POR CARLOS BARBÁCHANO
Fotografía de Carlos Saura en los Premios Goya, 2018 por Carlos Delgado; CC-BY-SA. Fuente: wikicommos

La fotografía fue el primer lenguaje artístico que cultivó. Apenas recién salido de la adolescencia, Carlos Saura ya era fotógrafo casi profesional. Y digo casi porque al provenir de una familia acomodada no tenía que depender exclusivamente de su afición. El responsable de su vínculo con el cine fue su hermano Antonio, el acreditado pintor, quien le aconseja matricularse en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC) al que accede en el curso 1952-53 teniendo como compañeros a Julio Diamante (dirigente universitario, intelectual), Jesús Fernández Santos (autor, entre otras obras, de Los bravos) y Eugenio Martín (pronto interesante cineasta); es decir que, al tiempo que descubre el cine, crece en medio de un ambiente cultural y político esperanzador. Se quedará varios años en el Instituto como profesor nada más graduarse, ampliando su círculo de amistades a buena parte de la generación literaria de medio siglo en las tertulias del Gijón y del Comercial donde frecuenta a escritores como Ignacio Aldecoa, Daniel Sueiro, Luis Martín Santos, Carmen Martín Gaite o Rafael Sánchez Ferlosio. Autores que estrecharán, en sus obras y procedimientos narrativos, los vínculos entre literatura y cine, artes entre las que se crean ricos vasos comunicantes. Aldecoa es el guionista de su práctica de fin de curso, Pequeño río Manzanares; Sueiro, Mario Camus y él mismo, el de su primer largometraje, Los golfos; La caza, su primer gran éxito internacional, con Angelino Fons como co-guionista, sigue la estructura lineal y espacio-temporal de su admirado Jarama, que intenta adaptar al cine pocos años antes y homenajea en la práctica sobre el Manzanares y en Los golfos.

«Intentaría un cine brutal, primitivo en sus personajes, un cine para rodar en la serranía de Cuenca, en Castilla, en los Monegros, en los pueblos de Guadalajara, Teruel… allí donde el hombre y la tierra se identifican formando un todo. Seguramente sería un cine no conformista –aquí estaría lo aragonés- directo, sencillo de forma y muy real. Real en la valoración de las pequeñas superficies: la piel, el tejido, la tierra, las gotas de sudor… El amor hacia todo lo que forma el microcosmos que rodea al hombre».

Palabras estas premonitorias de lo que va a ser su cine y que publica la revista Film Ideal en el verano del 58, justo al finalizar el rodaje de su documental sobre Cuenca, donde, si seguimos la huella literaria, evoca la figura de Jorge Manrique y sus inolvidables Coplas al llegar a Garcimuñoz, versos aludidos en parte en su anterior puesta en imágenes del río Manzanares. Cabe recordar el momento de la siesta, cuando los campesinos reponen fuerzas en medio de una naturaleza inhóspita que parece un ensayo de lo que será la telúrica, e inquietantemente onírica, secuencia de la siesta en La caza, justo el punto de ruptura en la progresión real de la película.

Ese presunto realismo, mentado en la cita anterior, poco va a tener que ver con el realismo social imperante en la literatura española de medio siglo. Para buena parte de los autores de esa tendencia el realismo es el método empleado para llegar a una conclusión moral o política, por lo general aleccionadora. Otros, creo los más perdurables, alcanzan cierta objetividad narrativa por medio de procesos conductistas. El cine de Saura se asienta más bien en esa segunda opción: huye del didactismo y, aunque no elude la metáfora y el símbolo (la guerra civil es una constante temática que conformará su filmografía), prefiere que sea el espectador, a través de la exposición de una serie de hechos o acciones, quien llegue a sus propias conclusiones. Así ocurre ya en Los golfos, donde entra a fondo en el mundo suburbial madrileño, mostrándonos la cotidianidad de unos jóvenes para los que la vida es un callejón sin apenas salida. La única que se le ofrece a quien quiera salir del pozo es triunfar en el arriesgado oficio del toreo.

