En los primeros meses el Colegio de España debió de parecer un hotel al que llegaban precipitadamente refugiados, no sólo de España (como Américo Castro o Pío Baroja), sino también desde Roma, como Xavier Zubiri con su esposa Carmen Castro. Este ir y venir (pues al alargarse el exilio muchos de estos intelectuales buscaban un alojamiento menos estudiantil) se refleja en La España que pudo ser, las valiosas memorias de Carmen de Zulueta, quien también viajó de Roma a París con su familia: su padre había sido embajador de la República en el Vaticano y sus hermanos se instalaron en el Colegio.
Pío Baroja, sin embargo, por conveniencia y baratura, resistió en esta residencia universitaria desde septiembre de 1936 hasta que tuvo que ser desalojada en el otoño de 1939, ya a principios de la Segunda Guerra Mundial. Su falta de sintonía con el entorno universitario resultaba pintoresca, como reflejan Azorín (en París) y, más detalladamente, Josefina Carabias en Como yo los he visto. Incluso Ramón Gómez de la Serna se hizo eco en Buenos Aires, en sus Retratos contemporáneos, de algunas llamativas anécdotas relacionadas con la oportunista vida estudiantil de Baroja.
La presencia de la ciudad de París en la literatura de Pío Baroja es inmensa, tanto en cantidad como en calidad. Y se inspira en una familiaridad adquirida gracias a sus sucesivos viajes y largas estancias en ella: 1899, 1904, 1906, 1913, 1936-1940. Él mismo declara que, como le sucedía en Madrid, el París que le atrae no es el prestigioso, el armónicamente bello, sino el marginal: el desordenado de las mezclas y los agudos contrastes. En sus novelas Baroja siempre demuestra una gran sensibilidad arquitectónica y urbanística: con frecuencia el trasfondo de los lugares y las atmósferas llega a relegar a un segundo plano a los personajes y la acción (lo que explicaría la admiración de Josep Pla). Y de París habla con una naturalidad equiparable a la de Modiano: cualquier detalle insignificante denota con su exactitud una ciudad intensamente vivida (y, sobre todo, paseada); una ciudad que, por otra parte, resultando atractiva, no parece para nada extraordinaria.
Aparte de dos novelas muy anteriores (1906 y 1907) de ambiente parisino decimonónico (Los últimos románticos y Las tragedias grotescas), significativamente la mayoría de las páginas dedicadas a esta ciudad las escribió Baroja poco después de su estancia más larga en ella. En la primera entrega de sus memorias, Desde la última vuelta del camino, redactada a finales de 1941, relata su descubrimiento de la ciudad en 1899: se centra en el enclave turbio del centro (por el esoterismo y el hampa) situado entre la plaza Maubert y el Sena, para luego bajar hasta la zona de la plaza de Italia y Glacière, por donde se alojó. En la mirada y en los lugares de estas excepcionales páginas Baroja coincide bastante con el fotógrafo Atget: vendedores callejeros, la pululante calle Mouffetard, los escaparates de tiendas añejas, los curtidores del riachuelo Bièvre (aún no enterrado), los palacetes dieciochescos (con sus estatuas y jardines) a medio derribar por las inconclusas reformas de Haussmann, las sórdidas pensiones, los casos truculentos. Todo ello envuelto en una atmósfera de sombría decrepitud, con el polémico affaire Dreyfus al fondo.
Los largos meses en el Colegio de España dieron a Baroja la oportunidad de explorar dos barrios muy acordes con sus gustos. En la primera novela del exilio, Susana y los cazadores de moscas (1938), transpone sus paseos por la zona del distrito catorce comprendida entre la Cité Universitaire y, hacia el norte, la encrucijada de los bulevares de Montparnasse y Port Royal, aproximadamente. Baroja capta muy bien la heterogeneidad de esta zona: los misteriosos subterráneos de las catacumbas y de los depósitos de agua del Vanne con sus pabellones en lo alto, los taludes restantes de las antiguas fortificaciones, los trenes elevados, los edificios de talleres de artista, la mezcla de naturaleza y artificio en el parque de Montsouris, del que fue invitado a hablar en una emisión de radio. Y, sobre todo, el hospital psiquiátrico de Santa Ana y la cárcel de la Santé, que, entrevistos tras las tapias, le suscitan una curiosidad morbosa. En las Canciones del suburbio (1944) aparecerán después tales parajes, así como el verdugo que aún ejecutaba la pena capital en la guillotina instalada a las puertas de esa prisión.
