POR JUAN CARLOS ABRIL
LA RUPTURA INTERIOR. PRECEDENTES HISTORIOGRÁFICOS

Cualquier tipo de aprendizaje permite que percibamos el tiempo con más intensidad, que lo vivamos desde otra perspectiva, abarquemos aristas que de otro modo no habríamos comprendido, y aunque es cierto que nunca se sabe con seguridad si aprendemos algo, o si tan siquiera lo que aprendemos sirve de algo, la sensación del tiempo empleado y la satisfacción del camino emprendido, responsablemente transitado o atravesado, es mucho más importante que cualquier otra medalla. Toda actividad humana no sólo se enfoca como realización personal, sino también como reafirmación, incluso si no forma parte de nuestra vocación. Y qué decir cuando se trata de una cuestión resbaladiza como la poesía española contemporánea… Hace más de una década que apareció Deshabitados (2008), una antología que se abrió camino entre la crítica con especial fortuna, incidiendo en algunos de los aspectos que su prólogo señalaba. Cualquier antología que pretenda convertirse en augur, será un fracaso. Igual sucede con las antologías programáticas o manifiestos. Por el contrario, cuando las antologías se plantean como muestras o repertorios, evitando dirigismo, si no aciertan, al menos no se equivocan.

La cosa viene de atrás, recordándonos ya desde entonces que somos mortales. Aunque puedan establecerse diferentes hitos o efemérides, según qué criterios, libros o autores, una fecha inequívoca es 1997 y la antología de Luis Antonio de Villena 10 menos 30. La ruptura interior en la «poesía de la experiencia», un volumen compilatorio que planteaba a las claras un grieta dentro de la línea hegemónica, muy bien señalada y detectada entonces por Villena.[1] La crítica ha acordado esta fecha como consensuada, coincidiendo más o menos con el cambio de siglo, del que se hizo eco en 2007 Domingo Sánchez-Mesa… Hay que pensar que la poesía de la experiencia había dado excelentes frutos, de entre los mejores, y dos de sus autores más afamados habían recibido el Premio Nacional de Poesía: Luis García Montero en 1995 por Habitaciones separadas (1994); Felipe Benítez Reyes en 1996 por Sombras particulares (1995); y Carlos Marzal, que lo recibiría en 2002 por Metales pesados (2001), sin duda debería haberlo conseguido por Los países nocturnos (1996) en 1997. Esos tres años, coincidiendo con el hito de esos tres libros, marcan a su vez el punto de inflexión de una estética que, como bien se sabe, sobrevive sin rasgos de autocrítica, y en algunos casos sólo la solidez de las trayectorias individuales —la firmeza y singularidad de la voz— ha sostenido a los poetas, aunque desde luego no todos los que un día se adscribieron a esta corriente hoy siguen abanderándola, aparte de los epígonos que, como era de esperar, lo hacen con más ímpetu incluso que los propios maestros, llevando hasta el patetismo la defensa de unos postulados a todas luces «pasados de moda». Dejo entre comillas el último sintagma porque sé que se podría matizar mucho sobre este asunto. Sólo quisiera subrayar que, más que dejarnos llevar por la superficialidad, frivolidad, o los dictámenes del mercado literario —premios y editoriales fundamentalmente—, lo que interesa al cuestionar el asunto de las modas, es la capacidad que se tiene o se puede tener por superar una estética, por enfrentar un lenguaje distinto y, al fin y al cabo, poner en marcha o asentar un cambio de paradigma. Sin caer en esencialismos terminológicos, no quiero hablar a propósito de renovar, aunque bien podría entenderse. La poesía española necesita una renovación, un cambio de paradigma. En cualquier caso, se trata de «superar» o «renovar» sin necesidad de acudir a definiciones de diccionario, o a sesudos problemas filosóficos sobre la continuidad y la discontinuidad, espejismos de la ideología y supeditación de cualquier lenguaje a un discurso previamente establecido por las lógicas fantasmagóricas imperantes, las cuales, ya se sabe, nos dominan… Sirvan estas palabras como punto de partida, no como lugar de llegada, y más que como sentar cátedra sobre cualquiera de estos espinosos asuntos, ayuden a fomentar o estimular la comprensión y complejidad del fenómeno poético como una conversación y unas preocupaciones compartidas.

