«Valle-Inclán se reinventaba constantemente, pues supo muy temprano quién no quería ser (el burgués adocenado y materialista) y cuál era el rostro, la máscara dentro de sí, cuya sublimación buscaba»

POR ERNESTO PÉREZ ZÚÑIGA

Retrato de Ramón María del Valle-Inclán

Uno de los libros más importantes que escribió Valle-Inclán -«el libro del cual estoy más satisfecho», según afirmó en una entrevista de 1921- es un libro misterioso y poco leído. Escrito durante unos años en los que Valle-Inclán cambió la corte madrileña por la naturaleza gallega y en la crisis necesaria tras la muerte de su hijo Joaquín María con solo cuatro meses, se publicó en 1916. Quiso el maestro situarlo como número primero de su opera omnia, de las obras completas que estaban por venir y a las que se iría incorporando a lo largo de dos décadas todo el ciclo esperpéntico, que iba a comenzar oficialmente con Luces de bohemia, publicado en 1920. Cuatro años antes, Valle Inclán ya sabía que la piedra angular de toda su escritura quedaba custodiada en su Lámpara.

Se editó otra vez en 1922, con pequeñas variantes que afectaban también a los fascinantes dibujos de José Moya del Pino, que ya ilustraron la primera edición trazando claves gráficas para orientar la comprensión del texto. Luego estos dibujos desaparecieron de las pocas ediciones posteriores, hasta que los ha rescatado, primero, la editorial La Felguera en la edición facsimilar que ha hecho en 2017 de la versión de 1922, con un prefacio de Oscar Linares y una nota de los editores; y, un año después, la editorial Alvarellos, que ha reproducido la edición príncipe de 1916, con una presentación de Joaquín del Valle-Inclán Alsina y un prólogo de Olivia Rodríguez-Tudela.

Anteriormente, La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales se había publicado en Austral, en 1948 (recuperada en 1997 con edición de Francisco Javier Blasco Pascual, precedida de un extenso y bien fundamentado estudio); y formó parte en 1992 de la Biblioteca Valle-Inclán dirigida por el gran Alonso Zamora Vicente, quien le encargó la introducción y notas a una de las personas que más secretos ha desvelado de La lámpara, Virginia Milner Gartliz, como demostró ampliamente en el prólogo a su edición y, ya con detalle, en su ensayo de 2007, El centro del círculo: La lámpara maravillosa de Valle-Inclán.

La lámpara maravillosa, en una edición de la editorial Alvarellos

Por descontado, La lámpara maravillosa se viene incluyendo en las sucesivas obras completas del autor, entre las que quiero destacar dos: las que publicó Espasa en 2002, sin notas críticas pero con anhelados rescates de obras menores o publicaciones en prensa, y las que ha publicado estos últimos años la Biblioteca Castro en sucesivas y cuidadas ediciones (el volumen donde se incluye La lámpara es de 2017) bajo la dirección de Margarita Santos Zas y su grupo de investigación de la Universidad de Santiago de Compostela, que está haciendo una labor impagable para aquellos que amamos la obra del genial, proteico y enmascarado Ramón del Valle-Inclán, cuyo primer antifaz está en su nombre de nacimiento, Ramón José Simón Valle Peña.

Valle-Inclán se reinventaba constantemente, pues supo muy temprano quién no quería ser (el burgués adocenado y materialista) y cuál era el rostro, la máscara dentro de sí, cuya sublimación buscaba. Leyendo sus entrevistas, sus declaraciones y artículos, encontramos un personaje que se proyecta en el tiempo igual que en un escenario, donde hay un solo actor, el propio Valle, interpretando cualquiera de las figuras que imagina y que le convierten en aventurero, esteta, místico, carlista, revolucionario y, en fin, lo que su capacidad de fabular quisiera. Manuel Azaña, quien fue buen amigo suyo, lo describió así en el homenaje que le dedicó la revista La Pluma en 1923: «Es tan prodigiosa su facultad de personificar, de formar criaturas exentas, que los defectos y las cualidades de su carácter se han convertido en otros tantos personajes, con físico, actitudes y hasta vocabulario diferente (…) Hay un Valle-Inclán arriscado, temerario, y otro piadoso y recoleto. Alguna vez, yendo a encontrarme con Valle-Inclán, me he preguntado a cuál hallaría de los varios que existen».

