Es la historia… émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir.
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes (I.9, p. 145)[1]
Historiadores falsos, traducciones apócrifas, princesas impostoras y gobernadores de cartón forman parte del universo ficticio cervantino que constantemente fusiona fábula, realidad y verdad histórica en casi todas sus variantes. Novelas como Don Quijote demuestran cómo «la literatura se encuentra siempre con la historia» y cómo ese encuentro, en plena crisis epistemológica del siglo XVII, agudizaba la general desconfianza del público ante el relato histórico. Poco le valía a los historiadores del momento la aseveración de Quintiliano de que «la autoridad» de la palabra pudiera tomarse «de los oradores e historiadores» pasados, visto el descrédito en el que habían caído los últimos (III.35). A finales del 1500, había quedado de manifiesto que la distancia semántica establecida por Antonio de Nebrija (2011, p. 4) entre narrar el hecho cierto («cosa verdadera») y el probable («muy cerca de la verdad») resultaba prácticamente imperceptible para una gran cantidad de autores y lectores áureos. Teóricos como Jerónimo Zurita (1512-1580), Ambrosio de Morales (1513-1591) y Nicolás Antonio (1617-1684), visiblemente frustrados por esta pérdida de referencia, se quejaban entonces de cómo sus contemporáneos «historiadores quiméricos» habían plantado la «semilla inútil», de la mentira en el «más sencillo y puro [ejercicio] de nuestras Historias», dejando así «patria» y «verdad» sin posibilidad de defensa ante los insidiosos ataques extranjeros (Antonio, 2009, p. 41). A esos mismos «historiadores falsos» españoles dedicaría Miguel de Cervantes (1547-1616) una de sus mayores y más violentas censuras: la de pedir que «fueran quemados» como los falsificadores de moneda.[2]
Podría decirse que esta es la versión renacentista de la crítica a las «noticias falsas» que anegaban casi con la impunidad actual el mundo social e impreso del siglo XVII. «Hace cuatrocientos años –recuerdan David Castillo y William Egginton (2016, pp. 9-10)– el mundo occidental experimentó otra revolución de medios de comunicación que también provocó una crisis de realidad».[3] Si hoy en día nuestra visión del mundo es más personal –regida por nuestros referentes y seguidores en Twitter, Facebook e Instagram o por los algoritmos que nos envían información a través de ellos–, en los siglos XVI y XVII esa cosmovisión se filtraba en la calle a través de encorsetadas crónicas «oficiales» y de exuberantes programas artísticos (pintura, arquitectura, literatura, etcétera) que canalizaban las agendas políticas del momento. Para finales del 1500, había quedado claro que los anchos mundos «nuevos» producían nuevas necesidades informativas, audiencias cada vez más curiosas y moldes narrativos más amplios que hacían más que nunca necesario el recalibrado de las brújulas epistemológicas capaz de reconocer el talante de las relaciones ficticias que «revestidas de verdad» –o, como se decía en el siglo XVI, de «veracidad»– anegaban al ciudadano de a pie.
Siendo Cervantes uno de esos ciudadanos, imbuido de lleno en aquel complejo panorama cultural, y marcado por una intensa experiencia vital, este trabajo indaga en la perspectiva del autor ante el fenómeno de la ficcionalización de la historia ¿Participa o reflexiona Cervantes de forma consciente sobre dicho proceso o solo lo satiriza? Dado que en este ecléctico ecosistema literario un «subgénero historiográfico» como las crónicas de Indias se considera un detonante de algunos de los baluartes más solidos de la credibilidad histórica, ¿qué relación existe entre estos relatos individuales, supuestamente testimoniales, y la crisis historiográfica general que implican? Y ¿cómo se entroncan estos elementos dispares en el opus cervantino?
