la fragmentación del discurso, en la tensión ejercida sobre la insuficiencia de la palabra, un caos carnal, lacerado. Un caos que gotea un rojo rosáceo como si fueran pistas en el camino de traducir esa voz de las entrañas al lenguaje prosaico de lo humano. [El libro] reluce en un fulgor implacable que pugna por salirse del propio texto en forma de brasa que quema y alerta»; «De alguna manera esta traducción visual de X, en su contracción textual asociada a una imagen se produce un eco que subraya cierta hermandad con la viñeta y el texto sin un continuum de trama que es Y del escritor Z»; «Cuando digo que [este libro] me ha dejado frío no quiero indicar necesariamente que no haya conseguido lo que el autor o la autora se han propuesto. Pero eso es una cosa, y muy otra, que uno se haya sentido interesado por sus resultados, incluso cuando estos hayan sido irreprochables desde el punto de vista estético. […] El libro está salpicado de citas de autores, de películas que [el autor] relaciona con la experiencia familiar, las cuales le sirven no solo para ilustrar sus consideraciones acerca del tema que le ocupa, sino para deslizar conclusiones con las cuales este reseñista no está de acuerdo»; «Nada mejor que el primer X para patentizar cómo se borra el yo narcisista que […] permitía constituir un resistente epicentro elocutivo. […] El sujeto palpitante, opaco, del revoltijo corporal, el sujeto carnal se enfrentará con el impasible, transparente y vacío sujeto gramatical para movilizarlo, afantasmarlo, diversificarlo, rebajarlo, retornarlo a la base somática. […] Descendida al fondo sémico, al tiempo y al espacio unitivos, allí donde el ritmo vocal reencuentra el bucal, la lengua, melificada por el placer oral y glótico, opera su regresión genética, abandona la estructura frástica por la sopa sonora».

Como digo: cosas así.

«Un buen escritor no es per se un buen crítico, del mismo modo que un buen borracho no es automáticamente un buen camarero», afirmó Jim Bishop; si el alcohol había jugado algún papel en la elaboración de estos ejemplos de «mala crítica» es algo que escapaba a mi conocimiento, como escapaba también a él bajo qué cúmulo de circunstancias un crítico profesional podía reseñar negativamente en una publicación, en principio, seria un libro de resultados «irreprochables desde el punto de vista estrictamente estético» solo porque no estaba «de acuerdo» con las opiniones de su autor, cómo se «afantasma» el sujeto gramatical o qué cosa podía ser una «sopa sonora». No hubiera sido difícil culpar a los autores de estos textos de una oscuridad deliberada, de una cierta torpeza y de unos arrebatos líricos que impiden la aproximación del lector al libro reseñado, oculto como este queda tras la figura monstruosa del crítico con inclinaciones masturbatorias: de hecho, echarle la culpa a los críticos –esos «piojos» en los rulos de la literatura según (Alfred) Tennyson– es uno de los hábitos más firmemente arraigados en los escritores, en particular en aquellos que se creen perseguidos por los insectos anopluros. Pero la culpa no es de los críticos, o no solo de los críticos, por supuesto; como observó W. H. Auden, «la mayoría de ellos quizá preferiría comentar solo aquellos libros que, pese a sus errores, les parezcan dignos de leerse. Ahora bien, si un crítico asiduo de uno de los abultados periódicos dominicales hiciera caso a sus inclinaciones, su columna estaría vacía al menos uno de cada tres domingos. Y si un crítico consciente que tiene que comentar un nuevo libro […] reconociera que lo único apropiado sería copiar una serie de citas sin hacer comentario alguno, el editor se quejaría de que no se merece el dinero que le pagan».

 

2

Quizás sea cierto que la complacencia con las demandas del público, que algunos denominan «claridad», se opone a la naturaleza de la literatura, que no responde a ninguna demanda sino más bien la crea; pese a ello, no parece del todo inapropiado reclamarle a la crítica literaria una claridad sin simplificación, algo no tan fácil de alcanzar pero tampoco imposible. Noël Coward sostuvo: «Los críticos nunca me preocupan, excepto cuando tienen razón, pero eso no sucede muy a menudo». Y, sin embargo, pese a todo, algunos escritores –por el caso, yo mismo– leen las reseñas acerca de su trabajo y también del trabajo de otros y no siempre lo hacen en procura de dar con el «elogio sin restricciones» que exigía Steinbeck, sino con la expectativa de que su trabajo –y, en particular, los rincones más oscuros de ese trabajo, aquellos de los que él solo fue consciente a medias, o desconocía en absoluto– se le devuelva iluminado y potenciado por la lucidez de una mirada distinta, idealmente, personal, articulada y fundada en un volumen mínimo de lecturas y en una cierta, mínima, formación.

