ALAN PAULS Y PATRICIO PRON EN DIÁLOGO
@ Casa de América

Después de ser invitados a conversar en Madrid acerca del centenario del manifiesto ultraísta que Jorge Luis Borges escribió en 1921, los escritores argentinos Alan Pauls (Buenos Aires, 1959) y Patricio Pron (Rosario, 1975) decidieron intentar responder a la pregunta de dónde y cómo encontrar en la literatura hispanoamericana contemporánea algo del «espíritu» de las vanguardias. La conversación tuvo lugar en la Casa de América el primero de octubre de 2021.

Patricio Pron

Frank Kermode sostuvo en una ocasión que el punto de partida de las vanguardias debe buscarse en el año 1900, cuando muere Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud publica La interpretación de los sueños, Max Planck continúa con investigaciones en el ámbito de la física cuántica que cambiarían nuestra forma de concebir el tiempo, Edmund Husserl publica su Lógica y ve la luz la Exposición crítica de la filosofía de Leibniz de Bertrand Russell. Son acontecimientos fuertes, importantes, que producen y a su vez son producto de lo que Kermode denomina «una angustia de fin de siglo». Las vanguardias históricas —el ultraísmo, el dadaísmo, el surrealismo, el futurismo, el cubismo, el estridentismo y todos los demás ismos­— se caracterizaron por el deseo de huir de esa angustia, así como por un intento de mezclar arte y vida en el que tal vez hayan tenido más éxito del que podríamos creer. Pero para los expertos el tiempo de las vanguardias es corto, la primera mitad del siglo XX: todo habría terminado con la Segunda Guerra Mundial, sostienen. Y sin embargo, las acciones de Carolee Schneemann, Hannah Wilke y Judy Chicago, el teatro del absurdo, los Beatles, el Colectivo Acciones de Arte chileno de la escritora Diamela Eltit, el poeta Raúl Zurita y los artistas visuales Lotty Rosenfeld y Juan Castillo, el Nouveau Roman, el cine de vanguardia, el videoarte, el biodrama, el arte multimedia, los cómics de Chris Ware, Dash Shaw, Gary Panter y Craig Thompson y muchas otras cosas parecen claramente deudoras —y continuadoras, quizás— de las vanguardias, como si la ruptura no hubiese tenido lugar…

En rigor se podría pensar más bien al revés, que a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial empieza un reflujo vanguardista. Pensemos en el situacionismo, por ejemplo, que aparece en los años 50, en un momento de estabilidad, de “bienestar”, digamos, y es como la primera pista de la marea vanguardista que estalla en los años 60 y 70

Alan Pauls

En rigor se podría pensar más bien al revés, que a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial empieza un reflujo vanguardista. Pensemos en el situacionismo, por ejemplo, que aparece en los años 50, en un momento de estabilidad, de «bienestar», digamos, y es como la primera pista de la marea vanguardista que estalla en los años 60 y 70, cuando el mundo vuelve a entrar en un estado de turbulencia revolucionaria parecido al de las primeras décadas del siglo, las de las vanguardias históricas. Mayo del 68 sería ahí un punto histórico clave, con todas sus esquirlas artísticas: el pop, el happening, la performance. Habría que problematizar la idea de que las vanguardias históricas fueron las únicas, las «verdaderas» vanguardias, y que, como surgieron ligadas a ciertas condiciones históricas, murieron también con ellas. Y problematizar sobre todo el corolario melancólico de esa idea, según el cual todo lo que vino después fue resabio, repetición, copia pálida de aquella intensidad irrepetible de las primeras décadas del siglo XX. Me parece que hay ahí una discusión estética y política que habría que dar.

Patricio Pron

Las vanguardias históricas se caracterizaron por la negación de todo lo precedente y circundante, la desnaturalización de las convenciones sociales que determinan el «buen gusto» de la época, la ruptura con la idea romántica de que el arte serviría a la expresión individual y la búsqueda de nuevas formas artísticas que diesen cuenta del inconsciente, del azar y de la velocidad de la vida moderna. Y da la impresión de que cierto tipo de producción artística vinculada explícita o implícitamente con la negatividad estética que T.W. Adorno y otros asociaron a la crítica de la modernidad siguió negándose a morir incluso tras la Segunda Guerra Mundial. O que, habiendo muerto, ha retornado para subvertir una razón instrumental que se convirtió en la legitimación última del mundo posterior a 1945.