Pues bien, el Valle-Inclán de La lámpara maravillosa es, en efecto, místico, piadoso, iluminado, sabio, y, al mismo tiempo, mantiene un pulso de narrador que hace suyas las enseñanzas de sus fuentes; principalmente, Miguel de Molinos, pero también Menéndez Pelayo, Nietzsche y los teósofos y ocultistas de su época. Y todo lo amalgama con una prosa de enorme belleza cuyas ideas los críticos en las últimas décadas han tratado de desentrañar.

Carmen E. Vílchez Ruiz sintetiza este peregrinaje crítico en un capítulo de la introducción al volumen de la Biblioteca Castro que, además de La lámpara maravillosa, reúne el ciclo completo de El Ruedo Ibérico: desde la sorna de Juan Ramón Jiménez (La lámpara «no tiene aceite, solo humo»), pasando por la admiración de Díaz-Plaja («el más importante libro de estética que el Modernismo ha producido»), hasta la propia definición de Vílchez Ruiz. Para ella, La lámpara maravillosa sería una «guía de iniciación para los poetas, expresada por medio de un lenguaje de filiación místico esotérica por la que un experimentado “Poeta Peregrino” instruye al neófito “Hermano Peregrinante” (…) Para la percepción del sentido oculto del mundo, el poeta o artista debe contemplar la realidad a partir del recuerdo, desde una perspectiva estelar, una vez superadas las coordenada espacio-temporales, es decir, debe adoptar la mirada del “quietismo estético”. Previamente el poeta debe amar todas las cosas por igual, hacerse centro de amor para armonizar los contrarios, que constituyen el mundo. (…) Valle-Inclán propone una renovación del idioma y una retórica musical, basada en el ritmo y en el tono capaz de expresar más allá de los significados denotativos, que designa como “milagro musical”».

Vílchez Ruiz señala también los dos pilares principales en los que se basa el libro: la teosofía y el quietismo de Miguel de Molinos, quien en su Guía espiritual, recuperada por Rafael Urbano, amigo de Valle Inclán, una década antes de que éste escribiera su Lámpara, descubre al principiante los caminos de la contemplación de Dios a través de la quietud.

Joaquín del Valle-Inclán, en la presentación del facsímil publicado por Alvarellos, nos da una pista aún más personal sobre este libro: «Compuesto durante una etapa de fervor religioso, presenta su teoría estética a través de experiencias personales, de la gnóstica y de la mística».

Estos pilares, en mi opinión, podrían ampliarse con alguno más, pues La lámpara se alimenta también de la influencia nietzscheana que ya apuntó Sobejano en su famoso ensayo y que ha seguido iluminando Sergio Santiago Romero en algunos artículos y en una reciente tesis doctoral, de próxima publicación, donde señala algunas ideas que Valle-Inclán habría leído en Nietzsche, en especial, la vinculación del arte nuevo con el arte de la edad de oro, a través de la exploración musical del lenguaje y del equilibrio entre las fuerzas dionisiacas y apolíneas que compiten en la creación artística.

Además, hay que vincular la Lámpara con esa misma estupefacción que apuntaba Azaña ante la inmensa capacidad de fabulación que Valle Inclán exhibía en cualquiera de sus escrituras y declaraciones públicas. Los editores de La Felguera aciertan en su Nota a la edición cuando afirman: «En La lámpara maravillosa el autor narra su vida interior». Es un aspecto de especial relevancia ya que en esa narración del pasado podemos intuir una verdad distinta a la estrictamente biográfica: la verdad de una memoria estetizada, la verdad de la invención y de los personajes que Valle Inclán lleva años creando; en definitiva, la experiencia sublimada a través de la máquina sutil de la ficción.

En su Nota, los editores de La Felguera explican la razón de rescatar las ilustraciones de Moya del Pino: «Las bellísimas ilustraciones de otro grande, José Moya del Pino, suprimidas incomprensiblemente en ciertas ediciones, son un libro dentro del libro o, como gustaba en los círculos esotéricos, una llave que sirve para descodificar un libro intenso y arrebatadoramente luminoso, cuyo misticismo lo convierte en insuperable en lengua castellana».