Este su primer largo supone, para algunos estudiosos, el nacimiento en 1959 de lo que se llamará Nuevo Cine Español; un movimiento que sacará las cámaras a los exteriores, que utilizará escenarios y actores naturales y con escasos medios económicos dibujará una imagen del país muy distinta a la del cine comercial imperante. Es Los golfos una crónica de lo cotidiano que nos lleva claramente al Jarama; encontramos incluso secuencias como la del refrigerio en el Manzanares, verdadero homenaje a la novela de Sánchez Ferlosio, recreando un ambiente marginal que evoca asimismo al admirado Baroja de La busca; si bien su línea narrativa se aleja de esos modelos y opta por la fragmentación. En principio dicha apuesta viene dada por las enormes dificultades planteadas en el rodaje pero de inmediato se convierte en una opción poética que narrativamente la acerca más a Tiempo de silencio que a la novela puramente conductista. Lo que aleja Los golfos del Neorrealismo, con la utilización de lo que Saura llama «secuencias abiertas», independientes entre sí, que propician la participación de un espectador que no es objeto del sentimentalismo ni de la demagogia. Su primera película es pues, como lo será buena parte de su dilatada obra, un documento abierto.

La caza (1965), en definición de su propio realizador, es el «documental de una situación límite». Tres hombres de mediana edad que vivieron la guerra y un joven emprenden una jornada cinegética en el desolado campo castellano. La fábula del cazador cazado pero también la trágica parábola de un país que aún no ha cerrado sus heridas y que volverá a revivir, valga la paradoja, la matanza fratricida. Unidad espacial y temporal con una tensión dramática in crescendo en los pequeños detalles y diferencias que entre los personajes se irán acumulando hasta el estallido final. El único que acaba con vida es quien, por su juventud, no vivió la contienda civil. Los actores son ahora profesionales, alguno, como Alfredo Mayo, icono del cine franquista; su tratamiento, a la par que simbólico, puramente entomológico. El telurismo de la propuesta, la fisicidad objetual, son casi palpables: «las armas, los poros de la piel, los insectos», recuerda Saura en su conversación con Enrique Brasó (Carlos Saura, Madrid, 1974, 126). Todo ello en una suerte de hiperrealismo que crea una atmósfera casi de ciencia ficción trazando una línea narrativa rota en la tremenda secuencia de la siesta: bajo un sol implacable los sobresaltos de los espasmos que sacuden el sueño preanuncian la inminente carnicería.

Esa violencia soterrada y finalmente directa de La caza, que consagra a Saura como a uno de los más prometedores creadores europeos, se convierte en algo mucho más sutil en Peppermint frappé (1967), cuyo trasfondo temático nos recuerda al unamuniano Abel Sánchez, en tanto que el naturalismo de su anterior propuesta es sustituido por un relato de mayor complejidad. No es casual que ahora sus referencias literarias estén más cerca del Nouveau Roman (Robbe-Grillet, por ejemplo, es citado en sus entrevistas) o de la complejidad narrativa de Jorge Luis Borges, uno de sus autores de cabecera, que de la novela social de los cincuenta, y las referencias cinematográficas recojan a su vez el legado fetichista del gran Buñuel mexicano, muy claramente de Ensayo de un crimen o Él. Tiempo y espacio aquí se funden, al igual que imaginación y realidad, sueño y vigilia. Estamos ante el relato de una obsesión: la mujer ideal, minuciosamente imaginada, reconstruida, por el fetichista y reprimido doctor provinciano que protagoniza el relato, a la manera, señala el autor, de «una novela de María Zayas que narra un proceso semejante, de recreación, de invención de una mujer» (Brasó, 162); como en el plano cinematográfico sucede en Vértigo (Hitchcock) o Ese oscuro objeto de deseo (Buñuel). Precisamente a Luis Buñuel, que quedó impresionado con La caza, dedica Saura una obra que marca un punto de inflexión en su trayectoria e inicia su colaboración con Geraldine Chaplin y Rafael Azcona. Peppermint frappé abre un camino de libertad creativa que va a emparentarlo con «los grandes imaginativos de los 60: Bergman, Fellini y Luis Buñuel», reconoce.