@ Casa de América

Alan Pauls

Basta con decretar que algo ha muerto para garantizar su retorno. Pensemos en todas las cosas que se dieron por muertas en el siglo XX: la novela, la pintura, el teatro, el cine, la Historia… Son sentencias que conviene tomar con cautela o con ironía, y también, quizá, con suspicacia, porque firmar el certificado de defunción de algo puede ser un gesto más prescriptivo que una constatación: declaro que la vanguardia ha muerto para que la vanguardia muera, para que nada pueda cambiar del todo, para que las exigencias de radicalidad desaparezcan del horizonte. Evitando a la vez las trampas del esencialismo y del historicismo, se puede pensar, en cambio, en la vanguardia —en el punto cero de la vanguardia— como una posición en un determinado campo, capaz de aparecer, desaparecer y reaparecer con formas distintas, siempre nuevas, que exigen siempre lecturas específicas (y no la comparación, de antemano fatalmente desfavorable, con la intensidad primordial de las vanguardias históricas). Nada muere; todo es inmortal. Todo vuelve, sólo que no en el mismo lugar, y eso es justamente lo interesante del asunto.

El eclipse de la vanguardia, en todo caso, yo lo marcaría a partir de los años 80, con el famoso ensayo de Francis Fukuyama sobre el fin de la Historia como síntoma. Gran momento de prescripción disfrazado de constatación que inaugura la «era posmoderna»: caída de la Unión Soviética y la alternativa comunista, caída de la idea de la historia como antagonismo, caída de la teleología de izquierda, crisis de los deseos radicales, etcétera. El fin de la Historia es la paz perpetua (el capitalismo como interior absoluto). El 11 de septiembre de 2001 probó hasta qué punto era frágil esa paz y ese fin provisorio, pero lo cierto es que los 80 plantean problemas serios para la posición vanguardista, en política, en arte y en el efecto que las prácticas artística y política puedan tener en la sociedad. Ese desencanto de los 80 planea todavía hoy sobre las hipótesis de transformación radical. Pero es muy evidente, creo, que el vaticinio de Fukuyama está lejos de haberse cumplido. Las cosas siguen moviéndose. Y el fin del bipolarismo no ha hecho más que hacer aparecer tensiones, violencias y polaridades nuevas.

Patricio Pron

Quizás el texto de Fukuyama del que hablas («El fin de la Historia y el último hombre») pudiera ser visto como una manifestación de que el supuesto triunfo del capitalismo en realidad no ponía punto final a la Historia sino que la relanzaba, abocándonos a violencias y conflictos producto de sus contradicciones y de ese supuesto triunfo. Ahora bien, volviendo sobre la radicalidad del arte a la que te referías hace un momento, estaba pensando en la distinción entre modernismo y vanguardia que hace Hal Foster. Para Foster, la vanguardia sería la formación más explícitamente radical, más agresiva y militante, del movimiento modernista anglosajón. La tesis de Foster es compartida al menos parcialmente por la especialista en literatura hispanoamericana Elzbieta Sklodowska, para quien una parte considerable del arte post-1945 es una contestación a las vanguardias históricas y, por lo tanto, puede ser llamada «posvanguardia», una palabra que Sklodowska prefiere a «posmodernismo» pese a que, como recuerda siguiendo a Foster, el «modernismo» incluía a las vanguardias. Lo interesante de esta postura es que, de aceptarla, nos permite tender un puente sobre la enorme ruptura de la Segunda Guerra Mundial y pensar en cosas como el Letrismo, el Situacionismo y el happening como expresiones de la continuidad de la vanguardia. O, como sostiene Sklodowska, como su contestación.

Alan Pauls

Creo que entre modernismo y vanguardia hay una discusión todavía no saldada, pero no estoy del todo convencido de que sean lo mismo. El modernismo es «especifista»: presupone la idea de que el arte se realiza plenamente cuando lleva sus propios medios al límite, hasta las últimas consecuencias. La pintura como colmo del color o la pincelada, la literatura como crispación lingüística máxima, etc. No es una idea muy compatible con la vanguardia, que piensa más bien el arte en relación con su exterior, su afuera, todo lo que no es arte. De ahí la hostilidad, en los años 60, entre Clement Greenberg (ideólogo del modernismo norteamericano) y el pop art, entre Pollock y Warhol, entre la archisingularidad del dripping y la serialidad de la reproducción técnica. Es cierto que la tensión tenía que ver con que el pop empezaba a destronar al expresionismo abstracto de la hegemonía en el campo del arte, pero también respondía a un antagonismo conceptual, un diferendo de poética y política artística importante. Al revés que los modernistas, el vanguardista es alguien cuya práctica artística sólo se realiza plenamente cuando se funde con su exterior, con lo que no es ella, es decir: cuando se extingue. De ahí el axioma vanguardista —antimodernista— de la fusión arte-vida.

