En Cervantes, las contradicciones entre autores, traductores o impresores son también constantes y, generalmente, de tono burlesco. En el capítulo XVIII de la segunda parte del Quijote (p. 169), por ejemplo, se nos dice que aunque el autor pinta «todas las circunstancias de la casa de don Diego… al traductor desta historia le pa[re]ció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia»[10]. En otras ocasiones, como al principio del capítulo de la Cueva de Montesinos, es el «primer autor», Benengeli, el que confiesa la duda sobre los hechos relatados al traductor y deja que sea este el que transfiera ese juicio al lector.[11] Otras veces y en otras obras, como en el Persiles, es una voz no identificada la que se encarga de desestimar al narrador del texto alegando que «parece que el autor desta historia sabía más de enamorado que de historiador» (Cervantes, 1986, II.1, p. 159).

Juegos retóricos de este tipo menoscaban, en lugar de afirmar, la credibilidad del autor y la veracidad de la historia, ya sea cuestionando los elementos constitutivos del texto, las fuentes principales (archivos de la Mancha, manuscritos, en el caso del Quijote) o las secundarias (traducciones, ediciones), ya sea sospechando de la verdad de los hechos que la integran. Este proceso de desacreditación invierte, o acaso satiriza, la intención última de las crónicas de Indias, en las que los autores-caballeros buscan constantemente afirmar la fiabilidad de sus aventuras para garantizarse así no solo la entrada en el panteón heroico-imperial sino también una «justa» recompensa por sus trabajos. Bernal Díaz del Castillo (1492-1584), por ejemplo, desestima la elaborada estrategia retórica de los cronistas cortesanos buscando «dar luz y crédito a sus razones» al alegar que su relato está forjado no solo por su posición de testigo ocular, sino de participante activo en los «heroicos hechos y hazañas que hecimos cuando ganamos la Nueva España y sus provincias en compañía del valeroso y esforzado capitán don Hernando Cortés, que después, el tiempo andando, por sus heroicos hechos fue marqués del Valle».[12] Al contrario de Cortés (1511-1566), Díaz del Castillo se describe en múltiples ocasiones como «viejo de más de ochenta y cuatro años» que ha «perdido la vista y el oír» y no tiene «otra riqueza que dejar a mis hijos y descendientes salvo esta mi verdadera y notable relación», es decir, como un soldado todavía no justamente remunerado por la corona.[13]

Resulta, por tanto, coherente pero irónico encontrar esta mantenida pretensión económica, Sancho, o simbólica, don Quijote, desde el primer momento de la andadura caballeresca de ambos, especialmente dadas las cuestionables «victorias» que recaba.[14] Como señala Mary Gaylord (2007, pp. 65-66), la recurrentes conversaciones en torno a esta recompensa, simbolizada en la ínsula, denotan la dimensión transaccional que había adquirido la aventura caballeresca en la entrega mesiánico-imperial en las Indias:

Ya en el capítulo 10 [de la primera parte], tenemos a caballero y escudero conversando sobre la ínsula, sobre la diferencia entre «aventuras de ínsulas» y «aventuras de encrucijadas», sobre el gobierno (bueno y malo) de las ínsulas y el valor económico relativo de la ínsula y el bálsamo de Fierabrás… Al postular de manera tan directa el provecho comercial que promete la aventura, el ambicioso proyecto del escudero recuerda la tensión perenne entre el muy pregonado mesianismo de la conquista americana y la proverbial codicia de sus participantes. Mientras Sancho piensa en la ganancia, don Quijote sueña con su fama: «¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?» (I.10, p. 148).[15]

La insistencia de estos pasajes en la cualidad heroica de los caballeros acredita para Gaylord la referencia implícita a figuras como Cortés, cuyo perfil marcial en crónicas tan influyentes como las de Francisco López de Gomara (1552-1554) había hecho de tales atributos –«maña»– una «marca registrada».[16] Ciertamente, en Don Quijote, Cervantes alude solamente una vez por su nombre a Cortés, y lo hace con respecto a su astuta decisión de «barrenar lo navíos» para forzar el avance de sus tropas, alentado según la narración por el deseo de fama: «¿Quién contra todos los agüeros que en contra le habían mostrado, hizo pasar el Rubicón a César? Y con ejemplos más modernos, ¿quién barrenó los navíos y dejó seco y asilados los valerosos españoles guiados por el cortesísimo Cortés en el Nuevo Mundo? Todas estas y otras grandes y diferentes hazañas son, fueron, y serán obras de la fama, que los mortales desean como premio y parte de la inmortalidad.hacia la fama» (II.8, p. 96).