La crítica literaria, habiendo tardado en entender la influencia que las crónicas americanas ejercen en autores como Cervantes, empieza ahora a analizar más sistemáticamente la influencia que puede tener en él la síntesis discursiva –científica, jurídica, literaria y popular– característica de este género. A efectos de la ficcionalización del relato histórico, la influencia de las crónicas resulta igualmente innegable, puesto que la descripción de la belleza o del talante de paisajes, urbes y personajes «nunca vistos» hacía casi justificable la inserción en estos «cronicones» de alusiones míticas o hiperbólicas procedentes de la épica o del romancero (Chicote, 2012; Voigt, 2009). Así, el mismo Cristóbal Colón (1451-1506) (2006, p. 217) comenta, al creer ver sirenas en uno de sus viajes, que «no eran tan hermosas como las pintan», probablemente por tratarse de focas o vacas marinas. Otro famoso explorador, Gonzalo Jiménez de Quesada (2013, p. 34) invoca «el laberinto de Troya» para describir el espacio entre Tunja y Santafé en la Nueva Granada, mientras que fray Pedro Simón defiende las existencia de «gigante[s] en cuerpo en fuerzas» aludiendo a fuentes como San Agustín (Ciudad de Dios) y Virgilio (Eneida).[4]
Alusiones literarias de este tipo no solo buscaban engrandecer los peligros o parajes de tierras lejanas, sino enaltecer a los «heroicos» protagonistas-narradores de esos relatos, acercando su posición simbólica desde la frontera americana a la épica clásica y al romancero español, fuentes mitológicas fundacionales del Imperio: «Porque si el lector pondera los intolerables trabajos, memorables hazañas, y valerosas empresas [de este libro] –nos dicen Mariño de Lobera y Bartolomé Escobar (1960, p. 232) a raíz de su crónica conjunta de la Conquista de Chile (1594)– no sé por qué deba anteponer ni hacer más caso de los famosos hechos de los griegos, romanos y asirios, ni tener más señalado a Alejandro Magno y Julio César, pues hallará aquí Héctores, Aquiles y Roldanos, tanto más dignos de estos hombres y otros de más estofa».[5] En parte, Lobera y Escolar tienen razón, puesto que los caballeros y soldados que pueblan su relato son de valía marcial casi sobrenatural, como demuestran sus constantes «victorias» en luchas desiguales, en las que «gran maravilla…, de trescientos que eran, murió solo uno en la batalla».[6]
En la ancha senda de la crónica indiana donde aparecen estos nuevos roldanos y héctores autóctonos, se desvirtúan no solo las referencias autorales, míticas y materiales –cartográficas incluso, al hablar de «Flandes indianos»– sino también las morales, al poner en duda tanto los límites entre la fantasía y la realidad como entre inocencia y culpabilidad, triunfo y fracaso. A pesar de la confusión, las grandilocuentes y eufemísticas narraciones de los «trabajos» y «pacificaciones» de estos héroes parecen haber cumplido su propósito, a juzgar por el reconocimiento que figuras como Álvar Núñez Cabeza de Vaca consiguieron en la Corte. «Sin haber conquistado nada, ni conseguido nada –matiza Juan M. Maura (2011, p. 19) a propósito de Álvar Núñez– conquistadores como él pudieron, solo con la fuerza de la palabra, “hacer creer al emperador y a todos los amigos que le ayudaron” que sus sucesos, naufragios y cautiverios merecían “todos los privilegios” recabados a lo largo de su vida».[7]
Empezamos a entender la influencia literaria de estos «legendarios» relatos y héroes en observadores tan perceptivos como Cervantes. No son solo los «hechos» o intenciones hiperbólicas de las relaciones los que encuentran cabida en novelas como Don Quijote, sino también las peculiares fórmulas narrativas, a menudo articuladas por múltiples voces autorales que buscan exculparse o corregirse las unas a las otras.[8] Así, por ejemplo, Bartolomé de Escobar comenta en una nota introductora a su Conquista de Chile: «Aunque yo no soy autor desta historia, ni he añadido cosa concerniente a la sustancia, antes [he] quitado… por evitar prolijidad, y si algunas he de nuevo escrito, son algunos puntos comunes al Perú y Chile que yo he visto, y han sido necesarios para declaración y entereza de la historia».[9] Como «segundo» autor, Escobar no siempre está de acuerdo con el primero, Lobera, lo que le hace introducir comentarios metaliterarios que resultan familiares para los lectores cervantinos: «A admiración en que a todos puso este espectáculo fué la mesma que tendrá el lector; y el andar echando juicios entre sí sobre la causa desto fué tan inútil que, dejándome de proseguirlo, pararé en solo una pregunta al autor destas hazañas. Al cual rogara yo que me dijera: ¿en qué estuvo el pecado destos indios?» (Mariño de Lobera y Escobar, 1960, «Preliminares»).