Así que, recapitulando, están el situacionismo, el pop, el happening, la performance, el arte de acciones, y todo eso podemos pensarlo como actualizaciones de la vanguardia. Y a partir de fines de los 70, principios de los 80, se impone la posmodernidad, un estado de cosas marcado por lo que Lyotard llamaba el fin de los grandes relatos. Acabado el Relato Comunista (pero también el Relato Radical, el Relato Teórico, etc.), lo que hay es una proliferación de relatos pequeños, menores, modestos. Acabado el aullido, llega la hora del susurro. La pintura, por ejemplo, se vuelve narrativa (el caso de la transvanguardia italiana); la literatura retoma la tradición del relato clásico, equilibrado, legible (el realismo sucio norteamericano); la danza se vuelve figurativa, se pone a hacer teatro (Pina Bausch). Se trata de narrar, no de llevar los lenguajes más allá de los lenguajes. Pero han pasado 40 años desde entonces, y las cosas se han seguido moviendo, no necesariamente en direcciones conservadoras. Pienso en escritores como Mario Bellatin o César Aira, por ejemplo, cuyas obras implican prácticas, procedimientos y concepciones muy afines a la radicalidad de la vanguardia. Son individuos, es cierto, y la vanguardia suele moverse en banda. Pero para recuperar esa tradición grupal tenemos el activismo, formidable campo contemporáneo donde acciones artísticas y acciones políticas se entrelazan hasta volverse indisociables. Esa zona de indistinción es cien por ciento vanguardista, y se alimenta de prácticas y poéticas que en muchos casos proceden del situacionismo y el happening. 

Las vanguardias históricas se caracterizaron por la negación de todo lo precedente y circundante, la desnaturalización de las convenciones sociales que determinan el “buen gusto” de la época, la ruptura con la idea romántica de que el arte serviría a la expresión individual y la búsqueda de nuevas formas artísticas que diesen cuenta

Patricio Pron

Ratificando ese desplazamiento de lo colectivo a lo individual como ámbito de producción de la radicalidad artística que mencionas, Ricardo Piglia hablaba en la década de 1990 de tres vanguardias que habrían caracterizado la literatura argentina a partir de la década de 1960: la de Juan José Saer, conectada con la poética de la negatividad y la resistencia a las demandas de facilidad y accesibilidad del mercado; la de Manuel Puig, vinculada con la línea (posmoderna) que tiende a unir la cultura de masas y la alta cultura; y la de Rodolfo Walsh, conectada con la no-ficción. Pero la obra de Piglia también tiene un componente vanguardista fuerte, en el sentido de que también asume los rasgos de negatividad, intransigencia y estilo propio de las vanguardias. Quizás podamos decir que la suya también es una «posvanguardia», o, mejor aún, lo que Foster llama «un posmodernismo de resistencia», una deconstrucción crítica de la tradición, los códigos culturales y el orden de las representaciones.