En la novela siguiente, Laura o la soledad sin remedio (1939), Baroja incorpora sus incursiones al sur del Colegio y a lo largo del cinturón de ronda: los cercanos bulevares periféricos que llevan los nombres de mariscales del Primer Imperio. Le fascina sobre todo el aspecto ambiguo de estas afueras donde la urbe se desvanece: los asentamientos de traperos y los descampados al pie de los nuevos bloques de viviendas y de la flamante Cité Universitaire, las suburbiales casitas con jardín junto a altas chimeneas industriales, una fábrica de motores de avión, las estridentes atracciones de feria y los mercadillos domingueros en las antiguas puertas de la ciudad. En la otra punta de París (en el noreste, en el distrito diecinueve) Baroja descubre otro barrio «raro» alrededor del parque de Buttes-Chaumont, un parque que también inspiró muchas páginas de Le paysan de Paris de Aragon. Le sorprenden la extraña nomenclatura de la zona, las apiñadas colonias de chalets, lo pintoresco y abrupto del parque, los numerosos inmigrantes judíos. En este barrio (también descrito en Los caprichos de la suerte, la novela rescatada en 2015) situará la trama de El hotel del cisne (1946).
Al regresar a Madrid los recientes recuerdos de París se convierten en una cantera de literatura: Baroja los aprovecha para nuevas novelas. Además, muchas de las páginas de las sucesivas entregas de las memorias o de sus colaboraciones en la prensa americana correspondientes a su exilio parisino las copia y amplía en libros misceláneos como Aquí París, Paseos de un solitario o Pequeños ensayos. Independizada de una trama y unos personajes, la ciudad cobra en ellos protagonismo, incluyendo su nuevo aspecto prebélico: las defensas antiaéreas, los apagones nocturnos, los refugios subterráneos durante una alarma, las caravanas de fugitivos. Estas páginas también registran las agitaciones del Frente Popular, los misteriosos asesinatos de refugiados políticos, el cosmopolitismo y la bohemia de la Cité Universitaire (con sus asociaciones y tipos excéntricos que tanto atraían a Baroja) así como la intensa vida social del novelista, que en los restaurantes y cafés del centro se veía con admiradores y con escritores franceses importantes (Fargue o Cendrars, por ejemplo), quienes otras veces (como Aragon) lo visitaban en el Colegio de España, donde mantenía una animada tertulia. En Vida en claro. Autobiografía, Moreno Villa cuenta que, a su paso por París en febrero de 1937, fue a verlo allí y le oyó decir: «Moreno, ¡qué mal hemos quedado los del 98! ¿verdad?».
También en 1937 llegó desde Valencia el pintor Gutiérrez Solana, a quien le asignaron un estudio en un torreón del Colegio. Según las memorias, Baroja frecuentó entonces a los hermanos Solana y dieron paseos juntos, aunque los retrata muy negativamente y los ridiculiza en algunas anécdotas. Sin embargo, a esta estancia de Gutiérrez Solana debemos un gran texto sobre París, una obra cuya importancia aún no ha sido debidamente reconocida.
A finales del siglo pasado la Fundación Botín adquirió para el museo Reina Sofía de Madrid unos Cuadernos de París que había heredado una criada de la familia Gutiérrez Solana y de los que por encargo del mismo museo se hizo una logradísima edición facsímil. La fidelidad de la reproducción era fundamental, ya que en ellos se combinan texto e imagen, e incluso collage: en sus recorridos por París, Solana en unos cuadernos escolares tomaba apuntes describiendo y dibujando al mismo tiempo lo observado, apuntes que a veces completaba pegándoles recortes de periódicos o libros. Aunque Solana se proponía dar al conjunto un aspecto convencional de guía ordenada por distritos o lugares descollantes, este orden queda desbordado por la heterogeneidad de los múltiples detalles captados con una penetrante mirada ya apreciable en La España negra y en sus dos libros madrileños. Su bronca sensibilidad revela un singular París a la altura de los mejores retratos de una ciudad ya de por sí objeto de una bibliografía desmesurada: los interiores domésticos entrevistos desde el metro elevado, los mercados de pulgas, los cementerios, los maniquíes y las inquietantes escenas figuradas de los museos de historia, los barracones de feria, la carne sangrante de los mataderos, los campamentos de traperos, un carnaval de suburbio, las luces de la Cité Universitaire obsesivamente encendidas en un día de nieve, las bolsas de pobreza y los desahucios, la suciedad y la decrepitud generalizadas. Como el Passagen-Werk de Walter Benjamin, el intensísimo París de Solana surge de una acumulación de fragmentos que hay que apreciar conjuntamente en la edición facsímil (para los esbozos y collages) y en la transcripción del texto (a cargo de Ricardo López Serrano y Andrés Trapiello en la edición de La Veleta, 2008), un texto apenas legible en los cuadernos debido a la pésima letra y a la brutal ortografía del pintor.