Afrancesado, Larra se pregunta en 1835, contemplando los desérticos paisajes españoles: «… Viajando por España se cree uno a cada momento la paloma de Noé, que sale a ver si está habitable el país; y el carruaje vaga solo, como el arca, en la inmensa extensión del más desnudo horizonte. Ni habitaciones, ni pueblos. ¿Dónde está la España?». A través de Larra y Gautier, viajeros y artistas del 98 descubrieron unos paisajes devastados por unos males de la patria que ya habían atormentado en bastante medida a los poetas del Barroco y los ilustrados de finales del xviii. Paisajes contemplados con la misma amargura por Darío de Regoyos e Ignacio de Zuloaga, entre otros. Antonio Machado toca esos mismos paisajes con la gracia popular y trágica del Romancero y la Biblia.

 

La Generación de 1927 y sus grandísimos poetas abrirían nuevos territorios por explorar a la lengua y la poesía españolas. Pero la inmensa alfaguara abierta por Antonio Machado, en cafetuchos y hoteles de paso parisinos, entre 1899 y 1912, continuaría siempre muy viva un siglo más tarde, a través de la síntesis de muchos de sus discípulos, comenzando por Luis Rosales.

Pero vuelvo a las influencias subrayadas por Azorín: «Por encima de estas sugestiones particulares, como dominándolas a todas, se podrían marcar algunas ya indicadas entre los nombres citados, pero que tuvieron más fuerza que las demás. Tales son las de Nietzsche, Verlaine y Teófilo Gautier. El filósofo alemán era en 1898 desconocido en su verdadero carácter; comenzaba a asomar en Francia; se le había expuesto en un estimable libro en Italia. Pero Nietzsche era en la época citada para la juventud, tanto en España como en Francia, un destructor, un rebelde, un revolucionario. Pocos años después, cuando se le tradujo íntegramente al francés y se le estudió detenidamente, la idea de Nietzsche sufrió una transmutación considerable. Pero el pensador alemán hizo brotar en España muchos gestos de iracundia y múltiples gritos de protesta. Teófilo Gautier, por otro lado, ayudó a la juventud de 1898 a ver el paisaje de España. Su Viaje a España fue leído y releído por aquellos muchachos que renovaban la memoria de Larra y comenzaron a amar los viejos pueblos castellanos».

Las referencias canónicas de Azorín quizá debieran «matizarse» de nuevo. Zola había ejercido poco antes o por los mismos años una influencia cierta en Blasco Ibáñez, que fue en su tiempo el autor español más cosmopolita y adinerado, cuya fama nació en París, siempre. Schiller y Heine ejercieron una gran influencia en Joan Maragall, diez años más joven que Baroja, que nunca ocultó su fascinación por el Hugo de Los miserables (algunos de cuyos personajes son recuperados en algunas novelas barojianas) y por los relatos folletinescos de Eugène Sue. El «pequeño filósofo» de Monóvar debe mucho a Montaigne y los moralistas franceses del xviii La mera crónica periodística de los escritores españoles afincados temporalmente en París –de Larra a Jorge Guillén, pasando por Zamacois y buena parte del 98– quizá sea un género bien definido e indispensable para intentar comprender referencias, relaciones e influencias. Grandes periodistas muy fin de siglo, como Luis Bonafoux, Isidoro López Lapuya y Enrique Gómez Carrillo, entre otros, realizaron un trabajo excepcional como publicistas, oficiando de «vasos comunicantes» a través de sus crónicas parisinas publicadas en España y las Américas; a través, así mismo, de más o menos efímeras publicaciones parisinas. En otro plano, la historia de la guerra europea de 1914-1918, publicada en fascículos por Vicente Blasco Ibáñez, es un documento histórico de primera importancia. Es leyenda más o menos fundada que el presidente Raymond Poincaré pidió a don Vicente que escribiese esa historia y/o una novela con Verdun al fondo. El más cosmopolita de los escritores españoles de su tiempo no necesitaba de tales peticiones para embarcarse en los proyectos periodísticos y novelescos más exitosos, que incluso sedujeron a Hollywood.

En esa luminosa estela, las crónicas de Azorín y Valle Inclán sobre la Primera Guerra Mundial –«París bombardeado» (1918) y «Un día de guerra. Visión estelar» (1916-1917)– anunciaban el advenimiento del periodismo moderno en España, fechado en París. Azorín publicó en ABC, el 2 de junio de 1905 la primera crónica retransmitida telegráficamente en un periódico español, intentando «disipar infundadas alarmas» con motivo del legendario atentado terrorista contra Alfonso XIII, en París.

Años atrás, Larra y Baudelaire había roturado y sembrado los territorios que terminarían germinando en París ca. 1898. Afrancesado emérito, Larra sería el primero de los maestros de una o dos generaciones posteriores. Descubriendo a Goya –otro afrancesado– desde una óptica definitivamente contemporánea, Baudelaire nos ayuda a comprender uno de los pilares de la pintura moderna. El París que descubren y pintan los artistas del 98 culmina un proceso de mutua fecundación. El impresionismo de Sorolla, las parisinas de Casas, los tejidos de Fortuny –utilizando temas mozárabes, arábigoandaluces, como el de las aves pareadas que seducían al joven Proust–, los nocturnos parisinos de Anglada Camarasa, ponen de manifiesto una pasión por las cosas y luces parisinas que es el anverso español de la pasión de Manet por las señoras de Goya y la pasión de Gautier por la España profunda. La España negra de Zuloaga y Darío de Regoyos está contemplada desde Bruselas y París.