Alan Pauls

Veo a Piglia como la gran cabeza que lo piensa todo. Me parece que su legado es esa capacidad fenomenal para mapear problemas, tradiciones, situaciones artístico-culturales, digamos, y más específicamente literarias. Hay que recordar que el ensayo sobre las tres vanguardias deriva de un seminario que dio en la Universidad de Buenos Aires en los años 90. Ese contexto explica el énfasis militante con que Piglia afirma la vitalidad de la posición vanguardista. El contexto es el debate que se daba en Argentina en esa época alrededor del poder de la literatura y el arte. Y Piglia afirma la estrategia vanguardista contra, precisamente, la opinión más o menos dominante según la cual era hora de archivar la experimentación y contar pequeñas historias, atraer, satisfacer, producir efectos de consenso y reconocimiento. «OK, ya tuvimos los 60 y los 70, ya pataleamos bastante y así nos fue, nos metimos en un callejón sin salida, no hicimos la revolución, sufrimos una dictadura sangrienta. Es tiempo de quedarse quietos, hacer cosas menos pretenciosas, recuperar públicos, etc». Ése es el Zeitgeist contra el que carga Piglia cuando reivindica la posición vanguardista. Y lo interesante del caso es que las tres líneas en las que lee la supervivencia de la vanguardia son líneas que difícilmente se hubieran reconocido y aceptado entre sí como tales. Dudo de que Saer aceptara compartir podio con Puig (a quien casi no consideraba un escritor), y no creo que Puig fuera un ejemplo de vanguardia literaria para Walsh, que, en un rapto de activismo literario, había renunciado a la ficción. (A su manera, Saer y Puig bien podrían encarnar la misma hostilidad incurable entre modernismo y vanguardia que oponía a Pollock y a Warhol.) ¿Por qué entonces Piglia los junta? En parte porque lo que le interesa no son los escritores, qué tipo de escritores son, sino las prácticas, lo que hacen y cómo lo hacen, las poéticas y las políticas de la lengua, etc. Y en el campo de la práctica literaria esos escritores que no podían ni verse ofrecen más confluencias que muchos que andan a los abrazos. Y en parte, por supuesto, porque funcionan como un frente que Piglia —en una operación estratégica típica de la vanguardia— opone al estado de cosas conformista de los años 90. 

@ Casa de América

Patricio Pron

Resulta muy interesante que en ese texto («Las tres vanguardias») no mencionase a quienes eran considerados en el período los auténticos vanguardistas de la década de 1960: Osvaldo Lamborghini, Luis Guzmán y Ricardo Zelarayán. Tal vez hubiese en ello un recorte deliberado, estratégico, que, como dices, fuese parte de lo que las vanguardias dejaron en él. Esa «lectura de vanguardia» de la que Piglia habló en alguna ocasión.

Alan Pauls

El mismo Piglia pensó bastante la cuestión. Cómo hay que leer lo que los escritores dicen sobre los demás escritores y sobre la literatura en general. Cómo hay que tomar a los aliados de que se rodean y los enemigos con los que se enfrentan, las familias que arman, los panteones personales, etc. Ahí no hay inocencia, dice Piglia. Esas declaraciones siempre obedecen a la relación de fuerzas que hay en el campo literario o artístico en un momento dado. Son intentos de marcar posiciones, de desmarcarse, de configurar y reconfigurar lugares. Elegir a Lamborghini o a Guzmán habría sido demasiado evidente. Piglia busca a sus vanguardistas en zonas menos obvias: Saer, un escritor muy ligado a la alta cultura; Puig, un escritor incómodo, siempre tensionado por la relación con la cultura de masas, el éxito, el mercado; Walsh, un escritor un poco eclipsado, casi devorado por la acción política radical. Y al elegirlos en zonas menos obvias queda más en primer plano la intervención de su lectura vanguardista.

Patricio Pron

Uno de los escritores que nunca estuvieron entre las elecciones o las preferencias de Piglia es César Aira. Aira recupera de una manera absolutamente personal, intransferible, varios elementos de las vanguardias históricas: lo que Ana María Amar Sánchez llamó «la pretendida candidez programática del surrealismo», la búsqueda de «el gran arte menor», la técnica surrealista del montaje, la invención como criterio de valor absoluto asociado con la libertad de, como todo ha sido inventado ya, inventarlo todo de nuevo y que la narrativa escape del control del narrador movida por una potencia y una lógica que son las del lenguaje.

Basta con decretar que algo ha muerto para garantizar su retorno. Pensemos en todas las cosas que se dieron por muertas en el siglo XX: la novela, la pintura, el teatro, el cine, la Historia…

Alan Pauls

Hay en Aira la reivindicación de la potencia anacrónica de la vanguardia. Es como si Aira dijera: ahora que está muerta, vamos a hacer algo con la vanguardia. O bien: voy a escribir encarnando el fantasma de la vanguardia. Como Borges, que cuando habla de sus escritores favoritos nombra siempre escritores menores, Aira arma su canon personal con escritores casi secretos, y los lee para detectar en ellos una tasa de radicalidad mucho más alta que la que solemos reconocerles a los escritores radicales. Creo que en breve va a publicar un libro sobre Emeterio Cerro, por ejemplo: un escritor, dramaturgo y actor argentino muy activo en la escena underground de Buenos Aires de los años 80, que escribía sus obras en una lengua inventada. Alguien bastante olvidado, digamos, que Aira seguramente leerá como a un genio imperceptible y libre, perfecto para integrar la estirpe de raros únicos (Roussel, Edward Lear, etc.) en la que el mismo Aira quiere ser leído. En ese sentido, es nuestro vanguardista máximo, sólo que ha cambiado el aullido y la violencia —dos retóricas típicas de principios del siglo XX— por la media voz distraída de un solitario lleno de ideas extremas.