La entrada de Azcona en el mundo de Saura hace que se realicen por aquellos años los dos títulos probablemente más complejos y elaborados del realizador: El jardín de las delicias (1970) y La prima Angélica (1973). Cara y cruz de la misma moneda, interpretadas ambas por un excelente López Vázquez, Azcona y Saura nos trazan el retrato moral de las dos Españas: la triunfalista de las derechas (El jardín) y la España derrotada y obligadamente acallada de las izquierdas (Angélica).

Tras el curioso éxito internacional de Cría cuervos, Saura realiza en 1976 su película, con la posterior Pajarico, posiblemente más intimista: Elisa, vida mía. Reflexión sobre la vida y la muerte, protagonizada por Fernando Rey y Geraldine Chaplin y con un omnipresente fondo musical de Eric Satie. Su película más literaria, utilizando este adjetivo en el sentido más enriquecedor. Su título mismo es el inicio de la conmovedora égloga I de Garcilaso de la Vega y su personalísimo guión dará origen, un cuarto de siglo después, a la mejor y más compleja de sus novelas.

En los años 90 confesará haber encontrado «un segundo mundo escribiendo», paralelo al cine, en el que la libertad creativa y la capacidad de matización es por lo general mucho más enriquecedora para el autor: «con los años escribir se ha convertido en una aventura esencial para mí», declarará en el diario El Mundo en 2005. Su primera novela, Pajarico solitario, la había escrito antes de hacer la película. En ella recoge su experiencia infantil en Murcia y es un relato de iniciación a la vida –y también a la novela- donde el niño que fue descubre el amor y su contrario. Dividida en pequeñas secuencias intituladas, su estructura nos recuerda las estructuras fragmentarias tipo La colmena. En la segunda, ¡Esa luz!, más madura, plasma por fin su visión de la guerra civil, lo que solo parcialmente pudo hacer en su obra fílmica. Parte de un libro que le impactó vivamente, Muerte en Zamora, escrito por el hijo de Ramón J. Sender, quien cortejó en su juventud a Fermina Atarés, madre de Saura. Diego y Teresa, pareja separada por la guerra, como sucedió con Sender y su esposa, sufre la extrema crueldad del conflicto a través de la simultaneidad de una serie de dramáticas situaciones que se dan en distintos espacios pero en el mismo tiempo. Ausencias (2017), su último relato, suerte de novela de intriga y foto-ensayo, nos revela su permanente pasión por la fotografía.

La versión cinematográfica de Bodas de sangre, realizada por Saura y Gades a través de la poderosa simbología lorquiana, encuentra sus mayores méritos en la sobriedad, la humildad y la exactitud. Si Gades subraya y quintaesencia la obra de Lorca, Saura hará otro tanto con la del coreógrafo. Entramos con Bodas en el resbaladizo terreno de la adaptación literaria donde su obra entrará en contadas ocasiones: Carmen, ¡Ay Carmela! o ¡Dispara! En la mayor parte de los casos Saura, más que adaptaciones, logra verdaderos ensayos cinematográficos cuyo origen es literario (La noche oscura, Elisa o el cuento de Borges El sur) o histórico (Antonieta, El Dorado).

Estos dos últimos títulos, singulares superproducciones, nos llevan a Iberoamérica, territorio, físico y espiritual, abordado y admirado por Saura: Antonieta, biografía romántica de la escritora y activista mexicana, amante de Vasconcelos; El Dorado nos acerca a la locura y rebeldía de Lope de Aguirre en el controvertido entorno del Quinto Centenario. Iberoamérica estará también presente en algunos de sus musicales más celebrados (Tango, El rey del mundo, Zonda), género en el que, tras Bodas de sangre, se encontrará muy cómodo, así como en sus puestas en escena teatrales (El coronel no tiene quien le escriba, La fiesta del chivo).

En 2018 mantuvo en la cátedra Julio Cortázar de Guadalajara un estupendo coloquio con su hijo Antonio y, manifestada su fascinación por México, declaraba estar muy lejos de los conquistadores. «Yo me siento –concluyó, feliz- invadido por ustedes».

El director Carlos Saura; Firma libro de visita Ilustre; año 2002, por FIC VIÑA. Fuente: wikicommos