Por su parte, Olivida Rodríguez Tudela, en su prólogo a la edición de 1916, adjudica la concepción de los dibujos a Valle-Inclán: «Valle parece sugerir a José Moya como inspiración motivos y grabados de aura hermética de viejos libros, de las cartas del Tarot y de la profusa producción bibliográfica a lo largo del siglo XIX del mago francés Alphonse L. Constant, más conocido como Éliphas Levi».

Es preciso recordar que, fuera del círculo formalmente religioso donde se gestan este tipo de escrituras (como la de San Juan de la Cruz en Subida al Monte Carmelo; o la de Miguel de Molinos en su Guía espiritual, ambos sacerdotes), son infrecuentes en España los libros donde un escritor reconocido por su literatura exprese de manera tan marcada sus lecciones espirituales, usando, además, con entera libertad, elementos de un género que parte de la crítica ha emparentado con los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, cuyo título Valle-Inclán utiliza como subtítulo. En cambio, este tipo de libros sí abundaron en Francia, firmados por escritores que ejercieron el sacerdocio ocultista, como Péladan o el mencionado Eliphas Levi, a quien, por cierto, Valle Inclán parafrasea literalmente en algún pasaje de La lámpara maravillosa. Sin duda, hay que emparentar esta Lámpara dirigida a un «hermano peregrinante, que llevas una estrella en la frente» con los libros ocultistas y teosóficos escritos para aquellos que quieren iniciarse, restituidos por Madame Blavastky con títulos como La voz del silencio tras recuperar para Occidente la sabiduría de los libros orientales. La fundadora de la Sociedad Teosófica tuvo en España por famoso discípulo a Roso de Luna, amigo de Valle Inclán y autor de una larga lista de títulos teosóficos.

Este contexto, estudiado por extenso en las excelentes tesis doctorales de María Isabel González Gil y José María Monge López, lo describen con acierto los editores de La Felguera:

«Moya del Pino, en su tertulia del madrileño Nuevo Café de Levante de la céntrica calle Arenal, escuchó a su amigo (Valle-Inclán) ya en el papel de rabino y profesor cuya autoridad nadie discutía. A su alrededor, otros como Rafael Urbano, Ciro Bayo o Rubén Darío, discutían sobre literatura, arte y filosofía. Los teósofos y la teosofía habían deslumbrado a buena parte de la clase intelectual española, incluido el propio Valle. Los escritos de su creadora, Helena Blavatsky, tan respetables por aquellas fechas y que en nuestro país encontraron a su más firme propagador en el erudito Mario Roso de Luna, influyeron en nuestro autor, hasta tal punto que esta obra es deudora de aquel ambiente, pero también de los debates entonces tan actuales y de las ideas que pretendían unir una tradición esotérica oriental con la occidental. Este es un ejemplo más de la heterodoxia radical de don Ramón con respecto a sus ideas religiosas o místicas, al igual que su pasión por la gnosis, que en definitiva venía a unir conceptos orientales con la filosofía griega».

Pero con la teosofía no basta. Para entender La lámpara maravillosa resulta imprescindible comprender la mencionada peculiaridad del autor que la escribe, acostumbrado a la fabulación pública y literaria de sí mismo, y que en estos «ejercicios espirituales» incluye una declaración clave para entenderle a él y toda su obra: «Llevo sobre mi rostro cien máscaras de ficción que se suceden bajo el imperio mezquino de una fatalidad sin transcendencia.»

La lámpara maravillosa, en una edición de La Felguera Editores

Ficción y trascendencia caracterizan otro libro subterráneo en La lámpara: El filósofo autodidacto, del granadino Aben Tofail, novela escrita para iniciar a un «hermano» del siglo XIII y que cuenta la historia de un huérfano abandonado en una isla y que sigue, deductivamente, el camino espiritual desde la observación de la naturaleza hasta el conocimiento místico de Dios. Este libro, traducido al inglés en el siglo XVII y que fue determinante para el Robinson Crusoe de Defoe, llegó escandalosamente tarde a la lengua actual del territorio originario, el español, por primera vez en 1900, con prólogo de Menéndez Pelayo, cuya magna Historia de los heterodoxos españoles también está detrás de La lámpara y con cuya tradición heterodoxa Valle Inclán se vincula expresamente: «Esta comprensión esotérica del mundo es ajena al arte clásico, y aún hoy continúa vinculada en la Teología Mística. Fue, sin embargo, doctrina profesada por pitagóricos y neoplatónicos. La Escuela de Alejandría conservó esta enseñanza en medio de una gran confusión de mitos y símbolos. De Plotino y Porfirio la reciben los gnósticos y los priscilianistas, acaso también el filósofo arábigo Aben-Tofail. Llega de Oriente, como todo el conocimiento estático, y tiene su origen en las prácticas de los yoguis, que hacen penitencia bajo los soles caniculares, metidos en las ciénagas de los ríos cuando abren sus flores azules los grandes cañamares de Bengala».