Aira duchampizó la literatura argentina y le imprimió un giro conceptual. Abrió espacio para el error, el desastre y los genios idiotas en una literatura, la argentina, que hasta los años 80 estaba regida por la aseveración, la destreza y la respetabilidad. Promovió la escritura mala, outsider, y la poética de la imperfección y la incompetencia. Aira es nuestro dadaísta empecinado. De hecho, es el único escritor contemporáneo que se da el lujo de reivindicar el surrealismo.

Patricio Pron

En Aira hay muy claramente lo que hace un momento llamabas «actitudes», un «posicionamiento» o una «estrategia» vanguardistas que son prácticamente antitéticos a los de Piglia y, por esa razón, complementarios. Y, a su vez, ha escrito mucho acerca de las vanguardias, aunque nunca tal vez con tanta claridad como en Continuación de ideas diversas; allí dice que las vanguardias históricas no condujeron a nada, «lo que no impide admirar, y hasta exaltarse con el valiente extremismo de la actitud, sobre todo en vista del enemigo al que apuntaban, que sigue siendo nuestro enemigo: el pasatismo, la demagogia, la apropiación comercial del arte. […] Toda vanguardia, llevadas sus premisas a las últimas consecuencias, desemboca en la muerte del arte tal como lo conocemos: actividad pequeño burguesa, individualista, casi siempre mercenaria, vanidosa, capitalista. El camino hacia esa conclusión fatal es el de una progresiva reducción del tiempo que lleva realizar la obra de arte. […] De ahí que me pregunte si no sería posible “traducir” esas actitudes, sin traicionarlas (y hasta radicalizándolas más todavía), al idioma de la vieja literatura que decidió nuestra vocación». La pregunta es meramente retórica, por supuesto: «Me gustaría pensar que es lo que he venido haciendo yo todos estos años», dice a continuación.

Pienso que no es difícil darle la razón en este último punto también en relación con otro aspecto de su vanguardismo, que es el interés por las artes visuales y el arte contemporáneo. Aira no es un artista visual, pero cuando habla de arte visual sabe de lo que está hablando, algo que no es muy frecuente.

Alan Pauls

Por supuesto que sabe. Pero en rigor lo único que hace es escribir. Como él mismo dice, la literatura le sirve para hacer todo lo demás: cine, música, teatro, danza… Hay que decir que la obra de Aira cubre precisamente el período del que estuvimos hablando, desde fines de los 70-principios de los 80 hasta ahora, y que en ese sentido es ejemplar para pensar una posible supervivencia de la posición de vanguardia en una época que la repele. En un punto, es como si Aira hubiera «aceptado» el dogma del retorno al relato (sus libros son puro entusiasmo narrativo) pero con una condición: intervenirlo con una veta, una línea, un tóxico conceptual, que no destruye la narración pero la pervierte irremediablemente.

El caso Bellatin es distinto. Bellatin se la pasa huyendo de la literatura, desterrándose, migrando hacia alguna otra parte: la performance (el famoso congreso de dobles de París), el teatro, la fundación de instituciones utópicas (la Escuela Dinámica de Escritores de México), el tableau vivant, la escultura viva… Su obra literaria no se entiende sin la relación siempre equívoca que establece con una especie de exterior escénico, pictórico, fotográfico o audiovisual un poco fantasmal que él mismo construye con paciencia, minuciosidad y, quizá, la astucia de un concienzudo estafador. Es una literatura expandida, un poco en el sentido en que en los 60 se hablaba de «cine expandido». Por no hablar del trabajo de producción de sí mismo y la puesta en escena a la que suele entregarse, que convierte al «escritor Bellatin» en un portador de teatralidad ambulatoria. 