Mi proyecto de reunir ejemplos de la «mala crítica» y, eventualmente, publicarlos algún día, a modo de denuncia o de resarcimiento, cayó, en términos generales, por la abundancia de ejemplos, y porque, como aconsejó Danilo Kiš, es necesario protegerse del cinismo, en particular del propio. Sin embargo, una consecuencia no del todo indeseada de haber querido llevarlo a cabo fue que me obligó a pensar en la posibilidad de una «buena crítica» y a hacer de algunas ideas en torno a ella algo parecido a un horizonte de posibilidades.

¿No podía haber, acaso, en frases como «Nada de ello desmerece la calidez, la protección con que este artefacto verbal acoge la inmersión del lector en la génesis poética que actúa» o como «Esta impugnación de la imagen del mundo y del mundo de la imagen, esta pérdida del poder aurático, del poder catártico del arte entran en conflicto con la búsqueda de la evasión protectora, del reparo placentero y placentario» una enseñanza o una advertencia? Buena parte de mi trabajo como crítico surge de la convicción de que sí, de que es posible evitar los vicios recurrentes de la crítica literaria en español para avanzar hacia una crítica que, sin creer en el carácter apodíctico de sus propios juicios, y hablando desde un cierto lugar –un país de origen, un país de residencia, una formación específica, unas preferencias concretas, una edad, un género– que no es disimulado, pero tampoco convertido en el argumento excluyente de validación del juicio crítico, propicie ciertas conversaciones en torno a algunos textos a los que vincule con otros pertenecientes a la tradición o a la más absoluta contemporaneidad; que los coloque, por decirlo así, en un mapa.

 

3

No parece necesario hacer una defensa de los prejuicios, ya que resulta evidente que estos gozan de buena salud. «Que todos tengamos una dice poco en favor de la opinión», afirmó el cineasta Rodrigo Cortés, que dio cuenta así del hecho realmente penoso de que, a diferencia de la opinión, la inteligencia, el conocimiento íntimo de aquello de lo que se habla y una cierta apertura no están muy extendidos ni siquiera en el ámbito de la crítica literaria, en el que, como en las redes sociales que le sirven de modelo, todo se limita a afirmar si algo «gusta» o «no gusta» a alguien; así, no son pocos los críticos que tienden a concluir sus textos con una invitación a la compra de cierta novela y a que los lectores «no se la pierdan» o directamente la consideran «la mejor novela de la década» o «la novela del año», cosa que la beneficiaria de esta afirmación, tan arriesgada como vacua, es, a menudo, solo por una semana, cuando, sorprendentemente, «la mejor novela de la década» resulta otra.

La defección de la crítica literaria, convertida en herramienta de promoción del negocio editorial, ha ido acompañada en los últimos años de la reducción del número de sitios en el que es publicada: en el número de julio y agosto de 2012 de Cuadernos Hispanoamericanos, una publicidad de la Asociación de Revistas Culturales de España (ARCE) reseñaba ciento diez publicaciones, muchas de ellas, dedicadas a los libros; algo menos de una década después, en el catálogo de esta organización correspondiente a los años 2020 y 2021, las revistas son solo cincuenta y cinco, la mitad.

Naturalmente, la disminución del número de publicaciones culturales, y la del número de páginas de los suplementos y revistas culturales de la prensa generalista, se ha visto compensada por la aparición de nuevas publicaciones en línea y de un aumento de la conversación sobre libros en las redes sociales; el problema es que en esos ámbitos, a la vez que la popularidad reemplaza a la excelencia, no existen las condiciones necesarias para una profesionalización del crítico: si no accede a la profesionalización este, por una parte, no puede leer todo lo que debería y, por otra, depende por completo de la satisfacción de las expectativas de su público y de la industria editorial, a la que debe seducir mediante reseñas entusiastas y blurbs y a través de la aceptación de sus estrategias comerciales para tener la impresión de que se sienta a la gran mesa –por cierto, completamente imaginaria– de la literatura y de la crítica.

Bajo condiciones como estas, no es del todo justo pedirle a la crítica literaria en español algo más que opiniones breves sobre rasgos superficiales de los textos que le generen adhesión o rechazo, consignadas apresuradamente, ad hominem –puesto que, como escribió Ezra Pound, «es fácil descubrir al mal crítico cuando empieza por hacer comentarios sobre el poeta en vez de comentar el poema»–, carentes de esa «tensión permanente» que Terry Eagleton consideró la esencia de la crítica, a la que esta no debería renunciar nunca si no desea perder toda legitimidad.

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