Sería, no solamente arrogante sino poco sensato, incluso descabellado, pensar que en los últimos diez mil años ninguna persona o grupo lograse cruzar de un continente a otro a bordo de precarias embarcaciones, de la misma manera que se hace hoy en día. Ya sea en solitario, a remo o a vela, individuos de ambos sexos, incluyendo adolescentes, siguen cruzando el Atlántico. También familias enteras en busca de libertad y de un futuro mejor en tierras europeas a lo largo de todo el año cruzan en frágiles «pateras» atestadas de gente y enseres, con un coste vergonzoso en vidas humanas, las turbulentas aguas del estrecho de Gibraltar y de otros puntos del Mediterráneo. Algo parecido ha ocurrido con familias salidas de Cuba que igualmente buscaban libertad y un mundo mejor. Aun así, todavía existe resistencia a la hora de aceptar cualquier otra teoría que no sea la tradicional colombina, aunque en su segundo viaje el mismo almirante hallase entre los caribes de la isla de Guadalupe restos de una nave europea y una caldera de hierro. De la misma manera, pocos años más tarde, los hermanos Corterreal se encontraron, en lo que hoy es Canadá, una espada dorada y pendientes de plata en las orejas de una mujer indígena (Fernández Duro, 52).

Es de suponer que grandes navegantes de tiempos pasados como fueron fenicios, cartagineses, celtas, bretones portugueses o españoles, así como diversos pueblos africanos tuvieron, por accidente, necesidad vital, curiosidad o imperativo comercial, interés por ver lo que había más allá del «mar tenebroso». Lo mismo ocurrió en sentido inverso, esto es, desde el continente americano hacia Europa o África. El historiador Herrera y Tordesillas, por ejemplo, destaca cómo el rey de Portugal ya estaba al tanto de los hallazgos de indios y canoas con canutos de azumbre (un tipo de cantimplora hecha de caña con capacidad para dos mil dieciséis decilitros de agua) al oeste de las Azores mucho antes de 1492.[vi] Estaba claro que había tierras navegando hacia el oeste y los portugueses lo sabían de sobra (Herrera, década 1, libro 1, cap. 2, p. 3). El mismo autor, en el capítulo «De las razones que movieron al Almirante don Christoval Colon para persuadirse que avia nuevas tierras», nos informa que hablando con hombres que navegaban los «mares de Occidente», especialmente hacia las islas de los Azores, un tal Martin Vicente afirmó que, hallándose a cuatrocientas cincuenta leguas al poniente del Cabo de San Vicente, se encontró con un madero labrado artesanalmente y no con hierro, de lo que dedujo que dicho palo venía de alguna isla al oeste. Por su parte, un concuñado del almirante, Pedro Correa, casado con la cuñada de Cristóbal Colón, confirmó que en la isla de Puerto Santo había visto otro madero arrastrado por los mismos vientos y labrado de la misma forma, y también otras cañas muy gruesas que «en cada canuto pudieran caber tres azumbres de agua». Pero lo más importante es que Cristóbal Colón oyó personalmente afirmar al mismísimo rey de Portugal, Juan II, que no sólo tenía conocimiento de ello sino que además el mismo rey le mostró las citadas cañas. El rey, cuenta Herrera y Tordesillas, era consciente de que ese tipo de cantimplora de caña no existía en ninguna parte de Europa y que sólo podían venir del oeste. Basándose en lo afirmado por Ptolomeo en el capítulo décimo séptimo de su Cosmografía, recordaba que estas cañas se encuentran en la India. Visto lo cual, todo invitaba a conjeturar que la Corona portuguesa era plenamente consciente de que navegando hacía el oeste existían otras tierras y gentes. Sobre todo porque cuando ventaban con fuerza los vientos de Poniente, traían una clase de pinos que no había en aquellas islas, además de canoas y, lo que es más, cuerpos de hombres muertos «de otro gesto que tienen los cristianos» (dec. 1, libro 1, cap. 2, p. 4.). También Diego Velázquez, vecino de Palos, contó a Colón, en el monasterio de Santa María de la Rábida, que se perdieron de la isla de Faial y que navegaron por el noroeste tanto tiempo que llegaron más allá del cabo de Clara (en Irlanda) y que no prosiguieron la travesía porque estaban ya en agosto y temían la llegada del invierno. Esto ocurrió cuarenta años antes que Colón descubriese las Indias. Otro testimonio es el que ofrece un marinero del puerto de Santa María que, navegando a Irlanda, vio una tierra hacia occidente que creyó ser Tartaria, que luego se supo que era la tierra de los «bacallaos» y que no pudieron llegar a ella a causa de los fuertes vientos. Pedro Velasco Gallego dijo que, navegando a Irlanda, se adentró tanto al norte que pudo atisbar tierra hacia el poniente de aquella isla (dec. 1, libro 1, cap. 2, p. 6). Algo parecido ocurrió con los polinesios que, muchos siglos antes que Colón, recorrieron distancias mucho más largas por todo el océano Pacífico. Pese a todos estos testimonios, personas que han dedicado su vida al estudio del predescubrimiento, como fue el profesor Manzano, han sido marginadas de diferentes maneras, pese a sus brillantísimos trabajos que, de alguna forma, podían si no oscurecer, sí relegar a un segundo plano la figura del descubridor oficial de América don Cristóbal Colón.