Estaba pensando en la distinción entre modernismo y vanguardia que hace Hal Foster. Para Foster, la vanguardia sería la formación más explícitamente radical, más agresiva y militante, del movimiento modernista anglosajón

Patricio Pron

Me gusta que menciones a Bellatin porque, como dices bien, la mayor parte de las veces, cuando leemos uno de sus textos, no sabemos si éste constituye un statement o un soporte textual de algún tipo de acción artística no realizada pero que, por el hecho de conformar el objeto del libro que estamos leyendo, sí ha sido realizada de alguna manera, como sucede con las Obras nunca llevadas a cabo de Édouard Levé. Podríamos ver en la constatación de que no es necesario que una obra tenga una existencia material más allá de su concepción, en ese giro conceptual del arte y la literatura contemporáneos, algo de lo que queda de las vanguardias junto con la noción de obra abierta, la concepción del lector como productor de sentido —en igual medida o más que el autor­— de la que escribirían Michel Foucault, Roland Barthes y Jacques Derrida, cierta desconfianza del lenguaje, la discontinuidad, la simultaneidad en la que se pone lo que no es simultáneo, el collage que preside buena parte de la literatura contemporánea… Para terminar, sin embargo, quisiera presentarte una pequeña hipótesis personal de lectura, a ver si estás de acuerdo con ella. Mi impresión es que, al tiempo que ciertos textos no necesariamente vanguardistas desde el punto de vista formal ponen de manifiesto o dan cuenta de una especie de nostalgia de las vanguardias —pienso en libros de Enrique Vila-Matas y de Roberto Bolaño, pero también en algunos libros de Jorge Volpi, de Miguel Ángel Hernández Navarro, de Javier Cercas, tal vez algunos míos…—, lo que podríamos denominar, como hizo Damián Tabarovsky, «el fantasma de la vanguardia» se encuentra allí donde el gesto, la radicalidad vanguardista no son explícitos: en los libros de Luis Chitarroni, Antonio José Ponte, Sergio Chejfec, Juan Cárdenas, Cynthia Rimsky, Mike Wilson, Álvaro Bisama, Mercedes Cebrián, Francisco Ferrer Lerín, Cristina Rivera Garza, Verónica Gerber, Marina Closs, en Pablo Katchadjian, en algunos libros tuyos, quizás en algunos míos… (Pero también en la producción del Grupo de Arte Callejero argentino puesta al servicio de la visibilización del colectivo H.I.J.O.S. y en las acciones de Las Tesis y de otros grupos feministas, que hacen evidente que las vanguardias consiguieron, efectivamente, unir los hilos dispersos de arte y vida, política y arte.) ¿Lo ves tú también así? ¿El gesto radical persiste y continúa tras el supuesto fin de la Historia a condición de adoptar el ocultamiento?

Alan Pauls

Persiste, sí, pero persiste como práctica, en un cierto silencio, sin manifiestos, sin exortaciones, sin toda esa parafernalia estentórea que solía ser uno de los fuertes de la vanguardia. Nadie se dice vanguardista hoy día. Es un término difícil de decir en primera persona; difícil de decir, al menos, sin que se lo entienda entrecomillado, irónicamente, un poco como pasaba hasta hace un tiempo con el adjetivo «comunista». Persiste como una radicalidad sutil, en modo caballo de Troya o posesión diabólica. «No sé si somos de vanguardia, pero la vanguardia nos acecha, nos ronda, nos posee». Pienso ahora en algunas de las cosas que hoy se escriben bajo la categoría «escritura de mujeres», ligadas a la autoficción, un género del que también podríamos haber hablado aquí (para bien y para mal), género muy antivanguardista pero que puede, a la vez, ser reapropiado y reescrito en direcciones discretamente radicales, cuando el yo que apuntala todo su andamiaje imaginario, por ejemplo, deja de ser un factor de identificación y reconocimiento para convertirse en un objeto, un campo quirúrgico, un nudo problemático que la ficción, de pronto, se pone a interrogar con las armas de la teoría, la vieja Teoría (social, cultural, psicoanalítica, posmarxista) que los años 80 habían dado por muerta. En manos de escritoras como María Moreno, Tamara Kamenszain, Chris Kraus o McKenzie Wark, la autoficción —formato conformista por excelencia— empieza a temblar, atravesado por una inestabilidad que perfectamente podemos llamar de vanguardia.