Como se puede leer al final de este párrafo, La lámpara maravillosa alumbra su singular saber con una consciente búsqueda de la belleza.

La Felguera añade en su edición una entrevista que el periodista Oscar Linares hizo a Valle Inclán en Nueva York, cinco años después de la publicación de la Lámpara -y solo 46 tras la fundación de la Sociedad Teosófica en esa misma ciudad- y que demuestra la vigencia de las ideas estéticas y espirituales de Valle Inclán. Era 1921, un año después de haber inaugurado los esperpentos con Luces de bohemia, y un año antes de publicar la segunda edición de La lámpara con correcciones en el texto y también en los dibujos de Moya del Pino, algunos de los cuales cambian de orden, o se sustituyen por otros nuevos. Esta es la edición facsímil que reproduce La Felguera.

¿Cómo podemos acceder, por tanto, a los dibujos de Moya del Pino de 1916? En la edición original de la Opera Omnia, reproducida exquisitamente por Alvarellos en 2018 y que cuenta con una segunda edición en 2022. A pesar de las esmeradas ediciones de Virginia Milner Garlitz en la Biblioteca que dirigió Alonso Zamora Vicente y la de Javier Blasco Pascual en Austral, afirma Vílchez Ruiz en su texto de la Biblioteca Castro que sigue faltando en nuestro país una edición filológica de este libro fundamental de Valle-Inclán. Por fortuna, ella misma ha solventado parte de esta carencia comparando y señalando las diferencias (textuales, no las gráficas) entre las ediciones de 1922 y la de 1916.

La influencia de la teosofía en Valle-Inclán se alarga, a través de Luces de bohemia, hasta la última cima de su obra, Tirano banderas. La estética y la visión del mundo de Valle-Inclán se cuajan en La lámpara maravillosa. «La quietud es la suprema norma», nos dice, «(…) el alma que sabe hacerse quieta se convierte en centro (….) En las creaciones del arte, las imágenes del mundo son adecuaciones al recuerdo donde se nos representan fuera del tiempo, en una visión inmutable (…) Descubrir en el vértigo del movimiento la suprema aspiración a la quietud es el secreto de la estética».

Este quietismo que quiere detener el tiempo se hace parte del lenguaje de Valle Inclán en los esperpentos que escribiría a partir de La lámpara. Y de él nace también la famosa visión de altura que Valle Inclán explicará a través de Don Estrafalario en Los cuernos de don Friolera: «Mi estética es una superación del dolor y la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos. […] Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera». A esta ribera solo los místicos pueden arribar, en un fulgor, y regresar para describir el sueño estridente de las marionetas que trazan en el teatro de los días su mundano tambaleo. Como apunta Olivia Rodríguez-Tudela en su prólogo a la edición príncipe: «La médula estética está aquí (en La lámpara maravillosa) y lo seguirá estando hasta 1936», fecha de la muerte de su autor.

La lámpara tuvo algunos imitadores, como Amado Nervo, que escribió un libro mucho más cándido, Plenitud, pero no continuadores. La singularidad de Valle-Inclán ya estaba apuntalada en la glosa que corona el primer capítulo de La lámpara: «Sé como el ruiseñor que no mira la tierra desde la rama verde donde canta». Valle Inclán fue un ejemplar único, incluso dentro de la heterodoxia, quizá porque se atrevió más y supo escribir mejor que la mayoría de los escritores de su época. Se atrevió a saber, como decía el clásico, pero, además, a seguir inventando lo que sabía y a expresarlo con la musicalidad maravillosa de su escritura. Una música que nace de la contemplación amorosa de la existencia. «La luz es el verbo de toda belleza», afirma en la último resplandor de su Lámpara. «Luz es amor».

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