Los primeros testimonios en los que autores clásicos explican el origen de los habitantes del llamado «Nuevo Mundo» y su relación con pobladores del «Viejo Mundo» han sido sistemáticamente desechados. No obstante, en las últimas décadas y gracias a los avances científicos llevados a cabo por genetistas, arqueólogos, antropólogos, historiadores y lingüistas, todo apunta a la necesidad de replantearse muchos de los postulados que hasta la fecha habían sido considerados «canónicos». Me estoy refiriendo al contacto entre los pobladores de las costas atlánticas de ambos continentes. No ocurre lo mismo en el caso asiático donde, desde hace tiempo, la mayoría ha aceptado la existencia de un trasvase intercontinental sistemático y continuo de personas, ya fuera a pie o en balsa, durante muchos siglos a través de los extremos septentrionales del estrecho de Bering, unidos en algunos periodos geológicos por mares de hielo. En cuanto a los contactos transatlánticos, los defensores de la vieja escuela son muchos y todavía existen acaloradas disputas y una férrea resistencia a aceptar su existencia, eso sí, exceptuando los esporádicos casos de presencia nórdica (por ejemplo, vikingos) en tierras canadienses. Ha sido precisamente desde la preponderancia del mundo nórdico protestante sobre el meridional católico como se ha potenciado el estudio de la presencia vikinga y sus sagas a costa de la historiografía, mucho más rica de lo que se piensa, sobre los más que posibles viajes realizados por los cartagineses a esas mismas tierras americanas. Como en todo estudio llevado a cabo desde un marco teórico y científico, lo más importante son las pruebas, tanto las escritas como las arqueológicas o lingüísticas, que se han venido acumulando a través del estudio de navegaciones emprendidas desde la Antigüedad. En el presente caso, se destacan las pruebas escritas, recopiladas y contrastadas con el testimonio de nuestros cronistas del siglo xvi que, en forma de historias, fábulas, mitos o leyendas se han ido transmitiendo, con mayor o menor fortuna, hasta el presente.

Aunque el tema del predescubrimiento fenicio o cartaginés de América no es en ninguna manera novedoso, son pocos los trabajos que se han escrito desde la perspectiva de la cronística española del siglo xvi, y eso a pesar de que casi todos los cronistas españoles de los siglos xvi y xvii lo mencionaran.[vii] El presente artículo tiene pues, por objetivo, ofrecer un abanico historiográfico más amplio de fuentes pertenecientes a la cronística renacentista, en su mayoría española, que vendrá a reforzar la más que aceptada teoría de la llegada a tierras americanas de naves salidas desde la península Ibérica al llamado Nuevo Mundo de manos de estos tempranos navegantes.