Del mismo modo que en los años veinte del siglo xx a todo aquel que seguía escribiendo sobre nenúfares o cisnes se le tildaba de «anticuado», y el lenguaje poético del modernismo se había convertido en cliché, en 2019 asistimos a algo similar. Sin embargo, libros de poemas y antologías siguen escribiéndose y publicándose con el estigma de la Poesía de la experiencia (Iravedra, 2007), manteniendo el mercado a buen nivel (Abril, 2014b), con iniciativas como Poesía ante la incertidumbre. Antología (Nuevos poetas en español) (2011) y, sobre todo, El canon abierto. Última poesía en español (1970-1985), de Remedios Sánchez García (2015), si bien esta última contundentemente contestada por Araceli Iravedra:

En lo ateniente a voces poéticas, la presencia en primera línea […] y las posiciones privilegiadas de los componentes de Poesía ante la incertidumbre, hablan mucho antes de una extraordinaria promoción editorial de sus obras fuera de España que de un liderazgo real o de una condición de «referentes» a duras penas suscribible por cualquier lector informado. Probablemente la fiabilidad y la objetividad perseguidas no puedan obtenerse de la bienintencionada y democrática consulta a cerca de doscientos «relevantes estudiosos y especialistas de todo el mundo», en una inconveniente mayoría de los casos demasiado alejados de nuestra realidad nacional y demasiado desinformados en consecuencia (Iravedra, 2016: 166).

 

Iravedra —avalada, entre otros, por Mohedano Ruano, 2018: 543-544— sostiene que el prólogo-manifiesto de Poesía ante la incertidumbre «se concibe de hecho como una reacción ofensiva de lo minoritario frente a lo dominante, sin lograr granjearse adhesiones significativas» (ibíd.). Obviamente la poesía de la experiencia pretende perpetuarse y no va a dejar de buen grado el privilegio de ser hegemónica, a pesar de que los tiempos hayan cambiado. Esta reacción programática y sistematizada a lo largo de diferentes países y con una entramada red a lo largo y ancho del orbe de lengua española, explica el lugar donde hemos llegado, no muy halagüeño para el balance de la poesía, por la salud del género… De hecho, varios abismos se ciernen, empezando por el más inquietante de la muerte de la poesía, y Balada en la muerte de la poesía (2017), del propio Luis García Montero, ejemplifica esa conciencia del límite del lenguaje poético. Nos enfrentamos a un nuevo asunto, el nacimiento y proliferación de la subpoesía.

 

C. S. I. POESÍA

Aunque parezca lo contrario, la poesía ha muerto. Y que no se asuste nadie: ya lo han dicho muchos y son abundantes las teorías que exponen su desaparición en un mundo donde no hace falta, al no cumplir ninguna función. La diseminación de nociones tradicionales —esenciales, eternas, inmanentes, etcétera— y la fragmentación del yo, avalan y explican esta postura, porque —ya se sabe— la lírica se sitúa como la expresión íntima y genuina del yo, aunque sea un otro yo y hoy día decir yo sea casi como no decir nada. Que le pregunten a la filosofía del siglo xx, que intentó taponar las grietas de un barco —el yo— que irremediablemente iba a pique y que acabó hundido en un foso abisal. Hoy aquel barco parece más bien una reliquia enigmática de las profundidades oceánicas, un lugar donde viven criaturas inhóspitas y extrañas, sólo capaces de arrastrar su vida por el óxido corrosivo. Allá en el fondo el silencio reina.

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