Cervantes se refiere a exploradores y conquistadores como Cortés en términos mucho menos ambiguos que esta efusiva mención a la «cortesía» al principio de la novela ejemplar. El celoso extremeño, describe la conquista americana como el «remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad [Sevilla] se acogen», equiparando las Indias con el «refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconduto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos».[17] Aunque la invectiva contra los libros de caballería que impulsa el Quijote parece estar desconectada de esta dura crítica contra la empresa imperial que se desarrolla metafóricamente a lo largo de la novela ejemplar, Diana de Armas Wilson recuerda que en Don Quijote, Cervantes parece tan enfocado en «desmantelar los desfasados moldes artísticos de la tradición caballeresca románticomedieval» como en «destruir las malversadas codificaciones caballerescas que la cultura imperialista había adquirido en España».[18]

Son estas codificaciones las que se repiten en «dichos» y «hechos» en las crónicas indianas menos fidedignas –como la nombrada Verdadera historia de la conquesta de Nueva España de Gomara (1552-1554)–, en las que la referencia a la verdad se vuelve cada vez más tenue. Escritas desde España por historiadores cortesanos que, a través de «razones y retórica muy subida», como decía Díaz del Castillo, empiezan a «cautivar su público con un relato de aventuras sensacionales» y traumáticas, como el naufragio o cautiverio, no siempre sinceras o autobiográficas, pero enclavadas en tierras lejanas «de ambos lados del Atlántico» (Voigt, 2009, p. 660).

Cervantes también critica duramente a aquellos traficantes de experiencias y palabras que hacen del cautiverio un negocio o mercado editorial, especialmente cuando la experiencia que relatan es falsa. El caso más claro ocurre en el Persiles (III.10) cuando un par de jóvenes y falsos cautivos, recién rescatados de Argel, relatan en la plaza del pueblo «su experiencia».[19] La audiencia queda fascinada cuando los farsantes hacen uso de un «corbacho» (látigo), «gruesas» cadenas y un lienzo con imágenes para ilustrar los horrores de su «pesada desventura» (III.10, p. 343). Casualmente, se encuentran entre el público «los dos alcaldes del pueblo», uno de los cuales, habiendo sido también cautivo, queda intrigado por saber si realmente los jóvenes eran lo que decían (III.10, p. 343). El alcalde decide averiguarlo haciéndoles preguntas sobre «lo particular», es decir, sobre detalles materiales –tal y como habían recomendado Quintiliano o Tasso– para corroborar si la historia era verdadera. Así, el alcalde pregunta: «¿Cuántas puertas tiene Argel, y cuántos pozos de agua dulce?» (III.10, p. 346).[20] A pesar de la cómica intrascendencia de esos detalles, el alcalde consigue desenmascarar la farsa de los cautivos, que, según él, se atreven «con tanta libertad a usurpar la limosna de los verdaderos pobres, contándonos mentiras y embelesos» (III.10, p. 347). Los jóvenes se defienden de la acusación alegando su poca relevancia: «Una niñería que no importa tres ardites» (III.10, p. 347). Además, insiste el «mozo hablador»: «No hemos robado tanto, que podemos dar a censo, ni fundar ninguna mayorazgo, apenas granjeamos el mísero sustento con nuestra industria, que no deja de ser trabajosas, como lo es la de los oficiales y jornaleros» (III.10, p. 349).[21]

Esa misma «industria» que les ha permitido «robar tan poco» es la que, sin embargo, aducen les augura un servicio productivo como soldados, puesto que se encaminan a «servir a su Majestad con la fuerza de sus brazos y con la agudeza de sus ingenios» (III.10, p. 349). Haciendo hincapié en el valor de estos dos atributos, los mozos enfatizan que «no hay mejores soldados que los que se transplantan de la tierra de los estudios en los campos de guerra… porque cuando se avienen y se juntan las fuerzas con el ingenio y el ingenio con las fuerzas se hace un compuesto milagroso» (III.10, p. 349). El razonamiento surte su deseado efecto, puesto que, en lugar de recibir los azotes inicialmente sentenciados por el alcalde, este termina decidiendo no solo acogerlos en su casa, sino también darles «una lición sobre las cosas de Argel tal que de aquí adelante ningún les coja en mal latín en cuanto a su fingida historia» (III.10, pp. 349-350). Así, los confesos falsos narradores no solo escapan cualquier tipo de consecuencias o represalias, sino que quedan instruidos (o «industriados», como dice el texto), habiendo perfeccionado su fraude para evitar ser descubiertos de nuevo.