Pasiones íntimas que cristalizan en los meandros urbanos de la metrópoli parisina.

En el caso de Azorín, la cultura francesa y París son indisociables del ritual vagabundeo solitario. Descubriendo la ciudad, sin cesar comenzando, durante medio siglo corto, Azorín explora muy otros territorios íntimos, históricos y genuinamente españoles.

Azorín no es un «peatón de París» a la manera de Léon-Paul Fargue –Le Piéton de Paris (1939)– o Léon Daudet –Paris vécu, (1929-1930)–, autores con quienes pudiera compartir gustos, aficiones y vagabundeos, incluso circunstanciales complicidades políticas. Daudet y Fargue evocan con nostalgia y sabiduría un París ido que ellos contribuyen a instalar en la hornacina de los grandes monumentos de la memoria personal. Sin duda, Azorín puede dejarse llevar por una cierta nostalgia, por momentos; pero su descubrimiento, revelación y elegía de la gran ciudad es muy otra cosa. Azorín descubre en París una arquitectura urbana y espiritual que le ayuda a construir una morada íntima donde intentar resistir al eterno retorno de las catástrofes históricas (Walter Benjamin dixit).

Muchos otros grandes escritores hicieron de París la ciudad de sus sueños. Valga el ejemplo tantas veces citado en vano de A Moveable Feast (1964). En ese libro, París es el escenario mítico donde el Hemingway de la madurez última evoca la ciudad de su juventud perdida. Se trata de una elegía a una ciudad desaparecida, muy alejada de la patria de su autor, invisible y ausente de la elegía parisina. Quizá se trate de una elegía universal, claro está. Las elegías azorinianas a una de las ciudades más importantes de su obra –si no la primera– son de muy otra naturaleza: a través de París y la cultura francesa, Azorín viaja sin cesar a una España que intenta comprender y explicar a través de los espejos culturales parisinos. En bastante medida, París ayuda al escritor de Monóvar a intentar comprender España, a intentar imaginar otras Españas posibles.

En verdad, las obras azorinianas de referencia directa a París o a Francia sólo son una parte sustancial, pero parcial, en definitiva, de una reflexión que tiene muchas otras facetas, indirectas. Entre España y Francia. Páginas de un francófilo (1916, 1917); París bombardeado (1919); Racine y Molière (1924); Españoles en París (1939); Pensando en España. Cuentos o evocaciones del pasado español, escritos en París, 1939 (1940); París (1945, 1966); Con bandera de Francia (1950) pueden leerse como el corpus central de la reflexión azoriniana sobre la capital francesa. Pero, cómo olvidarlo, París y la cultura francesa también ocupan un puesto bastante central en muchas otras obras importantes y significativas. Recuerdo, al azar, a título meramente indicativo, obras como Anarquistas literarios (1895), cuchet, demágogo (1898), Superrealismo (Prenovela) (1929) o los recuperados Artículos anarquistas (1992) entre otros artículos por recuperar, sospecho. Huellas parisinas de un purgatorio español, muy castizo.

Azorín describe con mucha y preciosa precisión el puesto de la gran metrópoli parisina en su obra, en un artículo publicado en La Prensa el 1 de octubre de 1939, «El pintor de España»:

«En París, al cabo de tres años […] he acabado de ver yo a España. [ .. ] He procurado estudiar a España en la Historia, en los clásicos, en los paisajes, en los hombres. Pero sólo cuando he estado fuera de España he sentido con toda intensidad a España. […] De este estudio ha salido mi España. Y no hubiera podido salir, tal como es, de un estudio español. De España venía yo cargado de imágenes. Y al llegar aquí, en la soledad de este estudio parisién, a tantas leguas de España, advertía que, por contraste con el medio y con el estímulo de la añoranza, esas imágenes iban adquiriendo una intensidad, una emoción, un lirismo, que me sorprendían a mí propio».

 

Quizá sea ésa la cuestión esencial.

De su estudio parisino sale su España. Y no hubiese podido salir de otro lugar. Azorín descubre España «con toda su intensidad» fuera de España, en París. Sus soliloquios y vagabundeos parisinos le descubren una España que las calles, el paisaje urbano, los clásicos franceses, el dédalo de la gran ciudad, le ayudan a pensar a través de los perfumes, ruidos, arquitecturas, iglesias, museos, estaciones de ferrocarril, oficios, jardines, alumbrados, transportes públicos, escaparates, publicidad, periódicos, librerías, mercados y mercadillos por donde el flâneur azoriniano escruta –a la luz íntima de las primeras luces del alba, en los sucesivos estudios de la clausura parisina donde prosigue su búsqueda más íntima a través de la escritura– el devenir de su reflexión sobre España, sus hombres, sus pueblos, sus paisajes, sus dramas.